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Hostias como panes 1

Hostias como panes

Elogio y lamento de los juegos de lucha

Hay una marcada volatilidad en los videojuegos que lleva a que ciertos géneros pasen de ser el paradigma del medio a quedar como mero testimonio acomplejado. Sucedió con los FPS durante la primera década del nuevo milenio y un poco más allá. Una década, más o menos, en la que los shooters en primera persona parecían definir lo que era un videojuego. Steven Poole planteaba esto mismo antes de hablar de los distintos tipos de juegos en Trigger Happy. Videogames and the Entertainment Revolution:

Los géneros de videojuegos mutan y cambian a lo largo de la historia. Si bien nunca mueren del todo, sí que pueden dormirse durante un largo periodo de tiempo mientras aparecen otros nuevos y ocupan su lugar en el medio. Es más, pocos videojuegos modernos se ubican de manera clara en categorías muy bien diferenciadas.

En la mayoría de ocasiones los géneros no son más que una artificial categoría taxonómica ideada por los vendedores; o peor, por prescriptores, que lo creáis o no es como se definen algunos medios. ¿Qué diferencia a un Streets of Rage de un Street Fighter II? Únicamente el tránsito por y la presencia en los escenarios, porque ambos son juegos que utilizan el agonismo como seña de identidad. Pero a uno se le llama beat ‘em up y a otro lucha, cuando incluso podría decirse que su ontología lúdica es la más amplia categoría de «juegos de acción» o que son subgéneros de esta.

Hostias como panes 3Precisamente, esos juegos de lucha eran sinónimo de videojuego durante los años noventa. Más en las salas recreativas (que por entonces marcaban el sello de calidad y éxito) que en casa, aunque pronto dieron también el salto al espacio doméstico. Nintendo, como acostumbra, ejecutó una filigrana promocional e hizo que Street Fighter II: The World Warrior tuviera su primer port en SNES, y cuando la consola se lanzó en Europa continental, en junio de 1992, se lanzó en un suculento pack que incluía el juego de Capcom y Super Mario World.

Así por lo menos la recibí yo el Día de Reyes de 1993, con un recuerdo impagable. Por entonces, ya sabía quiénes eran los Magos de Oriente, y fisgando en el armario de la habitación de mis padres descubrí que nos iban a regalar la SNES a mi hermano y a mí. Con la falta de escrúpulos que muestran algunos niños de 11 años, aproveché que mi padre trabajaba de tarde y lloriqueé y atosigué a la santa de mi madre para que me dejara probarla. No recuerdo si jugué a Super Mario World, supongo que sí. Pero ese día lo que más conservó mi memoria fue que me dio tiempo a terminarme Street Fighter II con Ken, antes de que mi pobre madre, temerosa de que su marido intuyera el pastel, me hizo volver a guardarla y dejarla como si nada hubiera ocurrido. Como dato final, mi padre nunca supo de mí estratagema, y así, en un mismo recuerdo, se unieron SNES, Street Fighter II y las mieles de una mágica complicidad entre yo y mi madre.

En esos años, Street Fighter, la saga, era una de las piedras de toque del medio. Su protagonismo cultural comenzó en 1987 con la primera parte; esa en la que solo podías jugar con Ryu o Ken (esto siempre que se jugara a dobles y venciera Ken); esa en la que el hadouken no era hadouken sino una bola de fuego que al ser lanzada se escuchaba algo acabado en eso mismo, pero en inglés (…fire); esa que fue una recreativa colocada en la primera pizzería de mi ciudad y en torno a la que nos reuníamos renacuajos y no tan renacuajos; esa, quizá, que fue uno de mis primeros flechazos videolúdicos.

La celebridad de los juegos de lucha se mantuvo durante todos los noventa, como decía, con títulos que tras el éxito de Street Fighter II surgieron como hongos en la humedad. Una SNK desbocada (Fatal Fury, Art of Fighting, World Heroes, The King of Fighters, Samurai Shodown); Capcom a la contra (la serie Marvel vs Capcom que comenzó como X-Men y Marvel contra Street Fighter); versiones jugables de animes (el fantástico Ranma ½ de SNES, los innumerables juegos de Dragon Ball); el súmmum de violencia con Mortal Kombat y Killer Instinct; la llegada de las tres dimensiones (Tekken, Virtua Fighter, Dead or Alive, Soul Edge/Blade, Soulcalibur); y nuevas propuestas que, como Marvel vs Capcom, rompían el tradicional uno contra uno (Power Stone 2), incluso añadiéndole una capa burlesca en un todos contra todos berlanguiano vía multitap (un Poy Poy que, recordado hoy, regalaba interminables tardes de cachondeo). Y todos los que existen entre los grandes triunfadores, una lista que es asombrosamente extensa.

