Estaba ayer embelesado mirando el tráiler de ExeKiller. Hay poesía en el desierto interminable, las tormentas de arena inabarcables y nuestro coche atravesándolo mientras se encuentra con las ruinas del antiguo Hombre, con mayúscula, porque está claro que su grandeza ya no es la nuestra. De ahí la memoria me llevó a mis aventuras por los Yermo(s) de la saga Fallout y me di cuenta de todos los recuerdos que guardaba, de la belleza que había percibido en sus autovías derruidas y estructuras destrozadas. El agua empozada y los cañaverales de Point Lookout, el fulgor radiactivo del Mar Radiante, las grietas que no perdonan de La Divisoria… No olvido algunos escenarios, tampoco, de la saga Metro; y pienso a menudo también en Rakata Prime (KOTOR), que es otra ruina que atestigua el fin de una civilización, aunque no humana. O si nos salimos del medio, las tomas interminables de Blade Runner 2049 entre moles de acero y páramos donde sólo perdura la arena.
No deja de ser sorprendente que sepamos apreciar las imágenes de nuestra propia destrucción, que nuestra sensibilidad estética nos haya permitido trascender nuestra propia muerte y celebrar el momento en el que la humanidad apenas holle el planeta y sus edificios sean un testimonio, su lucha por la supervivencia un esfuerzo romántico por no dejarle un espacio a una próxima especie que le haga menos mal al mundo. Cómo no va a haber poesía en todo eso. Cómo no nos vamos a dejar seducir por la miríada de apocalipsis climáticos que se nos vienen encima.
Uno de los libros más interesantes que he leído este año (y probablemente en años anteriores) sea Utopía no es una isla, de Layla Martínez. La tesis principal del libro es que, por lo general, las distopías hace tiempo que perdieron su carácter de advertencia. La sobreexposición y nuestra propia existencia actual, al límite de todo tipo de colapsos, lo que provoca es una suerte de recogimiento. “Ok, esto es horrible, pero por suerte no estamos ahí aún”. Y esto tampoco llama a la acción, no nos lleva a evitar el mundo que se nos viene porque hemos aprendido que es inevitable, que no podemos hacer nada ya. El there is no alternative thatcherista, o ese realismo capitalista de Mark Fisher del que últimamente se ha puesto de moda hablar. Uno puede estar o no de acuerdo con esta idea, pero vayan a preguntar a Twitter (como ejemplo de red eminentemente política) sobre futuros posibles y apenas encontrarán nada que vaya más allá del reformismo y el querer volver a una arcadia socialdemócrata que nunca fue.
Frente a esto, la propuesta de Layla (y de muchos más autores) es recuperar el pensamiento utópico, el ir generando horizontes y forzar la imaginación hasta que seamos capaces de imaginar mundos mejores y cómo se puede llegar a ellos. Pero para eso tenemos que salirnos de nuestros marcos conocidos y, desde luego, abandonar el pensamiento de derrota perpetua que nos tiene hundidos y paralizados. No vale con volver a lo que había antes porque eso no va a ser posible, pero eso no significa que no sea posible ir hacia otros horizontes. Ser capaces, en el fondo, de romper esa máxima que dice que nos resulta más sencillo imaginar el fin del mundo antes que el fin del capitalismo.
¿Por qué les hablo de todo esto en una página de videojuegos? Pues porque la guerra cultural se hace en todos sitios. Seguimos hablando y hablando y hablando de distopías, de postapocalipsis de toda índole y de escenarios en los que, sí, hay poesía. Pero creo que nos toca a todos, tanto jugadores como creadores como críticos, empezar a acostumbrar la vista a otros escenarios. Reclamar (y apoyar) obras que imaginen y que propongan algo distinto, que se salgan de los marcos que llevan décadas atenazando el desarrollo del videojuego y de máximas y limitaciones que sólo acaben en el capitalismo.
Hay poesía en un paseo por el campo mientras vas tratando árboles enfermos. También la hay recogiendo basura en la playa o atendiendo un huerto comunitario con el que dar de comer a tus vecinos. Son ejemplos tontos que se me acaban de ocurrir y que seguramente funcionen muy bien como videojuegos. Pienso en Terra Nil, que es un citybuilder inverso que nos propone eliminar nuestra huella ecológica y me doy cuenta de que apenas hemos rascado la superficie de todo lo que puede venir detrás. No hace falta tampoco ponerse wholesome, es bastante factible desarrollar un videojuego de gestión económica pero en el que la prioridad no sea el PIB sino algún otro indicador, como la felicidad de los habitantes de tu nación. O incluso videojuegos de guerra, ¿por qué no? ¿No sería apasionante un título en el que declaramos la guerra a la viruela y la erradicamos del planeta, como hizo alguien que se permitió soñar con erradicar la enfermedad? Una vez uno empieza a jugar con marcos distintos las posibilidades son infinitas.
¿Significa esto que haya que dejar de lado las distopías, abandonar todo videojuego que no sea un simulador de reforestado de descampados abandonados en tu barrio? Por supuesto que no, aunque no estaría de más que ciertas modas se fueran pasando y sólo quedaran las mejores obras que se abrazan a ellas. No es mi intención pedir eso, ni pedir (en este texto) que deje de haber videojuegos violentos u obras que son básicamente ideología yanqui metida por un embudo hacia tu cerebro. Me basta con que abramos los ojos un momento y nos demos cuenta de algo sencillísimo.
Hay poesía en las ruinas, en la destrucción y los yermos infinitos. Pero también hay poesía en cuidarnos los unos a los otros, en las ciudades pensadas para sus habitantes y no para los negocios, incluso en megaestructuras que sirvan para que todos vivamos un poco mejor. Hay poesía tanto en los paisajes que hemos dejado de destrozar como en los que restauramos y, sin duda, hay poesía en cada uno de nosotros. El desafío es inmenso, pero más lo será la belleza si nuestra mirada se fija por fin en ellas.