Hubo un tiempo en que caminar fue un acto revolucionario. En realidad, ha habido muchos tiempos, muchas caminatas, muchas revoluciones desde el principio de las eras, pero fue hace algo menos de cien años que andar se propuso como una acción subversiva y proactivamente contrahegemónica. Errancias, derivas, vagabundeos, recorridos, nomadismos… El siglo XX estuvo repleto de propuestas artísticas para una errabundancia que buscaba inventar una práctica estética de vanguardia más allá de cánones, tradiciones y constricciones sociopolíticas capitalistas que desmantelase las estructuras de la realidad contemporánea. Andar para describir y para modificar el espacio y el tiempo de la modernidad. Andar para (re)descubrir la urbanidad metropolitana de finales del milenio pasado, para (re)pensar las relaciones entre el cuerpo y el territorio, para (re)inventar el caminar como actitud y como diálogo. Andar para encontrar las posibilidades de una vida alternativa, una vida otra, una vida buena.
En su Walkscapes (2002), el arquitecto Francesco Careri ofrece un recorrido historiográfico por esta insurrección del andar que empezó con los dadaístas en la década de 1920 y su denuncia performativa de la banalidad de la ciudad moderna, que veían nihilísticamente vacía de valor. Esos vacíos, recuperados más tarde por los surrealistas y los situacionistas como entornos positivos capaces de albergar nuevos futuros, fueron mutando de grupo en grupo, pasando de la ciudad “banal” a la “inconsciente”, de la “lúdica” a la “entrópica”, todas ellas con el objetivo común de alejarse de los centros para adentrarse en las periferias de una contemporaneidad atrapada en una creciente vorágine de espectacularidad y aridez cultural. Más tarde, este caminar subversivo-artístico tuvo otra metamorfosis, o quizá sería más ajustado decir que intensificó sus filos políticos por encima de todos los demás, y en la segunda mitad del mismo siglo XX se movilizó como una herramienta para el estar y para la autodeterminación de la presencia: quienes habían sido históricamente expulsades de la norma social caminaron para reclamar su existencia y su pertenencia. Cuerpos marcados por miles de años de heteronormatividad colonialista y patriarcal marcharon sobre las calles e hicieron los caminos de las revoluciones que estaban por venir como todos los demás, a base de andar.
Antes de todo esto, no obstante, Careri arranca su libro literalmente por el principio de todo. En el Génesis, dice, «tras una primera división sexual de la humanidad —Adán y Eva— , en una segunda generación, una división del trabajo y, por tanto, del espacio». Con Caín y Abel, el sedentario y el nómada, el homo faber que trabaja y el homo ludens que juega, se partió el uso del tiempo por la mitad y para siempre: a un lado lo productivo, al otro lo inútil. Caín construía el mundo a base de trabajarlo y Abel, más libre para la errancia física e intelectual, hacía lo propio con el «primer universo simbólico en torno a sí mismo». Desde aquí Careri abre múltiples hilos discursivos, pero lo que nos interesa hoy, en este texto, es que todo acto de construcción y creación quedó enmarcado en la división entre esas dos vertientes: lo físico y lo simbólico, lo racional y lo irracional, lo consciente y lo consciente. Y que recorrer la Historia de regreso al presente devuelve el convencimiento de que esta es una falla —o una herida, según se quiera ver— que sigue abierta a día de hoy. Hay una cicatriz que no termina de cerrar entre lo que debe ser y lo que ojalá fuese, entre lo uno y lo diverso, entre lo laboral y lo lúdico.
Así, en los márgenes de los caminos preestablecidos y con ese corte supurando incertidumbre y, a veces, contradicción, podríamos resumir que los andares otros imaginan espacios otros que articulan vidas otras y conducen a mundos otros. Esa es la idea al menos, porque aún con la vista fija en la reflexión por el andar, la duda más básica y fundamental sigue siendo tan interesante y estando tan irresuelta hoy como en todos nuestros ayeres. Por aquí arranca Melissa Kagen su libro Wandering Games (2022): «¿Qué significa caminar en el Antropoceno tardocapitalista y gamificado de la actualidad?», pregunta su primera línea. ¿Qué significa jugar a caminar en el circuito videolúdico industrializado y atrapado en el capitalismo de plataformas contemporáneo?, se plantea a partir de la siguiente y a lo largo de siete capítulos en los que estudia el cruce entre jugar y andar al trasluz de diferentes ópticas. Respondiendo inicialmente a lo general, al significado de caminar, Kagen apela a una polisemia prácticamente inabarcable, porque caminar puede denotar tanto «lo que hacen los trabajadores de Amazon» —aquí pienso por un instante en Wilmot’s Warehouse, en el que el almacén de una empresa similar se convierte en campo de juego en continua reconfiguración— como «las derivas de millones de jugadores por mundos digitales que le dan un sentido al andar». El punto de partida, al menos para orientarnos y poder inaugurar la teoría, la práctica y, en nuestro caso, la crítica del Wandering Game, es lo que hay en origen de todas sus coordenadas, algo así como su propio Génesis: el Walking Simulator. Una etiqueta con un origen, otra vez, dividido y ambivalente: un ejercicio de experimentación estético-artística que surgió hacia finales de la década de los 2000 de manera bastante similar a los andares de vanguardias con los que abríamos esta pieza, y una manipulación de estructuras e inercias heredadas en forma de mods. Deriva y desmilitarización, a veces juntas, a menudo revueltas y enfrentadas, pero siempre encajadas en el deseo de reencontrarnos en lo periférico, lo alternativo y lo divergente. O, en menos palabras, de reunirnos en torno a juegos otros.
