He pasado por un montón de videojuegos en los que apenas era un dedo. En ellos mi cuerpo físico, desde las uñas de los pies hasta la coleta que me sujeta el pelo, rematado en esos momentos por un mando sin cables, en un botón X o Y, se compactaba en un dedo virtual. En la mayoría de esos casos, ese dedo descansaba sobre un gatillo, sobre el mango de una espada, sobre ese interruptor que conecta con el núcleo del mundo y es capaz de provocar o evitar su destrucción. Solo importaba ese dedo, a menudo tan cerca de un arma y tan lejos del resto de su cuerpo, de unos ojos, de unos pies, de unos oídos capaces de escuchar lo que los lugares imaginados habrían podido contarme.
Cuando llegué a The MISSING iba un poco con la guardia subida. Quizá fuera por deformación profesional, puede que por una mezcla de estar quemado y ser un cínico, o incluso por ser incapaz, todavía, de ver más allá de mis propios prejuicios. La idea de otro juego de scroll lateral al que se le aplica un barniz de historia me hacia pensar en mi dedo. Y durante unos minutos este parecía ser el caso: Jackie y Emily habían llegado a la Isla de los recuerdos, había caído la noche y la segunda había desaparecido; me tocaba ser el dedo que guiase a la primera, el que apuntase en una dirección, el que la hiciera saltar o agacharse, el que no sería capaz de cambiar nada.
Pero tras unos minutos, Jackie iba a morir. El campamento del que había partido, donde las dos chicas habían pasado la noche al calor de la conversación y a la luz del fuego, aún se veía a lo lejos. Era imposible saber, aún, qué clase de lugar era esa Isla de la memoria, aunque los carteles daban alguna pista: cuidado, esta es una zona peligrosa. Subimos a un terraplén y bajamos a un inmenso campo de flores sobre el que reinaba una central eléctrica cubierta de rayos y truenos y mucha lluvia. Y un relámpago partió en dos a Jackie. Y ella gritó, y yo grité con ella y hubo fuego y contorsiones y gritos y un doctor con cabeza de ciervo y ardillas y conejos. Y lo sé ahora, que ha pasado algo de tiempo: había dejado de llover.
Envuelto en llamas pulsé Y para Urgh; el cuerpo de Jackie se retorció y crujió, prácticamente destruido. Volví a pulsar para E…Emily; la chica intentó ponerse en pie sin éxito, pero al menos se apagó el fuego. Una última pulsación, esta vez en forma de decisión, de puño apretado y diente rechinando, para No puedo morir aquí. Y nos pusimos en pie. Juntos, volvimos a caminar. Jackie lloraba a moco tendido y yo seguía sin entender qué lugar era aquel ni qué estaba pasando, pero más allá del rayo, del fuego y del llanto nos encontramos para seguir avanzando. Hasta que volvimos a morir.
Esta segunda vez me sorprendió aún más. Chocamos con un muro de estacas y alambre de espino que desmembró a Jackie y lanzó sus partes en todas direcciones. Sangre y más gritos en su lado, y yo siguiendo sin comprender nada. Solo quedó la cabeza, pero podía moverse, podía saltar, podíamos seguir avanzando como si nada. O podía volver a pulsar Y para recomponer a Jackie y recuperar su cuerpo.
Este fue la primera señal que convirtió mi curiosidad en atención. La muerte, ese elemento tan básico de un plataformas en dos dimensiones, no aparecía en The MISSING como una interrupción, como un marcador de progreso, sino que se sentía como el progreso en sí mismo. Por pura coincidencia, al tiempo que jugaba a The MISSING de día, pasaba las noches intentando alcanzar el pico de Celeste. Salvando las diferencias entre ellas, en ambas obras no paraba de morir, pero mientras que en Celeste cada caída era la referencia a batir, la mecanización de mis —nuestros, de Madeline y míos— errores devolvía un mensaje muy concreto y contundente: la montaña, las dudas, los dientes apretados y la superación.
Cada vez que Madeleine y yo fallábamos, había luces y sonido y una vuelta al punto de partida; el cuerpo troceado de Jackie permanecía en pantalla, repartido por el suelo cubierto de sangre. Si me quedaba sin un pie podía ir a la pata coja, si me seccionaba las dos piernas podía arrastrarme, e incluso si perdía todo el cuerpo de cuello para abajo podía rodar con la cabeza y seguir hacia adelante. El contraste de fondo era, eso sí, extraño: el mundo de juego no paraba de mutilarme, pero parecía estar construido para ello.
