Si a Suda 51 se le considera el punkerpor excelencia de la industria de los videojuegos, es casi un reconocimiento digno de ser celebrado. Es más, él es el primero en sentirse a gusto con esa definición. Desde luego no es por, no sé, crear una empresa autogestionada (Grasshopper, al fin y al cabo, está envuelta en los procesos de la estructura económica capitalista y mercadotécnica), pero sí se agradece, y no poco, su actitud de constante confrontación con el fondo y la forma de los videojuegos mainstream pese al, o tal vez debido a ello, uso de la violencia simbólica, que en su caso se convierte en irrefutable parodia sardónica.
De ahí, también, la pasión que siente por toda la escena independiente, percibida tanto en los homenajes que hace a títulos indiesen sus juegos (todas las camisetas disponibles en Travis Strikes Again de juegos como The Red Strings Club, Superhot, Papers, Please, The Stanley Parable o Mother Russia Bleeds sin ir más lejos), como en su colaboración (no sé si desinteresada, pero eso quiero pensar) con Devolver Digital en la promoción de su catálogo.
No menos importante es recordar sus más de treinta años de trabajo continuo en la industria, desde que en 1993 le contratara Human Entertainment y entrara sin prolegómenos curriculares como director de Super Fire Pro Wrestling 3 Final Bout. Antes ya había trabajado como diseñador gráfico para los folletos de Sega, pero en esos años compaginó otros trabajos, como por ejemplo en una funeraria, donde se dedicaba sobre todo a los ramos de flores; una experiencia que, lejos del mero morbo, en sus propias palabras, le hizo pensar sobre la vida y la muerte. Sin olvidar que antes de entrar a Human Entertainment carecía por completo de experiencia como diseñador o guionista de videojuegos, algo —el ensimismamiento, la endogamia— en lo que lo que como en otros aspectos, la industria japonesa difiere de la occidental.
A pesar de que en 2005 ya contaba con una carrera de doce años, y de haber dirigido juegos de éxito (en Japón), como la serie Twilight Syndrome o The Silver Case (el primer juego de Grasshopper Manufacture), el lanzamiento internacional de Killer7 le dio a conocer al gran público occidental. Yo lo jugué en su lanzamiento, pero nunca lo llegué a finalizar. Por suerte, se publicó para ordenador en Steam, y no hace mucho he podido disfrutarlo por completo.
Los puntos clave de Suda 51 como diseñador de culto ya se intuían en su obra anterior a Killer7, pero fue este el que terminó por darle una forma definitiva y en el que aparecían ya sus fetiches estéticos y argumentales, como el obsesivo protagonismo de los asesinos profesionales (la saga No More Heroes, Killer is Dead y Shadows of the Damned o el reflejo de sus pasiones extralúdicas, como la lucha libre, amén de su sentido del humor, negro como la peor de las noches. Es quizá la obra fundacional de su sello; un juego que, si se lanzara hoy, provocaría la alabanza y los requiebros de la alternativa al mainstream; un título que, de hecho, contribuyó ya en esa fecha a la conformación de esa misma alternativa.
Por ir al grano, ¿de qué va Killer7? Grosso modo, de un grupo criminal profesional de siete asesinos (que son en realidad las siete personalidades de otro asesino) contratados para poner fin a los ataques terroristas de los Heaven Smiles, unas criaturas medio zombis, medio demonios que se inmolan después de, precisamente, soltar una estridente carcajada que deja a quien juega en una total inquietud: sonrisas celestiales. Aunque, en realidad, esta sucinta síntesis oculta una complejidad argumental mucho mayor. En términos literarios, por otro lado, viene a ser un thriller geopolítico con acento noir desarrollado en un contexto de ciencia ficción y terror, como si Katsuhiro Ototmo, Dashiell Hammet, Takashi Miike, Noam Chomsky y John Carpenter hubieran quedado un día para conocerse y de ese encuentro hubiera surgido una propuesta ficcional. Lo sorprendente es que, pese a lo alocado que suena, mantiene una coherencia envidiable en el worldbuilding.