Los ejemplos concretos de esta dualidad deriva-desmilitarización son muchos y se ha escrito sobre ellos hasta la saciedad. La primera generación del Walking Simulator, los Abeles inaugurales de un circuito plagado de Caínes, fueron, al menos en el relato oficial, juegos como Dear Esther y The Stanley Parable, que se sirvieron de los instrumentos y motores que hasta entonces producían shooters a destajo para explorar qué pasaría si comenzásemos a sacarle elementos a la fórmula: fuera el arma, la acción violenta, la gente alrededor, el espectáculo, la gesta heroica, y a ver qué queda. A ver qué significa, entonces, el juego y qué implica sentarnos a jugar. No es secreto, no obstante, que entre todo esto lo que cuajó con más fuerza fue un sentido derogatorio de aquella categoría que empezaba a consolidarse, y que Walking Simulator se popularizó como un (sub)género peyorativo que marcaba a fuego obras menos violentas, menos dirigidas a la resolución de tareas, menos difíciles de completar y, por tanto, de consumir. Todo esto en medio de un contexto discursivo atravesado por la eterna discusión ontológica del videojuego, los cambios demográficos cada vez más evidentes en las jugadoras y la puesta en valor de una crítica subjetivada y de una poética lúdica más orientada hacia el cómo se está que el qué se hace en una u otra obra. Desorientado y temiendo un cambio en su estatus hegemónico, un sector ruidoso y receloso ocupó el Walking Simulator como trinchera contestataria, pero por suerte de eso hace ya, también, algún tiempo, y aunque puede que no estemos bien, podemos decir que estamos mejor.
Con esto en el retrovisor, lo que propone el Wandering Games de Kagen, reconociendo tanto esta problemática como la urgencia de empezar a dejarla atrás, es un nuevo paradigma, una resignificación de todo lo que hay bajo el demasiado agotado Walking Simulator para construir un concepto de deriva virtual que beba de la academia, de la historia popular, de la filosofía y, evidentemente, del desarrollo y ocupación de los espacios digitales y videolúdicos. Jugando a vagar, podríamos decir, recuperamos una idea de caminar como arte que nos devuelve a aquellos experimentos situacionistas del XX, y en el texto de Kagen esto se traduce en varios ángulos de análisis: el wandering como tema, como forma, como metáfora estética y como acción lúdica. «La errancia en los juegos expone las múltiples posibilidades del simple acto humano de movernos a través de un espacio, y vuelve complejo lo que este movimiento podría significar en diferentes modos de juego». De ahí surgen los cuatro pilares con los que Kagen arma su libro, explorados a partir de diferentes casos de estudio: el trabajo —¿cómo podemos entender la reacción contra los Walking Simulators dentro de una cultura videolúdica que se resiste contra cualquier obra que critique la replicación irreflexiva de los paradigmas capitalistas de éxito? —, el género —¿Cómo y por qué son tan habitualmente tildados los Walking Simulators de juegos feminizados, y cómo encaja este etiquetado en las dilatadas discusiones sobre la agencia femenina y la presencia de la mujer en la esfera pública? —, el colonialismo —¿Cómo replica la construcción de paisajes vacíos en los Walking Simulators la forma de entender el espacio y el tiempo de la mirada colonizadora?, y la muerte —¿Cómo nos ayuda la tensión tradicional de los Walking Simulators, un personaje principal inmortal atravesando un mundo muerto y fantasmagórico, a entender las convenciones lúdicas, las metáforas y las obsesiones que rodean el encuentro entre la muerte y el juego? —. Todas juntas, buenas preguntas, de esas que no pierden energías en buscar respuestas concretas, que son solo invitaciones a rascar en lo de caminar y lo de jugar. A dar vueltas.
