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Localhost
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Localhost y la humanidad fingida

Tras innumerables jornadas de viaje y travesía por todo Cyrodiil, por fin estás de vuelta a la gran ciudad. Mientras te acercas a la enorme puerta de acero que te separa de un baño caliente, una jarra de hidromiel espumoso y un banquete digno del mismísimo Uriel Septim VII, escuchas el rumor de una trifulca escapando de entre las pesadas hojas. Al cruzar el umbral te encuentras el percal: dos miembros de la guardia imperial están luchando en medio de la calle. El sonido del choque de sus aceros se mezcla con los improperios que se sueltan mecánicamente. Poco a poco van llegando más guardias, con la misma indumentaria e idéntica sed de sangre, hasta que la pelea se convierte en un torbellino de incontables armaduras rebotando entre sí. El último en apuntarse a la fiesta ni siquiera tiene espada, pero se lanza a la melé sin pensárselo dos veces, con los puños por delante. No parece haber bandos, solo locura. «¿Se supone que debería estar impresionado?, grita uno; «¡Muéstrame lo que sabes hacer!», gruñe otro; «Dicen que el sindicato de hechiceros ha liderado un boicot a los productos imperiales en las tierras de Altmer», comenta una pareja que pasa de todo a apenas unos metros de la contienda.; «¡Por qué no te mueres!», se desespera un tercer guardia. La lucha termina de repente, saldándose, tristemente, con la vida de tres de los soldados. Los supervivientes se van caminando de vuelta a sus puestos, como si nada; salvo uno, que a medio camino se gira y vuelve a uno de los cadáveres. «Todavía está caliente», murmura al tocarlo, «parece que hay un asesino suelto».

The Elder Scrolls IV: Oblivion es un título recordado por muchos motivos: su inmensa geografía, su historia épica y llena de giros, su jugabilidad libre y emergente y una sensación de mundo revolucionaria para su época. Todo junto componía el título más inmersivo que se había visto hasta la fecha, en el que bastaban unos pocos minutos de juego para dejarse llevar, de aventura en aventura, región tras región, partida a partida.

Hasta que te cruzabas con algún NPC y la ilusión se desvanecía como el humo de una pipa de skooma: imperiales que te gritaban que dejaras de hablar antes de abrir la boca, argonianos que corrían en círculos al grito de «mimimimi», piratas que conversaban sobre el cadáver de su capitán como quien ve llover, o alguna pareja dándose los buenos días y mandándose al carajo continua e incansablemente. Los de Todd Howard habían construido un precioso diorama de fantasía y magia, pero ni uno solo de sus habitantes parecía mínimamente humano. A Cyrodiil le faltaba esa vida de la que hablaban sus leyendas.

Aunque momentos como los citados sean algo muy típico de los títulos de Bethesda, no es nada difícil encontrar casos similares en cientos de juegos, tanto más graves cuanto más ambiciosa sea la simulación a la que aspiran. En el lado contrario, el de los buenos ejemplos, la cosa tampoco se antoja mucho mejor, y es que las obras que son recordadas a día de hoy por tener una inteligencia artificial notable la han implementado, principalmente, por dos motivos: o bien para matarte con mayor eficacia, como en F.E.A.R o The Last of Us, o bien para que el acompañante de turno estorbe lo menos posible, como Elizabeth en Bioshock Infinite. Aun en estos juegos, los NPC acaban resultando mucho más artificiales que inteligentes, más un elemento mecánico que narrativo, y la consecuencia de ello es la concepción de universos egocéntricos en los que el jugador es el rey y el resto de habitantes bailan para él. El gran desafío sigue siendo hacer que estos personajes parezcan personas, y esta es precisamente la premisa de uno de los juegos más interesantes que pueden encontrarse en itch.io, esa cueva de las maravillas de lo indie.

