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Sekiro

Columna: Sekiro – En el país de la muerte

1. De la época en la que empecé a proyectar mi primera casa suelo acordarme de cuando pensé por primera vez en escaleras. Entre leyes de proporción y códigos técnicos, un profesor de refuerzo con el que me veía por las tardes se esforzaba en que no las viese como un objeto escultural o una simple necesidad, sino como algo con su propia entidad espacial. En esa metáfora vivida que puede ser la arquitectura, un conjunto de peldaños puedes ser un lugar en el que pasan cosas. Los eventos moldean la realidad física y simbólica de cualquier espacio, y entre todo lo que podría ocurrir en una escalera, aquel profesor siempre decía que, si servía para subir o bajar un ataúd, era una de las buenas. Fue una de esas frases que alguien te suelta y se convierte casi sin quererlo en una lección para toda la vida. Una mezcla de contradicción y resignificación de cómo reflexionar sobre los lugares en los que habitamos: la muerte puede dar la medida de la vida.

2. Algo similar podría decirse del espacio que empezó a construir FromSoftware con Demon’s Souls. El modelo que fue evolucionando y adquiriendo matices con la suma de los años y los juegos tuvo su origen en esta noción de la mucha muerte. Los Souls eran juegos a los que uno llegaba para morir, avanzando caída a caída por territorios que se presentaban invariablemente devastados por algún tipo de calamidad, fuera cuál fuese su origen. Las trazas del desastre se repartían por todos los rincones del espacio, y en ese avanzar muriendo que propusieron desde el primer momento, los jugadores caminaban, aunque nunca supieran realmente hacia dónde. De ahí surgía esa dinámica aglutinante, como una recogida de hilos, pedacitos de lo que había llevado al mundo a terminarse. Todo lo que había muerto hablaba de cómo había sido la vida y cómo había cambiado. De por qué había terminado.

3. Sekiro es un juego que pivota. Su relación con la obra reciente del estudio es evidente, tanto por lo que le debe como en lo que le aporta. Hay muchas maneras de entender este giro que a veces se me antoja como un refinamiento formal y, otras, como una cara B de lo que Bloodborne supuso para Dark Souls. De la dualidad base de esquiva y escudo, el juego de la sangre y las bestias exploraba y afilaba lo primero, mientras que Sekiro prácticamente abandona esto y te obliga a ir de frente contra el enemigo. La eterna noche de cacería sonaba a gritos estridentes, a viento cortado y a disparos; su sangre borboteaba, llovía y empapaba, formando un equilibrio en el que perdía el que primero se quedara sin ella. La de Sekiro salta a chorros, entre horrible y ceremoniosa, menos constante, pero, quizá, más impactante: cuando aparece simbolizaba victoria. Y su sonido es el del acero chocando; el tintineo interminable de las espadas.

4. Esta no es solo una variación mecánica, sino que Sekiro cambia los cánones de la narración soulsborne en favor de una in media res que recoloca al jugador en el clímax de la cronología. Ya no pasea por la ruina, sino que es parte activa de su creación; ya no hay un reino caído, sino uno en pleno descenso, y el margen de maniobra es, hasta cierto punto, el de decidir de qué lado cae. La lucha está al borde de eternizarse, de producir un ciclo de destrucción irreversible. Y lo que ocurre cuando la muerte se cronifica es algo que hemos visto unas cuantas veces. La gente se vuelve hueca y su pasado un país desolado.

5. Uno de los temas de Sekiro es cómo la obediencia ciega produce monstruos. El código de honor shinobi es irrenunciable y la lealtad el valor del que emanan todas las demás virtudes. De ahí brotan los dioses: el padre y el apellido; la patria y el gobernante; familia, país y sangre. De manera transversal, la ubicuidad de la muerte, tan consecuencia como medio, y el residuo abundante y político de una dinámica fundamentada en la gestión de quién la administra y quién la merece. Por primera vez son los otros los que, muriendo, dimensionan la tierra. Del espacio para morir al espacio para matar.

