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Pedorretas y Gamusinos: La Felicidad de Jugar con lo Prosaico 1

Pedorretas y Gamusinos: La Felicidad de Jugar con lo Prosaico

Una oda a la felicidad de hacer el imbécil

Algo provechoso tendría que tener ser un millenial (aunque sea por los pelos, como yo). Para mi caso, y en lo que concierne a los videojuegos, se traduce en haber sido testigo y seguir siéndolo en la actualidad de la evolución de este medio/arte/cultura (elige la denominación que más te guste, a mí me da igual). El cine, la televisión, la literatura, los cómics o la música siguen evolucionando, por supuesto, pero los saltos cualitativos son menores; digamos que, para los videojuegos, haber nacido en 1982 o antes, sería el equivalente de haber nacido en 1920 para el caso del cine, es decir, haber sido testigo de las grandes transformaciones, tanto tecnológicas como gramaticales. Imaginemos haber jugado a Gran Trak 10 en su momento o en sus postrimerías y luego también a Forza Horizon 5 más de cuarenta años después. Hay cierto sentido en todo ello de ser testigo de la historia cultural.

Pedorretas y Gamusinos: La Felicidad de Jugar con lo Prosaico 2Uno de los aspectos más interesantes de esa evolución de los videojuegos —más allá de lo meramente técnico, que se escala generación tras generación— se ha dado en la ampliación de perspectivas literarias. Porque a diferencia del cine, la literatura o incluso el cómic, los videojuegos comenzaron con el género (ciencia ficción, fantasía, deportes) marcando la evolución de sus ludoficciones y luego se han ido acercando a lo que en literatura, por ejemplo, se conoce como literatura blanca, sin género, historias más o menos cotidianas, del día a día. Solo hay que recordar los títulos de las primeras películas (La salida de la fábrica Lumière en Lyon, El regador regado, La comida del bebé) o el origen del cómic en las historietas humorísticas y satíricas del siglo XVI hasta las de Rodolphe Töpffer y Richard F. Outcault, que tomaban la vida cotidiana como inspiración primordial. Desde luego, por seguir con el mismo ejemplo, pronto apareció Viaje a la luna (1902) de Georges Méliès, que ya era ciencia ficción cinematográfica, pero al género le costaría bastantes décadas convertirse en un género de masas; al cómic o la historieta, le costó siglos, desde el XVI al XX, que la aventura o lo fantástico se convirtiera en lo más demandado. 

En los videojuegos, sin embargo, ocurrió lo contrario: partieron del género para, con el paso de las décadas, abrirse a las historias más cotidianas, sin fantasía ni futuro de por medio, o dejar que estas calasen en su cuerpo literario. Por supuesto que los videojuegos que se abren a este tipo de historias son los menos, pero ha sido, sin duda, un gran paso, que se ha dado además contracorriente, frente a la oferta y demanda de una industria muy encasillada, porque le reporta pingües beneficios, en unos determinados universos, reglas y mecánicas. Un origen apegado al género que ni por asomo significa que los videojuegos, como medio/arte/cultura y en los temas que tratan, no sean un humanismo

Dentro de ese leve cambio de perspectiva, más que fijarme en títulos fenomenales y valientes que han transmitido sin género de por medio profundas reflexiones sociales (como por ejemplo The Stillness of the Wind, That Dragon, Cancer, Cart Life, Paper’s, Please, Bury me, my Love o Depression Quest) hay un tipo de juego, o momentos dentro de un juego, que son mis predilectos: aquellos que utilizan lo más prosaico de nuestra vida como motor o como anécdota lúdica y narrativa. Porque esos momentos o esos títulos son un grito desahogado del medio/arte/cultura, una forma de reclamar el derecho a escapar de esta o aquella galaxia, de ese o este reino perdido, de aquella o esa maldición atávica que nos persigue, aunque en realidad se siga dentro de ella. Son una disonancia diseñada premeditadamente para aliviar la carga de unas responsabilidades videolúdicas que en ocasiones se muestran un tanto… mandonas.

Para dejar claro de lo que hablo, vamos a empezar por lo más prosaico que se me ocurre: los pedos. Quien más quien menos suelta más de una flatulencia al día, a veces unas 40 y de media unas 15, según el Departamento de Salud del estado de Victoria en Australia. En Francia, en 1751, se escribió un tratado, El arte de tirarse pedos. Ensayo físico-teórico y metódico de 1751, escrito por un tal Pierre-Thomas-Nicolas Hurtaut —nombre que tiene toda la pinta de ser un pseudónimo, pero que no lo es en absoluto— que en un pasaje cantaba las bondades y peligros del proceso fisiológico en cuestión:

Todos los pedos son saludables por sí mismos, ya que las personas se desembarazan de ellos y, en efecto, esa evacuación aleja muchas enfermedades como el dolor hipocondríaco, la cólera, los entuertos, la pasión ilíaca, etc. Pero cuando se constriñen y vuelven a subir o cuando no encuentran la salida, atacan al cerebro con la cantidad prodigiosa de vapores que llevan consigo, corrompen la imaginación, vuelven melancólica y frenética a la persona y la colman de muchas otras enfermedades enojosas.