Jugar a zonzo
Los cuatro ejes del párrafo anterior apelan a una postura, a un reclamo político, si se quiere, pero antes de continuar tenemos que lidiar con lo difícil —o lo poliédrico— que resulta trasladar el wandering original al castellano. A veces quiero escribir errar, otras vagabundear, y mi intención general es conducir todo esto hacia una versión virtual y videolúdica de la errabundancia que expone Careri en Walkscapes, pero de tanto en tanto dudo y prefiero dejarlo como está: wandering, sin más, sin intentar encapsularlo a través de una traducción. Parte de la dificultad está en que la esencia posmoderna de la anti-categoría de este modo de pensar el videojuego moviliza cualquier crítica hacia la disolución de las etiquetas, los géneros y, redundantemente, las categorías mismas. El resto viene de una errancia videolúdica que se enuncia como un punto de partida, no de llegada, «una actividad diseñada para provocar un juego contemplativo, improductivo y anticapitalista, o que al menos un espacio de provocación para cuestionar los paradigmas de éxito y los sistemas fosilizados que han ido consolidándose alrededor del videojuego». Aquí estamos girando en el eje del trabajo y reconociendo que el asunto se complica, como también alude Kagen, si tenemos en cuenta la ambivalencia actual respecto al tiempo de ocio y descanso, ese que bajo el capitalismo está en rápida extinción en detrimento de una temporalidad miserable repleta de culpabilidad. «Los videojuegos, como el trabajo, han crecido para engañarnos y que nos entreguemos a ellos por encima de nosotras mismas», triturando la mayoría de concepciones sobre el disfrute, el descanso y la experimentación estética que no impliquen utilidad con su monumental maquinaria de producción en masa. O absorbiéndolas, que es casi peor.
Es por esto que el hipotético atractivo de videojuegos cuya esencia es un «totalmente inútil play» puede sentirse como una fuente de estrés, en tanto que en medio de nuestro turbocapitalismo la deriva, la ausencia de objetivos y el hacer por hacer —es decir, el hacer que no devuelve un objeto o un resultado, sino que se reduce a su experiencia autotélica—, inspiran, antes que nada, ansiedad. Si volvemos a Careri, esta vez al cierre de Walkscapes, lo que podríamos conjugar entre ambos libros y visiones teóricas es un “jugar a zonzo”, un «perder el tiempo» que provendría del andare a zonzo italiano que invita a caminar sin dirección, ahora trasladado al videojuego. Por ahí podemos seguir avanzando, pero en mi deseo de leer críticamente Wandering Games no puedo evitar preguntarme si recurrir a la palabra inútil es algo que conviene abandonar. Entiendo que es algo que se dice desde la oposición al marco capitalista que alumbra este tipo de expresiones, pero cuando el juego —y el caminar— existen por y para sí mismos emergen situaciones que no es que sean diametralmente opuestas a la noción de utilidad, sino que la trascienden y se arrebujan en un lugar ajeno a ella. Dicho de otra manera, si una de las cuestiones que se derivan del wandering es la puesta en valor de lo improductivo, el lenguaje debería ser una avanzadilla. Porque se trata, como apuntaba más arriba, de identificar el vacío para luego llenarlo de nuevos valores y sentidos.
Cambiando de raíl, el foco de Kagen en el ángulo de género es la puesta en valor de la crítica con perspectiva queer a la búsqueda de una interseccionalidad que entrecruce sus puntos de fuga con las necesarias deconstrucciones del capitalismo, el colonialismo, el imperialismo y cualquier etceterismo que podamos identificar en nuestros videojuegos. Aquí los elementos centrales son la corporalidad y la identidad, y la interrogación que los alimenta tiene que ver con la presentación y la performatividad: «¿Qué significa ser un cuerpo atravesando un mundo de juego?». Depende, claro, de quién seas, porque «si tu cuerpo es normativo (blanco, cishetero, masculino, joven) es posible que no te pares a pensar mucho en ese cuerpo y en la manera en que el mundo reacciona en él». Y no hace falta irse a lugares muy (verdaderamente) periféricos para comprobar esto. Un ejemplo en positivo podría ser el reciente Pentiment, en el que hay una diferencia notable entre ser y jugar en su Tassing como Andreas y como Magdalene, por muchos motivos, pero sobre todo porque uno se identifica como hombre y la otra como mujer, y ello hace que el tratamiento, la reacción e incluso los temas de conversación que envuelven a ambos personajes varíen de forma notable. Y al otro lado, como ejemplos negativos, bastaría con invitar a reflexionar sobre si hay diferencia entre jugar a Mass Effect como capitán o como capitana Shepard, o si jugar con Alexios o con Kassandra ofrece dos Assassin’s Creed Odyssey honradamente diferenciables.
