Si nos olvidamos de los candidatos a primer videojuego y nos centramos en los que sabemos que ya lo son (Tennis for Two, Spacewar! o Pong) vemos que las limitaciones tecnológicas les llevaron a compartir un elemento de diseño (en retrospectiva, pues aún no existían las nociones de diseño de juego o diseñador de juego): eran juegos de habilidad pura. Y aunque las aventuras conversacionales, por ejemplo, aparecieron cuatro años después que Pong, la verdad es que el requerimiento de habilidad en los videojuegos se convirtió en un dogma que, incluso con la diversidad lúdica de hoy en día, sigue siendo mayoritario. Habilidad o lo que Greg Costikyan define como incertidumbre performativa en su ensayo Uncertainty in Games: «La incertidumbre está en tu performance; en tu habilidad para dominar las habilidades de la capacidad óculo-manual que demanda el juego y aplicarlas para superar sus desafíos». Super Mario Bros., es un ejemplo ecuménico, Flywrench, de Messhof, es otro.
He estado jugando a Flywrench todo el verano, en partidas de hora u hora y media como máximo y lo terminé hace unos días (miércoles 13 de septiembre) tras 15 horas, 45 minutos y 8,79 segundos. Partidas de hora u hora y media porque su dificultad, su mala leche, no permiten el engorile que sí permite, por ejemplo, un Elden Ring al que llegué a jugar seis horas seguidas o más. La dificultad en Flywrench es sui generis, aunque guarde similitudes en la experiencia con los souls-like. Tras unos primeros niveles que funcionan como tutorial extra, los conflictos para avanzar se presentan de forma escrupulosamente progresiva siendo el último mundo, Mercurio, el más espinoso. La reacción inicial ante un nivel promedio de Flywrench es decirte a ti mismo: «Es imposible»: por la estructura del nivel y porque llegas a pensar, en una simulación de ataque de pánico, que física o temporalmente no se dan las condiciones para lograrlo. Pero lo haces si no desistes, si te sobrepones a la enfermiza incertidumbre que provoca el control —que juega con la gravedad, la intensidad del golpe de tecla o botón, dándole una capa fumblecore— y a la psicopática colocación de sus obstáculos. Aquí el código y la aleatoriedad no son protagonistas: todo está siempre en su sitio, sin moverse un milímetro, para que llegues a la meta con precisión quirúrgica. Por momentos llega a ser tan desesperante que te surge una enfermiza susceptibilidad, como pensar que será más fácil de superar si cambias tu postura; eso y cómo es capaz de desatar la más irracional superstición, haciendo cábalas, una vez superado, de que lo terminaste a la misma hora que lo hiciste en su día con Elden Ring, solo que uno fue un lunes y otro un miércoles.
Pero esto no va sobre la tendencia a desarrollar videojuegos desafiantes, para eso existen ensayos que lo tratan en profundidad. Es otra cosa. Sobre Flywrench, Miguel Sicart, en su último artículo, «The Beautiful Rule: Thinking the Aesthetics of Game Rule» dice lo siguiente:
«Su origen está en la regla que determina la velocidad de la reaparición del jugador. Flywrench es un juego de dificultad diabólica, pero el doloroso placer de jugarlo se puede atribuir también a la forma en que esta regla en particular garantiza que la agencia se devuelva rápidamente al jugador después del fracaso».
Una observación acertadísima. Si los niveles de Flywrench se superan sin perder ni una sola vez se hace en cuestión de segundos, sin embargo, la media que a mí me salió por nivel es de 4,5 minutos. Que al perder se reinicie instantáneamente el nivel estimula la motivación para intentarlo una vez más (o tres o veintiséis), sea seguidamente u otro día, e invita a no abandonarlo (eso sí, tengo serias dudas de que alguien sea capaz de jugar más de dos horas a un mismo nivel sin perder el contacto con la realidad). Apenas somos conscientes de nada de esto mientras jugamos y, sin embargo, lo percibimos e influye en nuestra partida y nuestra relación con el juego. La cosa va, entonces, sobre la existencia de un diseño fantasma; un diseño con el que no se interactúa, que no es visible en términos de gameplay, pero que se siente, está ahí: es una decisión consciente de los desarrolladores.
Un caso contrario al de Flywrench sería, por ejemplo, el de Downwell, pero que, paradójicamente, obtiene los mismos buenos resultados: en el juego de Moppin, bajamos y bajamos hasta que perdemos y, entonces, volvemos al inicio. No hay diseño fantasma porque, aunque resulte puñetero tener que empezar desde el principio, hemos acumulado una serie de power-ups que van a hacer el reinicio menos fastidioso. Y es un caso contrario porque aquí sí se siente todo porque se ve y se interactúa con ello.
La pregunta es si ese diseño fantasma existe también en otros videojuegos. Un caso homólogo al de Flywrench es el de los títulos de Phillipp Stollenmayer y su estudio, Kamibox. En Okay? (lo tenéis gratuito y sin publicidad para smartphone) debemos buscar el ángulo idóneo para que nuestra bola rebote en los objetos y los vaya eliminando de uno en uno, pero de una tirada, a la vez que cada golpe conforma una melodía musical. La prisa en la reaparición es tal que incluso antes de que el juego nos indique que hemos errado en nuestro intento (es decir, con la bola aún moviéndose) podemos lanzar otra desde cualquier otro ángulo, que detiene el primer recorrido e inicia uno nuevo.