Aparte de las creencias médicas que albergaba Pierre-Thomas-Nicolas fruto del conocimiento de la época (a saber: que si te aguantas un cuesco poco menos que puedes perder el juicio) y de su tan simpático como escatológico tratado, peerse o no hacerlo depende del momento y de con quién estés. A veces es un indicador de cercanía, otras un síntoma de algo parecido a la mala educación. Es un tabú, y bueno, en determinadas ocasiones se agradece, sobre todo si alguien tira su bomba y se aleja con alevosía para disgusto y desconocimiento de sus víctimas. Pero, al fin y al cabo, todo parece ser síntoma de la Modernidad, o del monoteísmo, vete tú a saber. Tezcatlipoca, dios azteca, revelaba su destino a los hombres a través de pedos. Y en los mitos de creación de los kekchí de Honduras, de etnia maya, los pedos estaban de por medio, dando vida al mundo. Como fuere, ahora peerse a lo loco no está de buen ver, y en la ficción encuentra su protagonismo sobre todo en forma de alivio cómico, un alivio que libera no solo los intestinos sino la presión social que nos posee cuando llegan las ganas y te encuentras en una situación, digamos, incómoda.

Pedorretas y Gamusinos: La Felicidad de Jugar con lo Prosaico 3En los videojuegos hay hasta un simulador de pedos: Fart Simulator 2018. Pero aunque pueda ser o no divertido, lo que me interesa es el uso que los diseñadores han hecho del asunto en otros contextos, sea de manera anecdótica o dotándoles de protagonismo, como una forma de romper el férreo decoro social que se impone también en este medio/arte/cultura. Por ejemplo, en un contexto agónico, como hace Earthquake, el personaje de la serie Samurai Shodown, que cuenta con un ataque especial en el que trinca al contrincante para acercarlo a sus posaderas y rajarse sin compasión para conseguir el knockout

Pedorretas y Gamusinos: La Felicidad de Jugar con lo Prosaico 4Seguro que llegan más ejemplos a tu memoria, como el de Kato-chan and Ken-chan, el juego de los presentadores japoneses que se lanzó para PC Engine en 1987 y en el que se peían y meaban por las calles. Pero uno de los más notorios es el de Abe, tanto en Abe’s Oddysee como en Abe’s Exoddus. Si en el primero tan solo servía para hacer la gracia, en el segundo se le dotó de significado lúdico, dando funcionalidad a la mecánica, mediante la cual podemos poseer pedos para hacer estallar cosas. Todo ello en lo que es toda una parábola, con mucho sentido del humor y una mezcla entre lo que hoy se denominaría wholesome y el terror industrial más carnicero, de la explotación y la alienación en el capitalismo. Pero ahí está el pedo, para hacerte recordar que incluso cuando el sistema no ceja en su ímpetu de mantenerte dominado, tienes unas necesidades, unas necesidades que hay que liberar y de las que incluso puedes obtener resultados. Aunque bueno, si un partido político solo consigue hacerle cosquillas al capitalismo, no vamos a esperar que se produzca su caída a base de liberar la tensión intestinal… Por cierto que Lorne Lanning dice que odia los pedos de Abe y que todo vino porque estaba bastante fumado cuando lo diseñó. Bueno, hombre, que estaba bien, y todos esos momentos contribuyeron con su tan natural vulgaridad a sacarnos de la opresión que se respira en los juegos, y desde luego al worldbuilding que todos percibimos… ¡faltaría más! 

Dejemos los pedos aparte, porque hay más juegos con otros momentos u otros principios menos molestos que merecen ser celebrados por hacer más naturalmente humanos los videojuegos, no ya por restarles cualquier síntoma épico o de solemnidad, sino por partir o detenerse por momentos en lo que a simple vista es algo anodino, pero que de nuevo funciona como un acicate en la forma en la que percibimos la jugabilidad, la ludoficción. Tanto en Psychonauts como en Psychonauts 2 tenemos buenas dosis de lo que para algunos serían banalidades convertidas en protagonistas. Entre su bestial diseño de niveles hay sitio para todo y para que todo se convierta en mecánica o condición para obtener algún extra. Por ejemplo, la obsesión de Raz con el beicon no es solo porque le encante, sino también porque lo necesita para llamar a Ford Cruller que es quien trapichea con eso de las mejoras en el juego. Llegado cierto momento de Psychonauts 2, Raz no lo duda cuando, entre visión y visión del beicon, declara: «El beicon lo resuelve todo».