6. Este espacio para matar tiene su principio físico en la verticalidad y la fragmentación. El paisaje de Ashina desde su más alta montaña al fondo de ese valle oculto lleno de criaturas inmensas, está plagado de plataformas y puntos de agarre, y el mero control de la altura es capaz de desequilibrar un combate. Sekiro es un weaponized space —un ámbito militarizado, a falta de una mejor traducción— en el que el cuerpo de todos sus habitantes termina en algún tipo de hoja afiladísima. El núcleo mismo de la obra es ese brazo protésico del protagonista, que, tras perder el original, el de carne rematada en dedos, recibe un miembro imposible y tecnificado. Una extremidad que escupe fuego, shurikens y silbidos, pero que, por si todo eso falla, también acaba en espada. El cuerpo de Sekiro entregado al cometido de su amo.

7. Nada escapa a esta realidad. Al otro lado de quienes empuñan un arma están todas esas otras criaturas que se ven envueltas en el conflicto de alguna u otra manera. Hay toros convertidos en arietes literales y en llamas; hay monos con pistola y espadas, pero también los hay que están simplemente en su casa, esperando a que lleguemos y les atravesemos el pecho o la garganta. En torno a ellos ocurren un par de escenas que me resultan difíciles de encajar. Está aquel animal solo y asustado que puedo sacrificar a una serpiente gigantesca para ver qué es eso que protege con tanto ahínco. Y también esa pequeña congregación que parece rezar al abrigo del valle más profundo, donde descansan los Vodhisttva, y más allá de ellos un objeto que brilla. El premio por bajar y asesinarlos es un puñado de hierro.

8. En estos momentos no logro ver con claridad la postura que tiene Sekiro respecto a lo que dice y a lo que demuestra. A cada paso que doy Ashina se vuelve más necrópolis, pero quizá un reino hecho de mazmorras llenas de muertos en vida y templos ocupados por vivos en muerte no tenía alternativa alguna. Pero la cuestión es cómo el propio Sekiro encaja en este encuentro de voluntades. El servilismo es total: no hay preguntas ni dudas, solo obligaciones. Los viejos tesoros de Ashina te pertenecen, aunque sus protectores no se han enterado, y como su deber es protegerlos a toda costa, solo hay un desenlace posible. Una vez más, siempre, la muerte. La de ellos, la tuya, la de cualquiera. Unos caen porque ganas, otros enferman porque pierdes.

9. El asesinato administrado por un shinobi es, por encima de cualquier otra cosa, un espectáculo. Hay mucho de postura y coreografía, de ese baile a dúo al que recurro habitualmente cuando intento explicar cómo la acción se relaciona con el espacio y cómo puede afectarlo. Cada participante baila con el contrario y con el suelo, con las paredes y con el aire. Son dos dúos sincronizados, como dijo el coreógrafo Steve Paxton en alguna entrevista. A veces, no obstante, Sekiro se recrea en lo que hace, y la imagen del videojuego —una de esas asignaturas eternamente pendientes— se viste de épica y grandilocuente. Aquí, matar un gigante se festeja con poder absoluto, pero también se siente como algo fuera de lugar. O puede que sea solo yo, que tras tanto clavar la espada acabo pensando en que ojalá la próxima vez sea algo evitable.

10. Hay un concepto que se menciona de vez en cuando en el juego y al que no paro de darle vueltas. Shura, derivado de Asura, es el estado final de la violencia encarnizada, la apoteosis del cuerpo para que pueda soportar una lucha interminable. Los rastros de la shura están por todas partes, en forma de demonios, de condenas y de cosas impronunciables. Y está también, en esa ironía de que el verdadero significado de no morir es estar en guardia hasta que el mundo se acabe. Jugar a Sekiro fue un poco esto: estar siempre en tensión y darme cuenta, progresivamente, de que a mi lado caminaba el desastre. Me dijeron que fuera y fui, que luchara y luché, que matase y maté. Caí y volví a levantarme, una y otra vez. Hasta que no quedó nadie.

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