Es paradójico, sin embargo, que la llegada de las tres dimensiones, pese a los grandes éxitos innegables de Tekken o Virtua Fighter, marcó el declive de los juegos de lucha como espejo en el que el medio se miraba y sacaba pecho. Una prueba más de la no linealidad de la evolución artístico-cultural de los videojuegos, porque en los siguientes veinte años íbamos a descubrir que entre potencia tecnológica/audiovisual y triunfo no hay una relación causa-efecto, sino una correlación. No es que la gente dejara de jugar juegos de lucha, porque se siguieron publicando y las ventas acompañaban, pero sí que el género entró en cierto letargo, o le llegó una precoz crisis de identidad, refugiándose en su gran nicho de incondicionales o en las nuevas generaciones y los nuevos dispositivos de juego, esto es: el smartphone.

Patreon Nivel OcultoUnos incondicionales de los que he formado modesta parte. Creo que en cada generación al menos he tenido un Tekken, un Street Fighter, un Soulcalibur, o cualquier otro, y me enganché sobremanera a la serie de boxeo de EA, Fight Night (2004-2011), probablemente los mejores títulos que se han desarrollado sobre la dulce ciencia, con un diseño de control exquisito, que supo aprovechar los nuevos mandos para trasladar toda la pasión del pugilismo.

Tampoco deja de ser llamativo que la escena indie haya obviado por completo a los juegos de lucha, salvo contadas excepciones como Skullgirls (Skullgirls 2nd Encore en su forma definitiva) de Revenge Labs y el celebrado Nidhogg de Meshoff Games, que sacarían una segunda parte, más vistosa pero menos subversiva, antes de olvidarse de los duelos y desarrollar el maravilloso Flywrench. Mención especial merece Dong Dong Never Dies, desarrollado por cuatro amantes chinos del género y puesto en circulación gratis en 2009. Un juego que viene a ser a los juegos de lucha lo que Bobobo al shonen: una efervescente, iconoclasta y magnífica parodia.

Me encantan los juegos de lucha. Siempre ha sido así. Supongo que ser seguidor y practicante de deportes de contacto, como el sambo, el boxeo o el muay thai, influye. Si hay un tipo de videojuegos en el que me dejo arrastrar sin oposición alguna por las fantasías de poder masculinas, sin duda es este. No hay otra opción. El espacio de juego se estrecha, se hace claustrofóbico, como si unas manos invisibles sujetaran a los avatares que, cuando en el centro de la pantalla aparece el imperativo Fight!, se lanzan uno contra otro con una vehemencia incontrolable, como Gilgamesh peleando con Enkidu:

 

Ellos se agarraron en la puerta de la casa de los esponsales,

Y se enfrentaron en la calle, en la gran plaza del país;

el umbral tembló, el muro vaciló.

Eso y la capacidad de los videojuegos de saltarse a la torera las leyes de la física (y hasta de la biología) con una explosión de estilo casi inigualable (quizás solo los mejores hack and slash pueden hacerles frente en este sentido) que se concreta gracias a un trabajo en las animaciones, en las cajas de colisiones, en la creación de entornos y en el diseño de sonido y VFX que te dejan obnubilado frente a la pantalla.

Chun-Li desafiando a la gravedad para convertirse en un helicóptero mientras el tipo de la bici pasa y saluda.

Sub-Zero arrancando la cabeza de su rival con la columna vertebral colgando debajo del cuello como un abalorio.

Hwoarang encadenando un combo de veinte golpes sin apoyar la pierna en el suelo; el mismo suelo por el que Christie Monteiro hace lo propio desatando toda la versatilidad de su capoeira.

Recreando un LaMotta- Sugar Ray, molestando con el jab, machacando el hígado con ganchos de izquierda utilizando el stick derecho, bloqueando y esquivando con el izquierdo, intentar levantarnos tras un nocaut con el microjuego correspondiente.

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«El aburrimiento es contrarrevolucionario», recordaba esa pintada anónima de Mayo del 68, y los juegos de lucha están ahí para que no lo olvidemos.