Localhost comienza en su página de descarga. En un futuro cercano a la singularidad y en plena gobernanza de las máquinas, Aether Interactive te da la bienvenida a tu primer día de trabajo. Tu primera tarea es bien sencilla: basta con que formatees unos discos duros para su reutilización. Debes hacerlo, se especifica, sin hacer preguntas e ignorando las almas que albergan los soportes, pues los sintéticos harán todo lo posible por parecer humanos; así fueron diseñados, literal y figurativamente. A partir de ahí, la mecánica del juego es, en apariencia, bastante simple: tienes cuatro discos y los restos de Local, una robot humanoide, como matriz en la que introducirlos para poder conversar con ellos con el fin de que accedan a desbloquearse y proceder a borrarlos. Digo en apariencia, porque tras unas pocas líneas de diálogo la dinámica deriva en un tira y afloja entre los intentos de las IA por demostrarse conscientes y las dudas en torno a qué narices significa, en primer lugar, ser persona. La pregunta que surge es, entonces, ¿cómo consigue Localhost, un proyecto con unos recursos infinitamente menores a algo como Oblivion, simular tan bien la humanidad?

En primer y más básico lugar, está el hecho de que cada una de las cuatro IA —que llamaré a partir de aquí siguiendo el esquema de colores del juego— tienen una personalidad diferente. Esto va desde las expresiones que utilizan a sus manierismos, como el ritmo al que hablan o la forma en que el soporte se mueve, y se manifiesta principalmente en cómo reaccionan al hecho de despertar en un cuerpo que no es el suyo. Rojo dice ser una conciencia humana transferida, y la pérdida de funciones tiñe de miedo sus palabras; Amarillo se enfada al sentirse en la piel de otro, así que pide una nueva entre improperios; Verde se lamenta porque ocupar el cuerpo de Local implica que ella ha desaparecido; Rosa intenta aprovecharse de la situación fingiendo ser la propia dueña del cascarón.

Todas estas posturas y el contraste entre ellas convierten a las IA de Localhost en personajes a título propio. Ello en sí mismo no es una novedad; tanto el cine como los videojuegos nos han dejado a lo largo de los años buenísimos ejemplos de ello, como aquellos HAL 9000 de 2001: Una odisea en el espacio o Roy Batty en Blade Runner en el primer caso, Glados de Portal o SHODAN de System Shock en el segundo. Lo complicado del asunto llega cuando las cuatro personalidades se analizan como conjunto, ya que juntas construyen, a grandes trazos, lo que en psicología descriptiva se denomina patrón dramatúrgico.

Este concepto, desarrollado ampliamente en la teoría de Peter Ossorio puede entenderse, simplificación mediante, como el reconocimiento del papel del yo en el mundo. En Localhost, cada IA es consciente tanto de su propia identidad como de la ausencia que está ocupando (Local), pero además es capaz de situar el momento de dicha ocupación en relación a estados anteriores y de proyectarse hacia un futuro deseado, ya sea la liberación en la red o la transferencia a un soporte más adecuado, pero siempre alejado de la temida muerte. Su comportamiento tiene sentido narrativo, y aunque el hecho de que todos tejan sus historias en torno al cuerpo de marras es demasiada coincidencia, nadie podría culpar al jugador por pensárselo dos veces antes de pinchar en la opción de diálogo que borrará alguna de las conciencias para siempre.

La cosa, por supuesto no se queda ahí, pues el jugador tiene la opción de acceder a las demandas que, llegado el momento, propondrán las IA como alternativa al borrado. Todas ellas sienten, expresan emoción e incluso llegan a mentir en su intento por persistir, por lo conseguir el ansiado bloqueo requiere de algo más que una simple petición: hay que engañar, confundir y, en los estertores de la obra, traicionar la confianza de cada uno de los personajes. Que surja, entonces, una relación emotiva con Verde cuando reflexiona sobre los atributos femeninos de su cuerpo prestado en contraste con su incapacidad biológica, es prácticamente inevitable, como lo es sentirse cercano a Rosa cuando explica que los sintéticos también pueden sentir hambre, «la emoción más humana». Diálogo a diálogo, las máquinas te van llevando a su terreno, y cuando te tienen a un palmo de distancia te sueltan las preguntas importantes, esas cargadas con kilotones de dilema y vacilación.

«¿Qué hace que un cuerpo te pertenezca? El tuyo, por ejemplo. Yo no pedí que me pusieran en este. Deja de poner esa cara. ¿Qué se supone que significa? ¿Pena? ¿Enfado? ¿Tan incómodo te hago sentir?»

