The Last of Us era un juego muy esperado. Lleva tiempo enamorando con su propuesta, con sus trailers y su ambientación. Llega en el momento adecuado: la gente no se ha cansado aún de postapocalipsis y necesita su dosis de distopía para seguir adelante. Y aparece casi en verano, un periodo de sequía de triples A, que suelen decantarse por las Navidades. Así, la idea es que se convierta en el lanzamiento indiscutible de estos meses.
Tanto lo esperábamos, que parece que a un gran sector de la prensa del videojuego le ha resultado imposible deshacerse del inmenso hype que acompañaba al lanzamiento. ¡El Ciudadano Kane de la generación! Aparte de lo discutible que es hacer comparaciones entre medios (¿por qué no el Half Life 2 de esta época?), creo que se nos ha ido un poco la pinza y nos hemos dejado embaucar por la propuesta del juego sin pararnos un segundo a pensar.
Porque el título de Naughty Dog tiene muchas cosas fantásticas, maravillosas. Pero a la vez, algo que me ha supuesto una profunda decepción, y es falta de ambición. No falta de ambición para tener los mejores gráficos del momento o un diseño artístico que sólo es superado por juegos muy concretos de esta generación, sino falta de ambición por querer ser una entidad única, por aprovechar todo el trabajo que hay detrás para ascender y convertirse en referencia: en algo nuevo, algo a lo que aspirar a alcanzar. Por esa falta de ambición, al final acaba convirtiéndose en un enorme juego, pero no en esa obra maestra que nos quiere colar el marketing detrás.
Pero vamos por partes.
Ese planeta Tierra devastado y repoblado por las plantas que nos presenta es salvaje, pero también está plagado de belleza. De hecho, el estudio no escatima en mostrarnos lo mejor y lo peor de ese mundo. Nos enseña lo que queda de las ciudades invadido por la vegetación, nos muestra lo bien que le ha ido al resto del mundo sin humanidad y nos consigue convencer de que estamos ante ruinas de la civilización, no edificios derruidos puestos porque sí. Habrá muchos momentos en los que paremos para admirar el paisaje, y cuando un videojuego consigue eso es que algo está haciendo muy bien.
Y es que en el apartado más artístico es incontestable. El guión también es brillante, con un inicio que nos hace más dolorosa la entrada al nuevo mundo, que nos centra muy bien en el protagonista y sienta las bases de lo que vamos a vivir. El final también es inmenso y nada traicionero: lo que nos aguarda es la confirmación de la tesis principal del título: que al mundo le va bien sin nosotros, un poco como pasa en La Tierra Permanece de George R. Stewart.
Del guión sí se puede criticar que hay partes muy previsibles y enseña demasiado rápido sus cartas, pero también está muy por encima de la media. Sorprende, sobre todo, su tratamiento de las mujeres. Los personajes femeninos (no sólo Ellie) están entre los mejores diseñados de la generación: ni son señoritas ni responden al estereotipo de mujer en los videojuegos, y es de celebrar que lleguemos a este punto de inflexión. De hecho, sorprende que el guión no sea de la habitual Amy Hennig (que ya suele tratar bien el tema) sino de Neil Druckmann, en su primera aparición como director del proyecto.
Siguieron avanzando a marchas forzadas, esqueléticos e inmundos como adictos callejeros. Cubiertos con las mantas contra el frío y echando un aliento humoso, abriéndose paso por los negros y sedosos montones de nieve. Estaban atravesando la amplia llanura costera donde los vientos seculares los empujaban entre aullantes nubes de ceniza a buscar refugio donde pudieran.” – La Carretera, de Cormac McCarthy
El doblaje también está a la altura y hay viejos conocidos como Nolan North, y permite algo cada vez más común: elegir en qué idioma estarán las voces. No puedo hablar del doblaje en español porque ni lo he probado, pero el inglés, como he dicho, está a la altura. Destacan los papeles protagonistas, aunque en general todos cumplen. ¿Y la banda sonora? Ay, qué banda sonora. Gustavo Santaolalla (Babel, Amores Perros…) nos deleita con piezas instrumentales de guitarra, con mucho arpegio y minimalismo. Se hace, sobre todo, creíble: es la música que esperamos en esta época en la que ya nada queda.