La paleta de colores es apagada, oscura, fotófoba, pero con brotes de saturación; una equilibrio desequilibrado en lo visual que trata de buscar también su salida en la banda sonora: desde el jazz al ambient pasando por el chill out, la electrónica más chillona o simplones ritmos disco, Masafumi Takada y Jun Fukuda (ambos colaboradores habituales antes o después de Suda 51) compusieron un total de 61 canciones, entre las cuales también encuentran su sitio el rock o cortes más clásicos, por dramáticos, de la producción audiovisual que se mueven entre la melancolía y la impudencia. A esto hay que unirle unos gráficos cel shading poligonales sin texturas, solo coloreados, lo que unido a su postura de cómic, hacen de su dirección de arte una de las mejores y más laureadas de los primeros 2000.
Otros rasgos de su estética (esta no solo son los gráficos y la música) marcan con mayor profundidad las intenciones de Suda 51 y su equipo. Hay en Killer7 lo que Mateo Terrasa Torres denomina sufrimiento ludoficcional:
Jugar implica la aceptación consciente de la frustración y el sufrimiento. Es parte de la experiencia (…) La experiencia ludoficcional crea espacios emocionalmente inseguros regidos por dinámicas de sufrimiento, frustración, esfuerzo y un alivio efímero (…) Este sufrimiento concretado en lo ficcional, aunque siempre imbricado en lo lúdico, desplaza el sufrimiento de los personajes al jugador.
La genialidad de Suda 51 como diseñador quizá (en espera a lo que está por venir) alcanzó su cenit aquí, sino en la perfecta ejecución del control sí en la provocación de resultados estéticos que aún resuenan a día de hoy y que muestran la asunción de un riesgo pocas veces visto en la industria. Nuestro personaje (cualquiera de los siete disponibles) solo camina hacia delante o hacia atrás al pulsar un botón (pulsando otro nos damos la vuelta). El avatar se mueve por raíles predefinidos. Así, en un momento en el que GTA: San Andreas estaba reventando todas las listas con su mundo abierto, Suda 51 y Grasshopper decidieron coartar al máximo la libertad de movimiento y de exploración: una libertad más dirigida que nunca.
o celebrable es que esa restricción expresa convenientemente la intención del juego de transmitirnos una inseguridad apopléjica, especialmente cuando nos enfrentamos a los Heaven Smiles. Hasta huir, que es posible, se convierte en toda una planificación premeditada, debido precisamente a que solo podemos ir hacia delante o hacia atrás. Cuando aquellos aparecen, primero escucharemos su maléfica risa. A continuación, debemos escanear con el gatillo izquierdo para que se nos muestren físicamente, y luego dispararlos, acertando en su punto débil a ser posible. El dibujo que realiza la curva de dificultad es esperanzador, desde un primer momento en el que llegaremos a sentirnos totalmente inútiles hasta un final en el que habremos conseguido dominarlo con cierta maestría chulesca.
Grasshopper y Suda se la jugaron, y quizá para las ventas les hubiera funcionado mejor una opción más tradicional y asentada (una acción en tercera persona sin más), pero en cuanto a creatividad se refiere es para que les lluevan flores. Y lo mejor es la burla hacia el establishment de la forma de los juegos de acción: entre finales de los noventa y los primeros 2000 aparecieron todas las grandes sagas y series de FPS (Half-Life, Quake, Battlefield, Medal of Honor, Unreal), con permiso de las grandes que ya existían (Wolfenstein y Doom), y a partir de 2007, con el lanzamiento de Bioshock y sus secuelas, se dieron unos años en los que FPS era sinónimo de videojuego o, como me dijo alguien una vez, «hubo unos años en lo que todo eran FPS». A través de Killer7 intuyeron lo que se venía, lo desmontaron y lo volvieron a construir de una manera que no solo resultaba expresivamente burlesca, sino que funcionaba y, lo mejor de todo, le añadía singularidad estética. Tal es así que en Killer7 se encuentran la mayoría de los «motivos estéticos de la dificultad» que Mateo Terrasa Torres categoriza en su ensayo: confrontación, opacidad, complejidad narrativa, fantasías de impotencia, terror y metadiscursividad.