En lo que respecta al wandering como palanca anticolonialista, el foco de atención está en la violencia inherente a todo mundo vaciado. «Toda ausencia invoca causalidad», y aunque un arma en la mano es una herramienta de facilitación performativa y moral, su ausencia «no significa que no tengamos relación, beneficio o encaje en esa violencia pretérita» que hace de contexto en el típico Walking Simulator. No ir armadas es, muy a menudo, lo que nos otorga distancia y lo que aligera la culpa, pero ello no implica que seamos narrativa ni existencialmente ajenas a las premisas habitualmente violentas —más que nada porque se trata de complejizar la idea que manejamos de violencia—, ni que cualquier constructo espaciotemporal que habitamos desde el solipsismo y el soliloquio lúdico no sea, en el fondo, bastante conflictivo. Kagen, consciente de esta sombra, escribe que «la divergencia entre quien vaga, quien explora y quien conquista es muy difusa», ya que los huecos entre estas presencias a menudo acogen pequeños reductos ideológicos en los que se agarran microviolencias colonialistas irrigadas por lo noble, lo victorioso y lo supuestamente desinteresado. La ausencia de (otros) habitantes en un juego no infiere que el imaginario colonialista desaparezca, así que la idea en esta línea es intentar pensar nuestra relación con los territorios de juego desde la voluntad de abandonar los apriorismos imperialistas: qué veríamos si, por un instante, nos deshiciéramos de la pretensión de ocupar, influir y poseer los mundos posibles del videojuego. Qué pasaría si por una vez le diésemos voz a la ausencia.
Esta deconstrucción decolonialista está en boga y al lado del ejemplo principal de Kagen, el 80 Days de Inkle con Meghna Jayanth a la cabeza, podríamos poner JETT: The Far Shore y el oxímoron de su conquista no-colonialista del espacio sideral o Sable y su mundo abierto como territorio para la exploración y el ensayo identitario en el que jugar a crecer y madurar errando, para decidir, al final, cómo pertenecer a su paisaje, qué lugar ocupar entre su gente. Un Sable que, pese a que es ajeno a cualquier idea de muerte y se centra más en los significados posibles de una vida en perpetua (auto)construcción, también podría movilizarse dentro del texto de Kagen como un paradigma de la digresión, ese «mecanismo metafórico antiquísimo para eludir la Muerte» que, en el videojuego, ocurre simbólicamente cuando lo terminamos y los créditos nos anuncian que hemos llegado a un punto de salida y que, por tanto, nuestro ensayo de otredad llega a su fin. Kagen cita a Italo Calvino en esto de la digresión, escribiendo que «es una estrategia para aplazar el final, una multiplicación del tiempo a través del trabajo, una perpetua huida o evasión. ¿Evasión de qué? De la muerte, claro». Puede que aquí haya una clave, que jugar sea digredir la vida y el trabajo digredir la muerte, y que como esto segundo aterra mucho más, sea con ello que tan a menudo se trence el videojuego. Misiones secundarias, tareas de recolección, coleccionismo de tesoros, consumo de rincones, acopio de lore… Jugamos tantas veces en contra de la muerte, tan pocas en favor de la vida.
Esta ubicuidad de la muerte es todavía más notable, según Kagen, en el postapocalipsis, ya que la digresión como truco de inmortalidad ocurre en un mundo que ya ha muerto. Postapocalipsis hay muchos y todo el Walking Simulator es un catálogo de incursiones en el tiempo después del desastre, pero el círculo, aquí, se cierra con una muerte como vector reflexivo del wandering que vuelve a la cuestión del género, porque «a la masculinidad le ha pertenecido la tarea de crear cadáveres y a la feminidad el trabajo de sufrirlos y velarlos». El Walking Simulator, tan insidiosamente tildado de videojuego feminizado, nos sirve para penetrar en esta nueva división: «son juegos que se toman en serio el trabajo de velar y sufrir la muerte». Obras en las que la memoria se cultiva desde lo emocional y lo afectivo, y en las que jugar se abre al padecimiento de la soledad y la ausencia. En el giro del walking al wandering dejaríamos de ver el duelo como trabajo para empezar a considerarlo como juego. Y si esto sueña extraño, si cuesta concebir jugar a sufrir en cualquier contexto que no sea un “terror” explícito es, ni más ni menos, porque aún tenemos camino que andar.
Con los pilares levantados, el caminar como acto subversivo anticapitalista, antipatriarcal y antimilitar es una forma explícitamente politizada de ocupación de los mundos de videojuegos relacionada cultural e históricamente, como ya hemos visto, con las derivas situacionistas, pero también con sus antecedentes. Por las páginas de Wandering Games pasean el wanderer anglo-germánico y el flâneur francés —así como el espíritu de su figura críticamente opuesta, la flâneuse—, que se filtran con las miradas de autoras como Doreen Massey (lugar e identidad), Yi-Fu Tuan (lugar y pertenencia) o Gaston Bachelard (lugar y memoria). Wandering Games bebe implícitamente de todo lo que Careri cuenta en Walkscapes, pero va más allá, o según se vea viene más acá, acercándose a esos tiempos más recientes en los que caminar fue una herramienta de protesta y revolución: Ghandi, King Jr., Mandela. Así, Kagen se pregunta el cómo, pero sobre todo el qué performa el caminar y las maneras en que andar cose un espacio, hila ficción, teje historias y pavimenta futuros.