He rescatado este sentimiento tras hacerme con Tekken 8 después de mucho tiempo sin comprar una gran producción del género (compré el 7 en su momento, pero lo revendí poco después). Brinco, golpeo, esquivo, choco, encadeno… y hago golpes de límite como el de Kuma, el oso que lucha por hacerse con el amor de Panda. Cuando se activa, Kuma saca un gran pez, se lo coloca en sus brazos como si fueran una bandeja, le arrea un sopapo al rival con el pez en cuestión y este sale volando por los aires. Luego Kuma activa el pez, que se convierte en un misil e impacta allá donde esté el contrincante. Claro que el aburrimiento es contrarrevolucionario, tanto como las fantasías agonísticas son una liberación cuando la violencia se infantiliza, se desautoriza, se convierte en un juego.

Ese olvido de la escena indie que mencionaba un poco más arriba viene a certificar la hibernación del género de puertas para fuera, pues ha encontrado tanto en los eSports como en el juego online todo un salvoconducto de supervivencia. Podemos tratar de buscar las razones de esta realidad (¿tecnológicas, generacionales, evolución de la teoría del diseño de juego, mercadotécnicas?), pero como casi siempre en lo cultural lo más probable es que se trate de una antropológica realidad holística.

Hay una posible causa, sin embargo, que se me antoja reveladora para esa somnolencia: la falta de evolución narrativa del género. Desde luego me refiero a las historias, que incluso se suprimieron en algunas entregas de las grandes series, pero que en Tekken 8, por ejemplo, se han recuperado, contando cada uno de los treinta y dos personajes con su porqué y su respectivo final. Y esas historias no han variado un ápice desde hace veinticinco años. Historias manidas, autoparódicas, pastiches de shonen/sheinen y culebrones vespertinos. Ni siquiera un titulo indie como Skullgirls fue capaz de sobreponerse a ello, aunque lo intentara. Se diría que toda la evolución de escritura que hubo en los videojuegos entre finales de los noventa y un poco superada la primera década del nuevo milenio (ahí están Silent Hill 2Bioshock —para bien o para mal—, Half Life o The Stanley Parable) pasó inadvertida para los juegos de lucha. Acomodados en una literatura vaga, se centraron en hacer evolucionar tímidamente un sistema de juego que, más allá de algunas innovaciones menores (como alternar entre varios personajes durante el combate o un todos contra todos a lo Power Stone 2), tampoco progresó demasiado y todos los esfuerzos se dirigieron a crear una comunidad online y de los eSports. No se molestaron en tratar de crear algo distinto en el diseño narrativo per se: los mismos marcadores, los mismos cronómetros, los mismos golpes y combos, los mismos todo que hace evolucionar un hecho ficticio. Un personaje, una escena cinemática al final, si acaso.

Ha habido excepciones notables.

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En Fight Night Champion, la última entrega de la serie de EA, sin dejar de ser cliché, en el modo carrera encarnamos a un boxeador que, por tejemanejes de oscuros actores, acaba en prisión; y en prisión debe seguir peleando. Aquí sí hubo un esfuerzo creíble por ofrecer algo distinto, con momentos en los que la jugabilidad se pliega ante los caminos de la historia. Por ejemplo, en más de una ocasión deberemos pelear con un hándicap, como no poder golpear con una mano lesionada o evitar que nos golpeen demasiado en un ojo ya maltrecho. Los Soulcalibur también se han esforzado siempre en ofrecer un diseño narrativo diferenciado, no solo por tejer una historia global en la que se cruzan todos los personajes, sino también por ofrecer descripciones de objetos que nos brindan información del universo, así como otras misiones que amplían la experiencia literaria. Aunque sí, las historias en sí discurren por los mismos derroteros que hace veinticinco años…

Quisiera ver un juego de lucha que me contara otras cosas más allá de competición por ganar un torneo, ser el más fuerte del barrio, salvar a mi familia o a mi pueblo o buscar al rival más fuerte que el anterior. Que ofreciera un verdadero y novedoso diseño narrativo incrustado en el diseño de juego sin que este tuviera que alterar ese estrechamiento del campo de juego, esa confrontación esperada, esa violencia de la que se ha arrancado la seriedad. Sin malentendidos, que yo disfruto literalmente como un idiota de las historias de los juegos de lucha, cuanto más rocambolescas y peregrinas mejor. Pero no es menos cierto que noto con demasiada frecuencia algo similar al aburrimiento. Y parafraseando la pintada del 68, el aburrimiento es reaccionario, por inmóvil, por pasivo, por mojigato… La pregunta es: ¿cambiará el paradigma, se concienciará la bestia de su desencanto?; es más: ¿queremos que ocurra?