¿Dónde está la decepción, entonces?
En su convencionalísima jugabilidad. Contando con todas las papeletas para ser uno de los títulos más importantes de los últimos años, Naughty Dog pecan de conservadores y nos ofrecen un producto maravilloso pero que no se aleja para nada de las mecánicas de cualquier shooter un tercera persona (un poco lo que le pasa a Bioshock Infinite…) Sí, Joel está mayor y le cuesta apuntar, pero más allá de eso no se diferencia demasiado en todo un Nathan Drake.
Durante el juego podemos distinguir más o menos tres partes distintas: acción, survival horror y exploración. La primera es tan similar al resto de juegos que ofende. Aunque podemos optar por el sigilo, sigue sin quitar que haya momentos en los que tendremos que despejar de enemigos un lugar concreto para seguir avanzando. Y eso podemos hacerlo rifle en mano, de cobertura en cobertura, olvidándonos de la escasez de alimentos, del postapocalipsis y de lo que haga falta. De hecho, mataremos a tantos enemigos que tendremos que hacer un esfuerzo consciente para creernos que la humanidad lo está pasando fatal y puede llegar a extinguirse: ¡si hay cientos de enemigos! Esto seguramente sea preferencia personal mía, pero llegué a cansarme de tanto combate, ya fuera sigiloso o plagado de balas. Del multiplayer tampoco hay mucho que decir: a dispararse por equipos como si no hubiera mañana.
Los momentos de terror, por otra parte, son mucho mejores. Los tiempos están mejor medidos y se juega muy bien con las luces, los espacios cerrados y la sensación de agobio. Ojo, que no hablo de los encuentros con “infectados”, que también los hay de acción. Hablo de las partes del juego que más sensación dan de asfixia y de peligro, en las que en todo momento estamos en tensión esperando lo peor mientras escuchamos y nos movemos con la mayor de las paciencias. En esto, The Last of Us puede dar lecciones a la mayoría de juegos del género, aún sin pertenecer puramente a él.
Es en las partes de exploración donde el juego nos muestra todo lo que podía haber sido. Aunque hay veces en las que abusa de los scripts que plagan la saga Uncharted nos suele dejar tiempo para recorrer los escenarios y maravillarnos con cuanto encontramos. De vez en cuando escuchamos a nuestro acompañante, y de resto, la soledad del fin del mundo. Casi no quieres que nadie la perturbe una vez te adentras en ella. Para mí, The Last of Us necesita más aún de estos momentos, y menos checkpoints llenos de enemigos a los que aniquilar para que el jugador no se aburra de recorrer el mundo devastado.
En general suele pasar con este tipo de juegos: uno se espera La Carretera y se encuentra un Uncharted con zombis y cientos de enemigos donde te aprovisionas para tener mejores armas pero no para comer ni sobrevivir. Y ahí está perdida la oportunidad para diferenciarse, en el terror que tienen los estudios más grandes por experimentar, por generar algo nuevo. Entiendo que en este tipo de superproducciones hay que contentar a tipo tipo de jugadores para no perder dinero, y lo lógico es llenarlas de situaciones del género rey de la época (quéjate de los FPS, pero anda que no hay TPS…) pero The Last of Us está tan cerca que duele. Un poco más de exploración, un poco más de miedo y un par de ratos menos de tiroteos y aniquilación y sería perfecto, la obra maestra que aspira a ser.
Pero no, no llega. Termina siendo un juego notable, una reivindicación y un esfuerzo artístico brutal en un triple A, pero no es el “Ciudadano Kane de los videojuegos”. Nos deslumbrará con su belleza, nos destrozará con su historia y nos empañará los ojos con su final, pero no nos sorprenderá con su jugabilidad. Lástima.