Formalmente, esta doble pregunta desemboca en una también doble consideración por la deriva narrativa: están los relatos que van una errancia, como Journey y los relatos que yerran, como Promesa. La oportunidad que brinda la cibertextualidad videolúdica es la de hacer coincidir lo formal y lo narrativo en un «caminar un texto» que solape los juegos que van sobre caminar con caminar en juegos. Esto segundo es justo lo que Kagen desarrolla a lo largo del libro, como decía más arriba, a través de un puñado de casos de estudio que cubren un amplio espectro de esta división fundamental para una teoría del juego errabundante. Lo que tenemos que extraer transversalmente de ellos es un wandering como instrumento de análisis y crítica, aunque esto pueda llevar a ciertos callejones de salida complicada, especialmente cuando Kagen entra en el AAA y lo de caminar se siente como una impostación, más un deseo que una posibilidad. Luego miraremos esto de cerca, pero como resumen: una errabundancia que sirva para hurgar en lo que algunos juegos proponen como un caminar y para andar por juegos que no den importancia a este gesto, o que incluso lo nieguen. Y entre una y otra cosa, conformar el wandering como una incitación a la práctica del hacer-nada —sin un no-, importante— en la que enhebrar nuevos existencialismos videolúdicos. Ser en y ser con el videojuego.
Comprimiendo todos estos párrafos y resumiendo el paisaje de juego que abre Wandering Games, el libro mapea y estudia el legado del Walking Simulator en un marco de preocupaciones socioculturales mayores que las que están encastradas en su origen y en sus primeros años de rechazo. Kagen no quiere acotar un tipo de obra concreta —que podría hacerse, pero creo que tendría una utilidad bastante limitada—, sino comunicar la importancia del wandering en todos los juegos y perfilar una inercia crítica que, a futuro, pueda ser estudiada como estética, como arte, como narrativa, como diseño, como play o como lo que se nos ocurra. Esto, al menos, en la escala grande de sus ambiciones, porque entre ello hay también el reconocimiento de que el wandering puede calmar un dolor muy de nuestro aquí y nuestro ahora: «queremos parar, pero no podemos simplemente para», y la errancia, por contradictorio que pueda sonar, es una detención, una pausa sobre los ritmos y las direcciones impuestas con la que salir brevemente de la realidad capitalista (o del realismo capitalista, si nos ponemos en plan Mark Fisher) y vislumbrar, así, el juego alternativo, aquel juego otro, un juego bueno. Un hilo con el que coser la herida.
El juego de estar ahí
Pese a que el énfasis principal del Wandering Game esté en la construcción y la ocupación del espacio videolúdico, la teoría de Kagen también abraza la necesidad de una temporalidad radicalmente alternativa para el desarrollo pleno de la deriva virtual. Aquí podríamos hacer un desvío por la filosofía del instante de Luciano Concheiro, que hacia el final de su Contra el tiempo (2016) se gira sobre las fotografías que lo ilustran, catalogándolas de «simulacro inmóvil de un instante». Para aclarar qué significa esto, Concheiro cita al autor de esas mismas imágenes, Gabriel Orozco, quien escribe: «La fotografía mata, diseca. Aparenta poesía. la peor de las ilusiones, legitimada por nuestra ceguera y nuestra ansia posesiva. La fotografía no es un arte. Es un arte caminar y saber ver lo que sucede. Caminar y observar: la fotografía es solo el registro de ese arte, el arte de la presencia. Caminar, ver y presentarse. El arte de estar ahí y percibir lo que sucede. El arte de descubrir. El arte de esperar que las cosas se revelen. De esperar que el tiempo se detenga». Al lado de la crítica a la fotografía, que escapa al ámbito y la capacidad de atención de este texto, la noción de un arte de estar ahí es algo que podemos traernos a esta crítica del wandering, de camino hacia cualquier propuesta que podamos enarbolar no ya hacia el futuro del videojuego, sino contra su presente. Contra su tiempo.
De ahí que sea tan importante que Kagen desarrolle su teoría del wandering a través de juegos que no vayan necesariamente sobre errar y que estén en algún punto intermedio entre la trampa de la explotación y el placer de la circulación, para no dejar apriorísticamente nada ni nadie fuera de su abrazo. El funambulismo entre juego y trabajo marca transversalmente toda la lectura, aunque de capítulo en capítulo la autora cambie el eje por el que se balancea, saltando entre los que mencionaba unos párrafos arriba: género, colonialismo, muerte. The Return of the Obra Dinn abre la veda, un epítome reciente de juego sobre trabajar y de trabajo imaginado como juego, a partir del cual Kagen moldea el concepto de «aventura archival». Mirado con los ojos de la autora, el título de Lucas Pope nos pone en «una posición de omnisciencia suprema y agencia limitada» en la que la muerte nos precede y nuestro trabajo —nuestro juego— es observar su rastro y reconstruir la vida que le precedió. Nunca llegamos a recomponer el puzle, ya que solo tenemos unos pocos retales del tejido de afectos y desencuentros de los fantasmas del Obra Dinn, pero esto es secundario, porque « quienes hacemos el trabajo de lamentar. De ser testigos». Jugamos ese lamento —jugamos a llorar, según se quiera traducir—, pero lo hacemos bajo el velo de perversidad capitalista que supone nuestra identidad de perito de seguros cuyos informes servirán para tasar las vidas perdidas. La devastación, como tantas cosas en este texto, es doble: está en lo que hacemos y en lo que representamos. La violencia visible de los huesos apilados por los rincones del Obra Dinn parece poca cosa frente a la violencia sistémica implícita en nuestro trabajo.