The MISSING hace de esta agresión su mecánica, algo tan ambicioso como complejo, pues su discurso puede ser conflictivo: el sufrimiento de Jackie es el que construye tanto la estructura como nuestro ascenso. Para prosperar, unas veces tuvimos que usar un brazo o una pierna perdidos a modo de objeto arrojadizo o contrapeso; otras, la propia piel se convirtió en antorcha o vehículo para un fuego con el que quemar barreras de espino; y hubo alguna ocasión en que chocamos con objetos masivos que nos partieron el cuello y volvieron el mundo del revés, con un chasquido horrible, tras lo cual arriba fue abajo, abajo fue arriba y todo adquirió una nueva perspectiva.
Marchar a base de heridas mortales —que no lo son— es algo sobre lo que solo puedo tejer una lectura muy personal. Hay un secreto detrás de todo esto, una revelación que teje el camino y el discurso y lo ata a los motivos por los que Jackie está en esta isla que se dice lugar de recuerdo, pero parece el territorio del olvido. Hidetaka Suehiro, o Swery, o Swery65, junto a su equipo, construye una historia que engaña, que parece ser una ida por aquello de empezar en una orilla a la izquierda y avanzar siempre hacia la derecha tras los pasos de Emily, pero que en realidad es una vuelta. Casi lo siento como una disección, un reencuentro progresivo con la capacidad de expresar con palabras lo que Jackie, en el punto final de la aventura, que circularmente es el inicial, solo puede decir abriendo una brecha en su propia carne. Una en la que meter el dedo hasta el fondo.
Hace unos días pasaba por el reciente 11:45 A Vivid Life de Deconstructeam, que propone algo parecido, aunque de manera más literal. La chica protagonista —en todos estos ejemplos son, siempre, mujeres, me doy cuenta ahora— no reconoce su cuerpo como propio y decide escarbar por debajo de la piel para investigarse a sí misma. Hurgando por todas partes descubre un montón de objetos extraños, partes de su esqueleto acopladas quirúrgicamente e incluso piezas de tecnología y control. Uniendo los fragmentos intenta montar una historia sobre sí misma y lo que termina por ser depende de la interpretación de quien juegue.
Esta expresividad del cuerpo me hizo, a su vez, volver a dos obras de mi pasado. Pensé mucho en el Ser y no ser: un cuerpo de Santiago Alba Rico, ese relato sobre cómo todos huimos de nuestra propia piel en un intento de no ser solo humanos, solo personas, solo una ficha encajada en un discurso que nos supera. En una página a mitad de libro, Alba Rico habla del dolor y de la vergüenza. Del primero dice que demanda explicación, que si lo pasamos bien no reflexionamos por qué, pero si lo pasamos mal todo son preguntas lanzadas a un aire que no responde. De la segunda comenta que es también una caída, pero respecto a los demás, que surge cuando somos demasiado sociables y nos exponemos excesivamente a la mirada del público. El dolor vuelve el cuerpo un objeto, la vergüenza lo desnuda.
La otra obra es un videoclip de Sia. The Greatest homenajea la masacre del Pulse en el Orlando de 2016 y sus cuarenta y nueve muertos. El video comienza con una masa de cuerpos que despierta entre espasmos, guiados por el increíble movimiento de Maddie Ziegler. Están todos en una celda, de la que Maddie los libera con un patadón a la puerta, y una vez fuera bailan, hacen muecas, saltan, se miran a la cara, corren y gritan, y dan vueltas y vueltas de regreso a ese punto final que, como en The MISSING, también es un inicio. Allí botan y sacan la lengua; se divierten. Hasta que se desploman y vuelven a ser solo cuerpos.
En la coreografía de los chicos y chicas de The Greatest hay dolor y vergüenza. Dolor por verse libres en sus contorsiones, en su absoluta corporalidad bajo las luces y el humo de discoteca, por ese momento en que simplemente bailaban y no pensaban por qué y verse, de repente y a tiros, obligados a pensarlo. Vergüenza porque ellos son incapaces de volver de la demasiada exposición, porque al final solo les espera esa masa en que los convirtió una mirada externa y tan alejada que, incapaz de pensarlos, decidió destruirles.
La enorme potencia de este tipo de trabajos es, para mí, la capacidad que tiene para hacer caer en cuerpo ajeno, por imposible que esto pueda parecer sobre el mismo papel en que yo lo he leído antes y ahora lo escribo. Y es que el acontecimiento que pone en marcha The MISSING es uno que hay que vivir para poder contarlo. Desde fuera solo podemos escuchar, solo podemos mirar, hacer el esfuerzo por entender aún sabiendo que nunca lo lograremos por estar limitados a los confines de nuestra propia piel.
