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Devotion
Devotion

Columna: Todas las familias infelices

1. Toda casa encierra en su fondo una cosmología. Más allá de su realidad física e inmediata, la red simbólica que tejen todas las casas en las que vivimos a lo largo de nuestra vida devuelven una biografía habitada, una colección de rincones con una doble cara: a veces, refugio; otras, el punto desde el que planeamos nuestros asaltos al mundo. Pensar en la casa propia es desandar imágenes vividas, recorrer el camino de la experiencia hacia el primer hogar, ese que se habitaba sin reflexión, a golpe de intuición y al que aluden todas las casas posteriores. De alguna manera, los pasillos de lo simbólico siempre tienen una puerta por la que llegar a ese momento original, a esa infancia engrandecida frente a una realidad cada vez más acorralada, más desprendida en fragmentitos que acaban guardados en armarios, en cajitas, en figuritas, en trocitos de papel, plástico y cartón. En casa, echar un vistazo alrededor es mirarse a un espejo cuyo reflejo se despliega en el espacio y en el tiempo.

2. En esta cualidad cosmológica, la relación entre cuerpo y casa es absolutamente universal, y, por ello, una en la que es fácil encajar. Jugar a estar en casa es penetrar en la intimidad ajena para descubrir que hay algo común en todas las intimidades, en esa manera en la que lo esencial, lo humano y lo cotidiano se abultan e hinchan en las esquinas de habitaciones y pasillos. Leigh Alexander cerró la Offworld Collection profetizando que el futuro de los videojuegos está en esos cuartos ajenos que siempre tienen algo de propio, que en la manera en que los habitantes de los videojuegos se retratarían en sus espacios encontraríamos nuevas cotas de expresión. Hace unos cuatro años de aquello y lo que entonces era futuro ya se ha convertido en presente. Hasta a los viejos héroes les ha crecido un techo, una familia y una cama a la que regresar una vez el mundo se salve.

3. En su Poética del espacio —un libro que a los arquitectos siempre se nos dice que es de cabecera—, Gastón Bachelard dice que «todo lo que brilla ve», y que las casas abren los ojos cuando las lámparas se asoman a una ventana. Uno de mis pasatiempos favoritos es salir a caminar por la noche y mirar a las habitaciones encendidas de las fachadas. La oscuridad vuelve porosos los edificios, y al otro lado asoman posibilidades prácticamente infinitas, bifurcaciones de caminos no escogidos. Jugar en casa de otro, creo, es exactamente lo mismo: otro lugar, otra posibilidad, devolviéndote la mirada.

4. El interés incendiario que sentí cuando me enteré de la existencia de Devotion vino de la posibilidad de jugar a una intimidad muy lejana. Al otro lado de la pantalla —de la ventana— aparecía una sala de estar de un piso oscuro y enrarecido del Taiwán de los ochenta. Un ventilador colgando de su propia sombra en movimiento, una tele gordísima parpadeando, un pez enorme e iluminado en una pecera al fondo y, entre medias, un aire entre espeso y apretado. En su libro, Bachelard también abre pie a la idea de que las casas pueden escribirse y leerse, y este Devotion mostraba en un par de fotogramas las piezas más interesantes de su relato: fotos, cuadros, adornos y objetos normales y corrientes; un tiempo que daba saltos y se precipitaba y se volvía algo casi tangible; una casa llena de secretos. Luego todo se volvía oscuro y peligroso, y aparecían fantasmas, las puertas que se cerraban solas, las paredes se cubrían de rayones y aquel pez se moría.

5. Era evidente que la casa de Devotion había sido construida para dar miedo, pero, casi como un ejercicio canónico de género, de lo familiar volviéndose enésimamente extraño, los desarrolladores habían optado por un terror muy básico. Uno cargado de problemas heredados, que partía del triángulo madre-padre-hija y volvía a matar a la primera, volver loco al segundo y hacer que fuese la última quien lo sufriera. Jugándolo noté una tensión insalvable: la imaginería taiwanesa, los miles de kilómetros que me separaban de esa casa, las tradiciones y rituales a los que quería acercarme como si fuesen, gracias al juego, algo común y corriente, no era sino el contexto para que el mismo mal de siempre se colara por la puerta y lo cubriese todo de sangre.

6. Las maneras en las que una casa puede volverse extraña a sus habitantes van mucho más allá del miedo. Hay emociones más sutiles, incomodidades que se cuecen lentamente y van acumulándose como un polvillo sobre todas las superficies hasta que es imposible tocar nada sin mancharse. El caserón de Gone Home —referente inevitable— está cargado de esta misma electricidad, que surge del desplazamiento entre la protagonista que vuelve y el silencio que la recibe. La grieta que abre Gone Home en el paradigma del que parte es la que supone explorar la realidad de unos conflictos familiares que son, casi siempre, poco espectaculares. No en el sentido de sus consecuencias, sino en la noción de que suelen ocurrir por goteo, acumulándose hasta que los muros ya no cobijan, sino que aprietan. En Devotion es fácil e inmediato entender que la cosa va mal cuando hay una olla de vino de serpiente mezclado con ropa de tu mujer colgando del centro de la cocina. Gone Home cala lento, sin salpicar: no se dirige a ti para decirte que algo no cuadra, sino que poco a poco la intimidad ajena se va tiñendo de propia, y, una vez incrustados en su normalidad, llegan los golpes. Ya no se trata de hacer, sino de pararse a entender los motivos detrás de lo que los demás hacen.

7. Bajo todo esto, Devotion habla de cómo un padre desesperado se entrega en cuerpo y cartera al culto de una deidad que se revela estafa. Hay otros ingredientes, como las aspiraciones y sueños personales que abandona una madre para ponerse al servicio de los futuros ajenos, atándose a un presente perpetuo, absolutamente doméstico y sin horizontes; o la puesta en servicio del talento heredado para supeditar el porvenir a la rentabilidad, esa comprensión de que, a veces, en casa de los desesperados el prodigio puede ser una maldición. Devotion tiene movimientos magníficos, pero no termina de entender que lo verdaderamente inquietante está en esos trocitos de talent show que escupe la televisión de tanto en tanto a la oscuridad de una sala cada vez más vaciada, y no en huir de fantasmas por pasillos larguísimos y llenos de puertas que no llevan a ningún lado. Porque no da tanto miedo que el espacio mute ante nuestros ojos como comprender, de un golpe, que todo cambiaba ante nuestros ojos sin que nos diésemos cuenta.

8. Aun con sus luces, lo que se reitera en Devotion es la idea de que un conflicto como el que cuenta tiene una mínima solución posible. Du Feng Yu, el padre, pasea por la historia de su desgracia no para entenderla, sino para arreglarla. Su infierno es divino y poblado de almas penitentes, hecho de roca y herramientas de tortura. El de su familia era más mundano, más terrenal, más de andar por casa. Para cuando Feng Yu llegó al altar de su tormento, su mujer y su hija llevaban tiempo esperándole. Llevaban sufriendo desde el primer día.

9. En contra de este canon, Gone Home desplegaba un ambiente, una situación que no es que fuera irresoluble, sino que no se planteaba ni siquiera la posibilidad de resolverla. Diría que ese es el motivo por el que es un juego importante: muy pocas veces tenemos capacidad para cambiar el curso de las cosas.

10. Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia es infeliz a su manera. Y la manera de cada una es algo que solo puede aprenderse en casa.