Por ahí sigue cuando pasa a Eastshade y su «fantasía de velo escapista respecto a la precariedad inherente a las prácticas artísticas, culturales y humanistas de la realidad tardocapitalistas», argumentando que este título sobre ser une pintore atravesando un paisaje bucólico se basa en una concepción de la errancia como lujo estético. A través de la pausa y de la parsimonia Eastshade intenta proponer un juego con lo sublime, que Kagen define como «esa excitación que ocurre cuando encontramos algo sorprendente que amenaza con cambiarnos en un sentido existencial», pero la cosa se complica cuando nos damos cuenta de que su territorio opera como una «pastoral idílica y preindustrial» que «desdibuja toda jerarquía de clase a base de fantasear con un mundo sin pobreza ni precariedad reales, es decir, sin consecuencias para la vida y la integridad del cuerpo y el espíritu». Dicho de otra manera, Eastshade es no-violento porque saca la violencia de la ecuación de su todo, pero contra trampas como esta Kagen ofrece un «realismo poético» que ponga en valor las maravillas de lo pequeño, elevándolas al grado de lo sublime, es decir, que la «suma de momentos buenos, recopilados con cariño y con una minuciosidad existencial» pase a ser lo que albergue no ya la amenaza, sino la promesa de cambiarnos. Aprender a caminar es también aprender a fijarnos en todos estos cepos discursivos bajo la apariencia pacífica de muchos videojuegos. Darnos cuenta.
Toda la idea del wandering videolúdico está atravesada por esta amenaza que puede ser promesa, porque de entregarnos a ella, de abrazar la errabundancia como práctica crítica y arte de una presencia lúdica, lo que estaría en entredicho sería lo que somos como jugadora y lo que entendemos por jugar. Ese es el riesgo de atrevernos a solo estar ahí, a detenernos para que lo otro ocurra y así, luego, caminar su alteridad con sus pies, mirar con sus ojos, existir con su cuerpo. Los siguientes análisis de Kagen serpentean por lo que implica y significa este poner el cuerpo —robándole la expresión a Marina Garcés— en obras que proponen jugar con y desde el trauma, las tradiciones colonialistas y los legados imperialistas. Con Ritual of the Moon y su «pérdida de agencia espacial» la fantasía de fisicalidad capacitista de genealogía masculina vira hacia una imaginación de vulnerabilidad no-normativa de ascendencia feminizada y queer. La vilipendiada feminización del Walking Simulator se positiviza desde el reconocimiento de que el juego considerado femenino —el female gaming— «se ha ido asociando cada vez más con el tiempo en vez de con el espacio», y por ello lo duracional, lo cíclico y lo ritualístico pueden ser buenas direcciones en las que explorar temporalidades no-crononormativas. Volviendo sobre la dupla Concheiro-Orozco, esto conecta con aquello de esperar que el tiempo se pare: no todo el tiempo, sino el que nos ha sido impuesto. Ahí radica, a fin de cuentas, la filosofía del instante del primero, que en los juegos y espaciotiempos de autoras como Valerie Dusk, Kara Stone o Kitty Horrorshow se puede experimentar en carne propia. Un descarrilamiento infinitesimal de la locomotora tardocapitalista que nos permite asomarnos a ese mundo tan difícil de concebir que está más allá de lo que el ojo del mercado cubre con su pupila de sangre y fuego, que todo lo ve porque solo lo que ve conforma el todo.
Siguiendo corriente abajo por las páginas de Wandering Games, Kagen cambia de perspectiva con 80 Days y Heaven’s Vault y explora el juego de la presencia desde la percepción de esas otras personas que coexisten en nuestros juegos. La aventura, constructo literario colonialista donde los haya, se repiensa en estos dos títulos de Inkle mediante dos estrategias de deconstrucción protagónica: en el caso de 80 Days se descentraliza a la jugadora, convirtiéndola en alguien que solo está de paso por cada parada de su vuelta al mundo y es vista continuamente como una entidad ajena y disruptiva; en el de Heaven’s Vault se vuelve a poner en el centro, pero su centralidad se torna compleja y problemática, un lugar simbólico en el que lo invasor y lo invadido chocan y conforman identidades difusas. El Passepartout de 80 Days atraviesa el planeta sin vocación de explorar, explotar, expandir o exterminar, y por si acaso se le olvidase en algún momento ese mismo mundo no deja nunca de recordarle que tanto él como Phileas Fogg suponen una presencia amenazante, siempre más cerca de quien divide el mundo y se queda con sus mejores partes. La Aliya Heaven’s Vault, nacida entre los indígenas de la Nébula por la que viaja y criada y educada por la civilización que la domina, es incapaz de hallar una pertenencia plena en su cosmos, pero es también gracias a ello que puede escapar a la Historia y escribir un nuevo pasado sobre el que cimentar un futuro de liberación colectiva. Entre uno y otra, lo más relevante, al menos desde mi interpretación, es que aquí los juegos no nos ponen a fantasear sus respectivas realidades posibles, sino que nos subordinan a ellas. De la fantasía a la imaginación: ya no cómo el mundo encaja en nuestras intenciones, sino cómo nuestras intenciones raspan los costados de esos mundos.