Les voy a contar el secreto: Jackie cae sobre su propio cuerpo porque lleva toda la vida intentando huir de él. Cuando lo comencé a intuir, los auténticos colores de la Isla de los recuerdos empezaron a emerger, pero cuando la verdad se hizo explícita, estallaron. Las cinco o seis horas de juego son, en realidad, una dilatada foto finish del colapso. No es la primera que contemplo: Hellblade es el regreso de Senua a su cuerpo simbólico, Localhost es una lucha por la idea misma de cuerpo y el de Conway, en Kentucky Route Zero, se pela progresivamente hasta ser solo huesos brillantes en una despedida que dura, a día de hoy, cuatro actos y cientos de kilómetros de tierra y asfalto e hitos extraños. Pero vuelvo a aquel dedo del inicio, y por algún motivo siento que esta vez la distancia entre mi cuerpo y el de Jackie es lo suficientemente corta como para fingir que casi siento que su caída es la mía.
The MISSING gira así sobre una pregunta que parece sencilla, pero nada más lejos de la realidad. ¿Es esto vivir? Existir en eterna huida, siempre escondida para que las miradas y las palabras de fuera, esas que construyen vergüenza y se sienten como hojas afiladísimas, como fuegos inapagables, con el cuello roto por las enormes piedras que le lanzan cada día su madre, sus amigos, sus compañeros. Gentes con las que comparte mundo pero que no aceptan su existencia. ¿Es esto? No. Lo dijo Gray Fox en su propia despedida cuando aquel viejo Metal Gear Solid se acababa, también desde un cuerpo que no era suyo, que le dolía y avergonzaba: eso es ser una sombra eterna en un mundo de luces.
Con todo, tampoco tengo muy claro si la idea que leo al final de The MISSING es algo que quiero aceptar. Tal y como dije antes, avanzar por el juego implica sufrir decenas de dolores diferentes, pero a veces hay que recurrir a la automutilación para ello. En un contexto en que, como jugador y como Jackie, como yo, como ella y como nosotros, no tengo control sobre como transcurre esta historia, lo comprendo, pero lo de aceptar el dolor es algo en lo que creí durante un tiempo, hasta que un día perdí la fe por completo. Porque en el fondo de todo el relato, más allá de los símbolos y del cuento como narración de una vuelta, Jackie tiene mucha suerte de poder regresar. A diferencia de los cuarenta y nueve del Pulse, que su muerte no la mate es, a fin de cuentas, una enorme fortuna.
Entonces, la duda con la que me deja The MISSING es si este es un viaje de cambio o todo lo contrario. A su vuelta, el mundo sigue siendo el que es, el dolor no va a desaparecer, así que cuando una voz le dice a Jackie que lo acepte, que lo integre, y que ya no hará que su cuerpo salte en pedazos, no sé si le está mintiendo. Podemos echar un breve vistazo a su vida después de todo esto: sigue comiendo donuts, sigue escribiendo trabajos para la universidad y sale de vez en cuando a comprar ropa con Emily. Es, por fin, Jackie, aun cuando nunca había dejado de serlo.
Y si lo pienso, diría que todas estas preguntas que me hago son, precisamente, eco de esa condición externa de la que hablaba. Es como un desdoble: siento esta historia como algo que tocar como propio, pero es inevitablemente de otra. Solo puedo alegrarme por haber podido acercarme tanto a Jackie que casi pude tocarla, que casi fui ella, y su dedo fue mi dedo, y sus piernas mis piernas, y su cuerpo en llamas mi cuerpo en llamas. Estábamos separados, pero continuados, y casi siento que esto podría ser una buena definición de videojuego: continuarse en otro cuerpo, en otra vida, en otras fuerzas que tiran y estiran, que rajan y queman, que aplastan y liberan, y sentirse yo en el otro, para poder, a la vuelta, sentir el otro en el yo.
En mis notas tengo escrito que soy Jackie, pero sé que me equivoqué. También apunté que la Jackie que vuelve es otra Jackie, y creo que también fallé, porque solo miraba. Solo veía un cuerpo crujir, sangrar, chocar blando contra un mundo engañosamente vacío, pero lo hice porque esta vez fui yo quien me pensé a mí mismo como un dedo que apretaba botones y arañaba la superficie de toda esta locura que terminó por ser The MISSING.
El error no duró mucho ya que, en su reducidísima distancia, en su absoluta intimidad, vi, no sé si por primera vez, pero con toda contundencia, que puede que vivir no sea hacer lo posible por evitar chocarse, sino bajar al mundo, caer en el cuerpo y batirse el cuero con la realidad. Y allí continuarse, implicarse, sentirse propio y ajeno, pensarse y pensar al otro. Cambiar de piel cien veces, golpear y ser golpeado y golpearse.