Otros elementos del diseño de Killer7 son más habituales en el videojuego japonés, como las distintas habilidades de los personajes. Pero la alternancia entre ellos contribuye a la suave progresión de la curva de dificultad y le dan cierta flexibilidad al sistema de juego. Todos llevan el apellido Smith, y nos encontramos de todo: Garcian es el que se ocupa de recoger lo que queda de sus compañeros y devolverlos a la vida (aunque esta mecánica apenas hay que usarla si no se desea); Dan es el pistolero mafioso arquetípico; Kaede lleva una pistola francotiradora y, además, rajándose las venas hará que se abran nuevos caminos; Kevin lanza cuchillos y se hace invisible; Coyote lleva una pistola y salta a otros espacios inaccesibles; Con lleva dos pistolas y atraviesa espacios pequeños y es muy rápido; y Mask es la fuerza bruta, con un pistolón lanzagranadas y la capacidad de tirar abajo muros.
Yo pronto descubrí que mi predilecto era Kevin, por la simple razón de que a él no se le gastaba la munición y se libraba de tener que recargar, un momento, la recarga, que hará que te tiemblen las manos si los Heaven Smiles están aún de pie y caminando hacia ti. Cuando tenemos que utilizar las habilidades especiales de cada uno se nos indica en el mapa, lo que podría considerarse que le resta riqueza lúdica, pero teniendo en cuenta el incómodo sistema de control y combate, resulta en un acierto que equilibra la dificultad. A esto hay que sumar unos puzles que no son excepcionalmente difíciles, pero tampoco se resuelven casi sin mirar, y que son, sobre todo, muy ingeniosos; y, asimismo, los combates contra los jefes finales, variadísimos en situaciones y propuestas y, a veces, desternillantes.
Mención aparte merece la historia, que fue escrita a cuatro manos entre Suda 51 y Shinji Mikami. Como decía más arriba, básicamente se parte de acabar con los Heaven Smiles. Pero ¿quién los controla? ¿Por qué están atentando? A lo largo de su complejísima historia, se tratan temas como la identidad, la naturaleza del poder, el capitalismo, el imperialismo, la geopolítica o, incluso, trasuntos religiosos como la dicotomía entre teísmo y deísmo. Todos ellos flotan por todo el juego, a veces en una misión concreta, y otras de manera general. Si digo que es complejísima, el superlativo no es casual: incluso con el libro que escribió Suda 51 para aportar más información, Hand in Killer7, cuesta entender alguna de sus tramas, alguno de sus personajes, alguna de las cosas que quiere contarnos. Pero no porque estén mal escritas o planteadas, sino por una intención constante de ahondar en la estética de su dificultad. En su libro He soñado que soñaba, sobre los videojuegos japoneses de narración compleja, Adrián Suárez lo expone de manera inmejorable:
Desde el punto de vista occidental de este análisis , no se te escapará que presentar así a sus personajes, tan descontextualizados a veces del mundo en el que viven, sí favorece nuestro modo de ver la complejidad narrativa del título. Le inyecta humor, desconcierto e, incluso, desagrado, o la sensación de que se está produciendo una incoherencia garrafal.
Humor, desconcierto, desagrado, incoherencia… Precisamente todas las sensaciones que transmite la historia de Killer7. Por explicar más la historia, en realidad esta comenzó mucho antes del presente del título, con dos semidioses que nacieron a finales del siglo XVIII, se hicieron amigos y luego acabaron enfrentados: Hartman Smith y Kun Lan, que se oponen el uno al otro a lo largo de los siglos influyendo en el devenir histórico y geopolítico del mundo, con Hartman trabajando para varias organizaciones criminales y para expandir secretamente el capitalismo. Mueren varias veces, pero resucitan. En el presente del juego, el mundo ha alcanzado la paz óptima, hasta el punto de que se han deshecho del armamento nuclear haciéndolo estallar más allá de la atmósfera. Pero aparecen los Heaven Smiles y sus atentados terroristas, que amenazan esa paz, y Estados Unidos, en una ucronía en la que ellos y Japón son las dos potencias mundiales en una especie de guerra fría, deciden cortar relaciones con el país nipón lanzando un ataque de misiles balísticos. El Gobierno de Estados Unidos contrata a los Killer7, es decir, a Hartman Smith y sus siete personalidades, para acabar con los Heaven Smiles. Pero por el camino, van descubriendo una conspiración de proporciones bíblicas.