Yendo y viniendo entre 80 Days y Heaven’s Vault algo que queda lejos de toda duda es que muchas de las dinámicas contra las que se puede enarbolar el errabundeo, todos los marcos de violencia, misoginia y colonialismo que encierran el videojuego, pueden subvertirse, escribe Kagen, por diseño. Para ello se requiere cierta conciencia, un esfuerzo proactivo que primero identifique lo normativo para después posicionarse respecto a ello y, tal y como intenta Wandering Games, arrojar algo de luz sobre sus sombras. Al pasar por estas dos obras de Inkle la intención de superar el paradigma del Walking Simulator se vuelve tangible, primero porque ni 80 Days ni Heaven’s Vault cumplen con la mayoría de requisitos del típico simulador de caminar —primera persona, soledad, soliloquio, preponderancia de la muerte, silencio mecánico—, y después porque son parapetos ejemplares desde los que hacer crítica a base de un caminar real, no uno simulado. Igual que Careri dice en Walkscapes que hay una arquitectura que construye lo físico y otra que actúa sobre lo simbólico, trabajar sobre el texto de Kagen implica tener en mente una división similar en lo que respecta a la jugadora que camina. «La errancia es un vagabundeo con un propósito superior», cita Kagen de Irene Fubara-Manuel, del que brota «un ser que se manifiesta no como una esencia, sino como un meandro». Y quizás haya aquí una bonita definición de jugar: surcar los afluentes del mundo.
Al fin y al cabo, una de las cosas que Kagen escribe sobre Heaven’s Vault, aquello de que «ofrece a la jugadora un espacio a través del cual pensar» es extrapolable a todo lo que la teoría del wandering parece querer componer. Un pensamiento que ocurre, hay que subrayarlo, a través del movimiento, mientras atravesamos el mundo y, dialógicamente, nos dejamos atravesar por él. Por esto, el wandering es también asimilable como una crítica a la linealidad, al trazado de caminos rectos y claros a lo largo y ancho de territorios conquistables: la línea es hegemonía, una imposición del relato cerrado y blindado que nos aliena de lo que somos mientras jugamos, y la errabundancia —como disfrute y como crítica— nos invita sencillamente a mirar hacia los lados. A coger distancia y altura, a hacer zoom out, a ver como los senderos se bifurcan en el jardín hipertextual de los juegos buenos, los que hacen que jugar merezca la pena. Ser meandro es ir descubriéndonos mientras fluimos, de recodo en recodo, de salto en salto, con la incertidumbre de no saber adónde nos dirigimos pero con la certeza de que vamos a alguna parte. Y una vez allí, se es lo que se ha sido a lo largo del recorrido, como nos enseñaron Kentucky Route Zero, Mutazione y Night in the Woods. Creo que a eso apela Kagen cuando escribe que la digresión conduce a una «poética de la esperanza y del futurismo radical»: la Historia se sale de sus ejes y quedamos libres para inventar. Para inventarnos.
Es cerca del final, cuando Kagen encara el AAA y se dedica a observar Death Stranding y The Last of Us Part II bajo la lupa del errabundeo, que el wandering se topa, creo, con su prueba más dura. Por un lado, la inevitabilidad de este tipo de juegos monumentales hace que cualquier metodología crítica tenga que decidir, antes que nada, si atiende o no a esta esfera —y por lo que a mí respecta, podría argumentar ambas posturas—. Por otro, y aunque esto sea una generalización discutible, errabundear por un AAA va a ser siempre, en mayor o menor medida, jugar a la contra de la obra. En este punto diría que quizá TLOU2 y Death Stranding son demasiado diferentes como para enhebrar una comparación de amplio espectro desde la postulación de la errabundancia, pero el común denominador de sus territorialidades, lo que Kagen acuña como «pastoral postapocalíptica» es tan ubicuo hoy día que tal vez dé igual que dos AAA pongamos sobre la mesa. Escribe la autora: «errar a través de la pastoral postapocalíptica digital es un peregrinaje hacia lo inefable. No es una respuesta, sino un inicio —un paso positivo literal que existe semisecretamente en los mundos abiertos del AAA, escondida bajo la fuerza y la furia convencional de las mecánicas de acción y aventuras», y no puedo evitar dudar si el esfuerzo de ignorar lo muy poco errabundantes que suelen ser estos títulos merece la pena. Con Death Stranding diría que sí porque se juega caminando —no tengo muy claro si errando—, pero juegos como TLOU2, absolutamente lineales y secuestrados por una narración única irrenunciable son, desde mi postura crítica, lo contrario a la errabundancia. Implementar el wandering como herramienta crítica también es reconocer dónde tiene sus límites, qué está más allá de su capacidad de resignificación, y yo, por mi parte, tengo más ganas de pensar, por ejemplo, los cinco minutos —o menos— de vida que da Orchids to Dusk para vagar, resistiéndonos o entregarnos a su muerte inminente, o la oscura mitología de Year Walk entre cuyo folklore habitan secretos innombrables, o, conectando con el último texto de mi compañero Tomás, cómo caminar en Paradise Killer es una traslación física de la presencia detectivesca en las clásicas novelas de asesinatos.
