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Frostpunk
Frostpunk

Análisis: Frostpunk

Frostpunk
Fecha de lanzamiento
24 abril, 2018
ESTUDIO
11 bit studios
EDITOR
11 bit studios
PLATAFORMAS
PC, Mac, iOs, Android, PS4, ONE

Recuerdo el día en que llegamos a este lugar. Con la memoria de la civilización velada por las brumas de la deriva, tuvimos la osadía de llamar Nuevo Londres a un páramo helado, borrachos de ilusión al ver aquel enorme generador plantarle cara al olvido. Sin perder ni un minuto, repartí trabajos y tareas, y esa misma noche mandé construir nuestras primeras casas. Con más urgencia que método, la ciudad fue creciendo con el paso de las jornadas. Una semana después llegaron los primeros refugiados, apenas un puñado de cuerpos ajados y temblorosos, los más robustos y resistentes cargando con los heridos a la espalda. Todos conocíamos el peaje por atravesar los caminos bajo el eterno invierno, así que no hubo preguntas. Pronto llegaron más supervivientes y a todos prometí techo, propósito y esperanza. Ante la adversidad me aferré al orden y la disciplina, pero a cada obstáculo cometí siempre el error de decidir con el corazón e ignorar las dudas de mi cabeza, y a la llegada de la gran tormenta, demasiadas bocas y poca comida convirtieron Nuevo Londres en una enorme fosa común, cuyo silencio solo se rompía por las constantes despedidas. Casi todos murieron, pero en cada pérdida, confieso, encontraba un horrible consuelo: los muertos no piden, no sufren, no se lamentan. Para cuando volvió el sol, apenas quedábamos unos cincuenta. Así aprendí la primera lección: decir no es, a veces, la única vía hacia la supervivencia

Frostpunk comienza pintando una estampa extremadamente trágica: un mundo sobrevenido por una glaciación repentina, abandonado al frío y a la ruina, que ve cómo todo conflicto pasado es pequeño ante el avance voraz del hielo y la nieve; una humanidad en pedazos, dispersa entre el deseo de supervivencia y la desolación de hogares abandonados, creencias perdidas y un adiós continuado; una sensación de zozobra constante, de mala espina por un peligro que acecha tras cada aviso, cada evento, cada novedad escondida en la suma de los días. Es un punto de partida tan atípico como interesante: desde el primer momento, la batalla está perdida.

El mismo estudio que en su día propusiera ampliar el grano de la imagen de la guerra en This War of Mine, un título de scroll lateral que atendía a las pequeñas historias de supervivencia entre escombreras, vuelve para tejer otro conflicto de los que asedian tanto la mente como el miocardio. En esta ocasión, 11 bit Studio se sirve del género de estrategia para ponernos al frente de los ochenta habitantes de Nuevo Londres, la última ciudad sobre la Tierra, para liderar un desesperado intento de permanecer en ella.

Para interpretar este papel, deberemos atender a cada uno de los sistemas que regulan el funcionamiento de la recién nacida urbe. Así, intercambiaremos constantemente entre los uniformes de trabajador, de arquitecto, de investigador y de legislador, adaptándonos a cada uno de los objetivos que estructuran tanto la campaña principal como los escenarios alternativos que se incluyen en el juego.

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Nuestra principal tarea en Frostpunk será la recolección de recursos, necesarios para construir, alimentar, investigar nuevas tecnologías y asegurar un mínimo de calor para combatir una temperatura cada vez más extrema. A partir de ahí, deberemos gestionarlos sabiamente para levantar nuevas calles y edificios e ir mejorándolos en versiones de consumo más eficiente y con mejor aislamiento térmico, utilizando para ello un árbol de tecnología que tendremos que manejar con con tanta diligencia como cuidado, pues no habrá tiempo ni materiales suficientes para activar todas sus opciones.