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Aunque para beicon, Bacon – The Game, de Phillipp Stollenmayer, un juego que conocí gracias a mis primos-sobrinos de entre 10 y 12 años, que me lo recomendaron. Tan simple como poner beicon sobre cualquier cosa imaginable. El juego del alemán no engaña a nadie lúdicamente: con un toque en la pantalla del móvil damos un golpe de sartén al beicon que una mano lanza desde el lado izquierdo de la pantalla, a partir de ahí apáñatelas para colocarlo sobre cualquier cosa o persona imaginable, con todo lo resbaladizo que es y las vueltas que le hace dar la física: ponlo sobre Napoleón, ponlo sobre La traición de las imágenes, ponlo sobre vacaciones, ponlo sobre el Titanic, ponlo sobre el experimento de la doble rendija, ponlo sobre una foto de pequeño de Phillipp Stollenmayer, sobre una mujer bajita, sobre una rampa de skate, sobre una tarta de boda… y así hasta más de 200 posibilidades, a cada cual más alocada y divertida, sin que habite de por medio ningún tipo de heroicidad, solo la más diaria vida cotidiana. Y si te quedas con ganas de más, Kamibox y Stollenmayer tienen también Burger – The Game y Pancake – The Game, no con menos problemas para manejar ciertas situaciones.

Pedorretas y Gamusinos: La Felicidad de Jugar con lo Prosaico 6No iba a escribir sobre lo prosaico y la vida cotidiana en los videojuegos sin mencionar a Keita Takahashi, quien creó uno de mis videojuegos favoritos, Katamari Damacy, que dio lugar a una serie que, como suele pasar en los videojuegos, se quiso estrujar demasiado, aunque él solo dirigiera Katamari Damacy y la segunda parte, We Love Katamari. Si bien la historia del juego parte de una realidad fantástica (tu padre es el Rey de Todos los Universos, se pilló una melopea bestial, se ha cargado todos los objetos astronómicos habidos y por haber y a ti te toca reconstruirlos), mientras jugamos nos metemos de lleno en la vida de la gente, incluso a veces empezando desde sus propios hogares. En su libro dedicado a Katamari Damacy y Keita Takahashi, Laura E. Hall decía lo siguiente sobre el juego: «Incluso teniendo en cuenta el avance tecnológico que se ha producido en los videojuegos desde que se lanzó, Katamari Damacy destaca a día de hoy porque ofrece un tipo de juego más común al de los niños en un parque infantil: algo excepcionalmente interno y casi anárquico. Es como construir una torre de bloques solo por el puro placer de derribarla». Sigue habiendo reglas (haz la bola más grande que puedas usando el katamari) y la libertad sigue siendo dirigida, muy dirigida, pero la sensación de carnaval, de inversión de las normas que rigen la sociedad, de alegre caos que se apodera de ti al jugar con los Katamari solo es comparable a la sencillez con la que Keita Takahashi diseñó el alma del juego. Coge botones, pilas, migas de pan, chinchetas, métete en la cocina, sushi, una gamba, un flotador, aquella vaca, ese tío en bici, los coches, camiones, casas, puertos, nubes… ¡llega incluso hasta Dios! Todo para hacer una bola lo suficientemente grande como para que tu padre, Rey de Todos los Cosmos, pueda convertirla en astro. El talento y la imaginación de Keita Takahashi para diseñar un juego tan destructivo como creativo, tan entrañable como divertido, es un tremendo triunfo de los videojuegos como medio/arte/cultura, porque nos muestra que la aventura más maravillosa puede ocultarse debajo de una servilleta.

Y así, con esas cosas faltas de magia arcana, de conspiraciones interestelares, de heroicidades épicas, llegan obras maravillosas y absurdas como las de Hap Inc., que nos hacen buscar la portátil que mamá nos ha escondido hasta en un excremento de elefante o evitar que nuestra hermana nos pille comiéndonos su pudin. O What the Golf? de Triband donde nos reiremos de todo, hasta de la misma muerte («Todos terminamos en un hoy. Diario golfístico 126»), mientras hacemos cualquier cosa (desde ganarle una carrera a una oveja hasta poner piña en una pizza) menos jugar al golf. O aplastar el tubo de pasta de dientes y depilar un sobaco, como en los microjuegos de WarioWare Get IT Together! O hacer literalmente el ganso en Untitled Goose Game.

Porque al final, por muchas dosis de intelectualidad que nos queramos dar, la gracia de la vida está en los detalles nimios, en la banalidad, en tirarte al sofá sin tener que trabajar, en momentos que crees que nunca vas a recordar pero que al final son los que más recuerdas cuando te falta alguien o algo. Porque después de todo, como escribió Herman Melville en Moby Dick, «las cosas más maravillosas son siempre las inexpresables; las memorias profundas no dan lugar a epitafios».

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