Otro caso que me gustaría identificar como potencial diseño fantasma es de mis preferidos, tanto porque el juego me encantó como por la manera en cómo se introdujo: el de la (no)muerte permanente en Hellblade: Senua’s Sacrifice. Antes de salir el juego los desarrolladores fueron dejando caer miguitas confusas, luego en el juego se te avisaba de que si morías demasiadas veces y la marca del brazo de Xenua se iba haciendo más y más grande, tu partida se borraría y tendrías que empezar desde el principio. Ya sabemos que no es así, y aunque desde muchos medios se encargaron de chafar la experiencia diciendo que era mentira, durante casi todo el recorrido del título de Ninja Theory yo jugué con ese miedo, lo que hizo la experiencia tan enriquecedora como asustadizamente trémula.
El caso de Hellblade: Senua’s Sacrifice no es el único para los juegos de acción y tampoco este diseño fantasma es coto privado de los juegos más o menos independientes. En toda la saga GTA, desde sus primeros títulos cenitales (divertidos a rabiar) hasta los últimos, hay un aspecto que suele pasar inadvertido, pero que es la esencia del juego, hasta el punto que le da nombre: la facilidad con la que cambiamos de coche. Es un cambio rápido, sin problemas de rendimiento y que podemos llevarlo a cabo siempre que queramos y en casi cualquier escenario del juego. En la saga Resident Evil sucede algo parecido, aunque aquí no estoy tan seguro de que sea un diseño fantasma, en el sentido de que sí interactuamos con ello, y no es más que la posibilidad de detener la acción para curarnos o recargar el arma, que apareció ya en la primera entrega y —aunque con algunos cambios— se ha mantenido intacta. Quizás en los últimos títulos (VII y Village, o remakes como la segunda parte) tenga menos relevancia, pero en sus inicios era un bálsamo saberlo, no solo por curarte, sino por el mismo hecho de que se permite detener la acción y pensar en qué hacer si te ves muy agobiado («vale, me cargo al más cercano y al que viene a lo lejos lo esquivo», por ejemplo. Esto sucede también en los Silent Hill. Otro survival que vino, además, a dar nuevos aires al subgénero tampoco estoy seguro de que el elemento en sí sea diseño fantasma, pero desde luego sí le dota de idiosincrasia lúdica a través de la UI. Y el caso es que hace justo lo contrario que los Resident Evil, Silent Hill y demás. Así sucede en The Last of Us donde no podemos irnos a un menú externo al gameplay, sino que para curarnos, fabricar botiquines o armas arrojadizas debemos hacerlo totalmente dentro del juego, con el menú mimetizado de forma magistral en la acción; una ardua labor que la diseñadora principal, Alexandria Neonakis, describió para Kotaku.
En otros casos potenciales de juegos de acción, como el de Swery y Suda 51 en las sagas de Deadly Premonition y No More Heroes respectivamente, se hace por cierta voluntaria negligencia a la hora de preocuparse por el aspecto gráfico, el pulimiento de errores o el detallismo de los niveles, con lo que acceden a centrarse en aquello que consideran más importante para su juego, como el diseño narrativo o el diseño del combate.
Otro de mis candidatos preferidos es Rez, diseñado por Tetsuya Mizuguchi dentro de United Game Artists. Aquí en realidad da bastante igual cuando disparemos, no es tanto un juego de ritmo como un juego de acción en el que nuestros disparos no siempre han de realizarse en el momento exacto, pues al impactar en su objetivo producirán música igualmente, unos sonidos que se enhebran en la canción base. Lo fantástico de Rez es que este aspecto hace que olvidemos la preocupación por la simultaneidad sonora y nos centremos en lo que de verdad nos hace avanzar: deshacernos de los enemigos; a la vez que crea la sensación de que somos nosotros los que estamos creando la música.
Luego los hay más precisos y excéntricos. La ausencia de objetivos y cualquier pista instructiva sobre lo que hay que hacer en Wattam, de Keita Takahashi, en el que a través de la interacción masiva con todos los personajes que aparecen en el escenario vamos descubriendo lo que el juego quiere de nosotros, pero sin necesidad de que nadie nos diga nada. O, incluso, en Elden Ring, al menos en mi partida. A medida que vas consiguiendo corazones de dragones, se te da la opción de comértelos para adquirir poderes o venderlos para sacar guita. Yo me los tragaba todos. El caso es que según avanzaba más y más por las Tierras Intermedias, de refilón a veces veía algo raro en los ojos de mi avatar, como si los tuviera amarillos. No miento si digo que se me pasó por la cabeza la idea de que en From Software hubieran decidido crear una versión virtual de una enfermedad como la hepatitis y que me hubiese infectado con ella. Mi incredulidad fue a más cuando un día decidí, aprovechando el ángulo, comprobar de cerca qué les pasaba a mis ojos. Y los tenía de reptil. Como carecía de toda pista de a qué se debería, consulté Internet, para enterarme de que se debía a mi gusto desmedido por deglutir corazones de dragón. Y fue un momento de magia videolúdica, de misterio constructivo para el worldbuilding del juego (con tanta importancia de los dragones en su lore) en el que me quedé pensativo, digiriendo el hallazgo, mientras mascullaba «pero qué cabrones…».
Todo lo expuesto no pretende ser una categoría, ni mucho menos, pero sí una observación precisa acerca de la sutileza con la que se trabaja en el diseño de juego en más ocasiones de las que logramos percibir. Desde luego no es universal, ni tampoco parece obedecer a un tipo de juego determinado, ni deberse a razones culturales de Occidente frente a Oriente; aparece por aquí y por allá, en este juego y en aquel, pero está relacionado de manera intrínseca con lo que nos hace sentir un videojuego, convirtiéndonos en usuarios o receptores de algo que ni siquiera vemos. Me parecía relevante señalarlo y celebrarlo, y sobre todo preguntaros: ¿en qué juegos aparte de los mencionados podríais identificar un diseño fantasma?