Y, aun así, la mejor forma que veo de aceptar este dilema, de conversar —de vivir— adueñándonos de nuestras atenciones, está justo en el cierre del libro. Kagen se trae unas palabras de Garnette Cadogan que hablan de una suerte de teología de la errancia: «caminar es un acto de fe, la interrupción de una caída. Vemos, escuchamos, hablamos y confiamos en que cada paso que damos no será el último, sino que nos llevarán a un mejor entendimiento del mundo y de nosotras mismas». Esta fe, cuando es juego, creo que invoca la esperanza de un arraigo. Por eso la errabundancia es, sumando a Careri, a Kagen, a Concheiro y a todas las voces que se arrejuntan en Wandering Games, el juego de estar ahí. Y por eso es tan importante decidir dónde se quiere estar. Cómo. Cuándo. Con quién.
La Virtual Errabundista
Quiero cerrar subrayando que el wandering de Kagen es, al final del día y del texto, una propuesta de práctica habitacional y estética, un método para jugar, pensar, habitar y compartir videojuegos. Cuando Careri termina su Walkscapes escribe que nuestro presente es una mezcla del espacio del andar con el espacio del estar, una interdependencia entre los espacios donde hacemos mundo y los viajes en los que descubrimos que ese mismo mundo que vamos haciendo siempre tiene caras ocultas, periferias, alternativas, y que por tanto la única seguridad es el movimiento perpetuo, la metamorfosis infinita. Wandering Games impulsa a abrazar ese cambio como posibilidad para una crítica contemporánea que actúe como una implosión en cadena: transformarnos a nosotras mismas, primero, luego los juegos, después el mundo.
De entre los caminos posibles por los que Kagen dice que podría continuarse a trabajar la teoría del wandering, las conclusiones del libro especifican un par: analizar otros trabajos bajo esta idea o interrogar una mecánica nuclear transversal a varios juegos. Es decir, tomarle el guante discursivo o el formal, seguir caminando para ver qué se nos ocurre o atender a otros movimientos que nos lleven a nuevas teorías del jugar. Para lo primero, propone Kagen, —«el wandering sería un elemento de un juego que dice algo importante sobre el corazón humano, en el que cambiar las consideraciones pasadas del movimiento por el mundo como una forma práctica de exponernos a los aspectos más espectaculares de la jugabilidad». Sobre lo segundo, extiende, otras mecánicas ubicuas como saltar, disparar o comer podrían utilizarse como eje de interrogación. Es importante, eso sí, que sea lo que sea lo que optemos por hacer lo llevemos a cabo desde el convencimiento de que el wandering no apunta a un género, sino a la irrelevancia actual de este concepto, por cómo «ha limitado tradicionalmente las maneras en que conversamos intelectualmente con el medio, impidiendo el crecimiento de una categorización más humanística». Sobre esto último, mi aporte sería: o incluso abandonar cualquier categorización como tal. Preocuparnos solo por ser a cada juego más humanas.
«Errabundear nos da la oportunidad de caminar nuestro camino imperfecto hacia la trascendencia», termina Kagen. Es una discusión, una postura a la contra, un reconocimiento de que estar mejor nunca es suficiente, que mientras no lleguemos al estar bien la caminata, como la lucha, sigue. Y esta trascendencia, al igual que toda la noción del wandering y sus derivas a través del género, la Historia, el trabajo y la muerte, solo puede consolidarse verdaderamente como una crítica efectiva si también es afectiva, si la hacemos juntas, acompañadas, continuadas. En esto los situacionistas acertaron de pleno cuando manifestaron que errar es cosa de grupo, y justo por eso errabundear tiene tanta potencialidad para trascender el circuito actual del videojuego y sus trincheras para dejarnos ver qué hay más allá de la seguridad de nuestros convencimientos. Ese es, para mí, el deseo que queda tras la lectura: imaginar, primero, una Virtual Errabundante que salga a caminar el videojuego, y que luego se reúna para contarse qué encontró, qué y quién había allá, donde nadie hasta ahora había llegado. El primer paso es fácil, solo hace falta empezar a caminar, hacer acto de presencia. Lo demás irá llegando. Todo se andará.