En paralelo, para encarar cada una de las crisis que nos saldrán al paso según corra el calendario, podremos servirnos del elemento que ata toda la experiencia de la obra, la que matiza cada movimiento, añade toneladas de duda a cada decisión y forja, paso a paso, el marco ideológico de nuestra nueva sociedad.

Organizado también en ramas, dispondremos de una serie de puntos clave con las que definir un ideario. Como ejemplos, podremos extender los turnos de trabajo hasta las veinticuatro horas o permitir que los habitantes de Nuevo Londres resuelvan sus trifulcas mediante duelos. Leyes hechas de cal y arena, sin ventaja libre del veneno de las consecuencias, que afectarán las barras de esperanza y descontento que resumen el sentir general del grupo respecto a nuestros actos.

A medida que firmamos decretos nos volvemos más controladores, virando hacia un intervencionismo en el que los tentáculos del viejo poder asomen por cada pliegue de la vida cotidiana hasta que ningún detalle se nos escape. Este es un viaje periapocalíptico cuyo final solo verán los que decidan mancharse las manos, unas veces de barro, otras de algo peor, pero siempre como guías de una comunidad que precisa de nuevas varas de medir para no sucumbir ante la más mínima contingencia.

La historia se repetía. El mismo recóndito lugar, un idéntico anhelo, el peligro llamando insistentemente a nuestras puertas. Con la lección aprendida, afronté nuevas decisiones ignorando súplicas, desoyendo peticiones, sentenciando disputas. Sabía lo que rumiaba en el horizonte, así que fui más previsor: casas más robustas, almacenes más grandes, fronteras más celosas. Volví a entregarme al orden, no sin librarme de la duda, y aunque cedí a ciertos impulsos, aún confié en mi gente, en que podríamos entendernos y resolver nuestras diferencias como antes, cuando éramos personas. Una vez más, me equivocaba. Quizá los viejos demonios fueron los únicos que sobrevivieron al frío que nos arrinconó en la desidia, o puede que la visión constante del fuego despertara instintos tiempo ha olvidados. Ya es demasiado tarde para averiguarlo. Perdidos entre revueltas populares, rebeliones y disidencias, fuimos presa fácil para aquella bíblica e ineludible tempestad. De esta manera, mientras nos abalanzábamos los unos sobre los otros haciendo el trabajo de la ventisca, llegó la segunda lección: la ley temprana se firma en tinta, la tardía se graba en sangre

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En lo que a la crónica se refiere, Frostpunk no es un juego narrativo en sí mismo, al menos si lo enfrentamos a los mecanismos habituales mediante los cuales muchos títulos cuentan historias. Aquí, pese a que los tramos por los que pasa cada escenario son siempre los mismos, el choque de los sistemas jugables es el que produce el relato. Un niño tiene un accidente de trabajo, sus padres comienzan una revuelta y te ves forzado a tomar decisiones que marcarán la evolución de la ciudad para siempre. Es todo cuestión de prioridades.

Un grupo de exploradores encuentra un asentamiento abandonado, no hay rastro de habitantes y los motivos del desastre no están claros. Les ordenas investigar el enclave y mueren a manos de los animales salvajes que lo han ocupado. Has perdido la conexión con el exterior y un lote de jugosos bienes materiales, pero por encima de ello —o por debajo, según tus orientaciones— a cinco buenas personas, con sus nombres y apellidos, voluntarios por un subidón de adrenalínico optimismo.

Y es que esta es la pieza clave del meollo en el que te mete Frostpunk: su gente. La atención pormenorizada a cada uno de las pequeñas vidas que pululan entre los radios de la ciudad es todo un avance respecto al tratamiento típico que suelen recibir dentro del género. Lejos quedan aquellos míticos aldeanos del Age of Empires, peones anónimos, atemporales y siempre serviciales cuyo único diálogo con el territorio ocurría a través de la punta del pico o la pala. En aquella legendaria obra, era el jugador el que los alumbraba, previo pago de las unidades de comida necesarias, trayéndolos a un mundo dominado por un conflicto eterno, al que acudían como carne de cañón para alimentar la insaciable historia de la guerra.