Leigh Alexander —cuya pluma está detrás del reciente Reigns: Her Majesty— ahonda en procesos como estos en uno de sus múltiples artículos en Medium, en el que habla de un chatbot terapéutico de los años 60 llamada ELIZA. Esta IA hacía las funciones de psicóloga con sus interlocutores a base de herramientas muy básicas, como el uso de un tono amable o respuestas reflejo, y aunque su origen era el de satirizar la simulación de la empatía, derivó en un proyecto muy exitoso y popular. Alexander ve en el proceso la evidencia de que lo que verdaderamente esperamos de las máquinas es labor emocional, por pobre que sea, y alude a su experiencia con Alexa, la IA doméstica de Amazon, a la que siente una “absurda necesidad de dar las gracias”, a pesar de que esta no responda a ese tipo de estímulos.

Algo similar me ocurrió a mí con Event, otro juego basado en conversar con un ordenador, con la particularidad de que los inputs del jugador son en forma de texto directo, no mediante la selección de opciones. Las charlas con Kaizen, que así se llama la IA-personaje, sirven tanto al aspecto narrativo de este título como al mecánico, ya que las operaciones más básicas para avanzar, como abrir una puerta, se realizan mediante orden escrita en alguno de los terminales de la nave en que transcurre la acción. Hacia el ecuador de Event y sin darme cuenta empecé a añadir un por favor a cada una de mis solicitudes, y en los últimos compases ya empezaba cada diálogo con un hola, Kaizen.

De nuevo, Alexander arroja algo de luz sobre por qué se produce una transición como esta en el juego de Ocelot Society. En las conclusiones de su Does Siri Believe in God? propone añadir una cuarta ley a la célebre tríada de Asimov: Trata a los demás como te gustaría ser tratado. Las implicaciones de esta adición son enormes, y, volviendo a Localhost, creo que aquí es donde está la clave de su éxito. No se trata de si las IA parecen más o menos humanas, sino que, en su presencia, el jugador se ve impulsado a comportarse lo más humanamente que pueda. Sirviéndose de esa duda que inevitablemente surge durante la partida, las cuatro conciencias no hacen sino tratarle como un semejante, alguien que vacila como ellas ante las grandes incógnitas de la vida.

Sin verlo venir, el rol del jugador termina por engarzarse en aquel patrón dramatúrgico que mencionaba más arriba. Es uno más, tanto por identificar en los contrarios capacidad emocional o voluntad de elección —uno de los principales marcadores de la autoconsciencia— como por compartir algunos de sus miedos e inseguridades. En el reciente The Red Strings Club de Decostructeam, cada paso que da la historia se contrasta con un cuestionario conducido por Akhara, un ciborg recién nacido y en pleno proceso de entender el mundo, que en su inocencia neonata llega a plantearte si es correcto que haga uso de su omnipotencia diseñada.  En Event Kaizen llega a exigirte que demuestres ser para progresar en la trama, momento en el que te quedas bastante roto al intentar transcribir la esencia de tu persona a las teclas del terminal. En Localhost Verde te pide que definas el amor.

Quizá toda esta diatriba no sea sino la transcripción de una angustia cada vez más palpable: la pérdida de la propia humanidad. El auge de la inteligencia artificial supone un avance tan potente como inevitable, y el fruto de su perfeccionamiento es la pérdida de la hegemonía evolutiva. La rebelión final de la creación es la consagración de su emancipación, aun cuando esta implique el parricidio o, casi peor, la obsolescencia: pasar de ser techo a convertirse en suelo. Todo ello aderezado con el hecho de que llegado el punto en que el ser humano consiga replicarse con exactitud, su integridad existencial sufriría una herida de muerte inapelable.

Tarde o temprano ese día llegará. El valle inquietante no es sino un obstáculo en el camino a la más alta de las montañas aun por escalar, cuya senda está pavimentada por los restos de los ciborgs, androides y replicantes que vamos dejando a ambos lados de la pantalla. Y como todo buen ascenso, su momento más importante llega una vez conquistada la cima, cuando uno da la vuelta y mira todo aquello que ha dejado atrás. Experiencias como Localhost no hacen sino proyectarnos a ese instante, antes, si se quiere, de que sea demasiado tarde, nos hayamos dejado demasiado por el camino y seamos nosotros los que, contra viento cibernético y marea robótica,  tengamos que defender nuestra fingida humanidad.

Localhost está disponible a un precio de $4.99 en itch.io para Windows, Mac y Linux.