En Nuevo Londres, las tornas se cambian y son los pobladores los que nos exigen a nosotros estar a la altura. Todos y cada uno de ellos tiene un lugar en el mundo, unas relaciones, un puesto de trabajo, una familia, y su actividad puede seguirse minuto a minuto a lo largo de cada jornada. De manera coherente, y dado que la duración diegética de cada partida varía entre unas semanas y poco más de un mes, el crecimiento demográfico tiene lugar mediante la inclusión de todos aquellos necesitados que vengan a pedir asilo, pudiendo negárselo en todo momento, u otorgarlo únicamente a aquellos lo suficientemente sanos como para unirse a las faenas disponibles.

Para crecer, hay que abrir las fronteras, pero para hacer hueco es preciso prever que cada refugiado es más que un nuevo par de manos útiles, ya que también lleva consigo todo tipo de necesidades y angustias. Según la ciudad progresa, se vuelve más compleja y eficiente, al tiempo que le crecen las variables y, con ellas, las posibilidades de en cualquier momento todo se tuerza, en un instante tan temible como necesario, porque solo al enfrentarlo aprenderemos de cada uno de los muchos errores que cometeremos de camino a lo más parecido que Frostpunk ofrece como victoria.

Porque bajo todo el humo del carbón que nutre las complejas y bellas estructuras de estilo steampunk de Nuevo Londres, los melancólicos violines de la banda sonora siempre se mezclan el murmullo de quienes no pueden ignorar que el mañana siempre exige un tributo, gargantas en las que se mezclan toses, gritos y plegarias.

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En Frostpunk no hay derrota pequeña, ni triunfo que no pese. Demasiado ocupados en enfrentar la tormenta, ignoramos que las puertas del mismo infierno están entornadas, el temido día en que sus hornos se congelen a la vuelta de la esquina, cuando el último fuego que arda sea el de la entropía intrínseca de una humanidad capaz de consumirse a sí misma. Ese es el auténtico saldo, la verdad que revela la inconcebible helada.

Incluso mientras el último capítulo del mundo se escribe a pasos acelerados, seguimos autodestruyéndonos, nombrando el bien común, sacrificándonos por la supervivencia de unos pocos a costa de los que se quedan por el camino. Puede que al otro lado se encuentre la libertad y de este final consigamos que surja otro comienzo, pero cuando pisemos la nueva tierra habremos de afrontar que el camino por recorrer quizá no sea más que un reguero de sangre y miseria nublado por el imperecedero frío de nuestra más oscura gesta.

La tercera debía ser la vencida. Obsesionado por los fracasos anteriores, decidido a sobrevivir a toda costa, ejerciendo un férreo control desde el amanecer mismo de nuestra llegada. Hombres, mujeres y niños serían, desde el primer momento, iguales: todos trabajarían. Con la mano de obra extra, el crecimiento de este Nuevo Londres se disparó por encima de cualquier expectativa. Recogíamos más recursos de los que podíamos consumir, construíamos más casas de las que podíamos ocupar y quemábamos tanto carbón que, por un instante, creímos haber vencido a la tristeza. Había entregado la infancia en trueque, consumiendo los restos de inocencia que nos quedaban, pero era cobro menor ante la visión de tanta cara agradecida. Sin perder ni un ápice de tiempo, estampé mi rúbrica en cuanta norma se me ocurría: prescindí de los heridos, sepulté los muertos bajo la nieve para aprovechar sus cuerpos, convertí el serrín en comida. Instauré una nueva religión, entregué mi alma al templo y a la ortodoxia, cambié por el báculo la antorcha, buscando una última y desesperada luz en las tinieblas. Vendí tanto a cambio de un futuro, que terminé por empeñar mi propia alma. Esa fue la última y más dura lección: no siempre merece la pena el precio que hay que pagar por la vida.

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Frostpunk cumple con lo que promete: cuando logremos aunque sea una escasa victoria podremos saborearla y disfrutar por todo lo que ha costado.
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