Hay que tener en cuenta que el juego se lanzó en un mundo pos11S. Tras los atentados de las Torres Gemelas y el Pentágono, y con la guerra contra el terror, no solo se alteró el mapa geopolítico, sino también la consideración de lo que era terrorismo. Ante los salvajes atentados de Al Qaeda, primero, y Estado Islámico, después, en las democracias occidentales, inmolarse y prender fuego a un cubo de basura eran lo mismo: actos terroristas. Mientras tanto, hoy como ayer, en Oriente Próximo, en Palestina o en América Latina, la política exterior de Estados Unidos, tan apegada a los golpes de Estado, a la represión y a los bombardeos en los que siempre muere población civil, se observan como una lucha por la libertad.
No es difícil escuchar y ver a los Heaven Smiles y no pensar en que Killer7, en buena parte, es una diatriba contra todo el cinismo surgido tras el 11S. De hecho, en todo el juego hay un sentimiento ladino, de crítica mordaz y circense, hacia la democracia representativa, hacia las grandes democracias (con Estados Unidos a la cabeza) y su lucha por la libertad, especialmente cuando el guion del juego se desenvuelve ante nosotros.
En la caravana en la que vive Garcian Smith escuchamos gritos de dolor, de tortura, en una habitación a la que no podemos acceder, salvo en un tramo muy concreto. Siempre que lo escuchaba me acordaba de Abu Graib, la prisión iraquí en la que, durante la ocupación del país por Estados Unidos y sus aliados, soldados estadounidenses y agentes de la CIA torturaron y abusaron de prisioneros. Un caso cuya investigación se inició en 2004, un año antes de que saliera Killer7, y que entre ese año y 2005, cuando salió el juego, ya había dado un buen número de condenados. Al final, descubrimos lo que hay en la habitación: una partida de ajedrez entre Hartman y Kun Lan, la misma en la que, en el pasado, ambos murieron asesinados. Podría parecer que la referencia a Abu Graib no es tal, pero las llamadas del Partido Republicano pidiéndole su voto a Gracian cada vez que llega a su caravana (tras superar cada fase) hacen dudar de ello.
Al final, en los tejemanejes políticos, tanto de Estados Unidos como de Japón, descubrimos que los nipones, utilizando una escuela de la que Hartman fue director y que en principio se utilizó para expandir el capitalismo, crearon un sistema de adoctrinamiento secreto para colocar a quintacolumnistas dentro de los gobiernos yanquis. Eso y una conspiración total, con una trama de tráfico de órganos y producción de Heaven Smiles en una empresa fantasma dirigida por Andrei Ulmeyda, uno de los jefes finales.
Es decir, en el presente del juego, Estados Unidos, paradójicamente, ha sufrido en su propio territorio lo que en nuestra realidad ha hecho él en otros países, por ejemplo, con la Escuela de las Américas o los Chicago Boys. Creedme si os digo que, hasta ahora, Suda 51 no se ha puesto más político. En uno de los diálogos finales, cuando hemos visto el retrato de Hartman Smith como si fuera uno de los padres fundadores, un personaje le pregunta a Garcian: «¿Qué es Estados Unidos?».
Se respira en todo el juego la desconfianza, hasta el punto de que nos enteraremos de que los asesinos no son siete, sino ocho. Una desconfianza conspiranoica, que es una muestra también de la previsión o la intuición de Suda 51. Una conspiración, la de Killer7, que incluye tráfico de órganos, incluso de niños, que no es muy distinta de las majaderías de Qnon o, mirando a la actualidad estatal, de Alvise Pérez. La diferencia es que lo de Killer7 es una ficción hiperbólica, con el fin de reflejar ciertas preocupaciones reales. Viene a ser una alegoría de lo que Naomi Klein dice en su último libro, Doppelganger: un viaje al mundo del espejo:
Los conspiranoicos interpretan mal los hechos, pero sus sensaciones son acertadas: la sensación de vivir en un mundo con zonas de sombra, la sensación de que se nos ocultan verdades importantes. El nombre del sistema que provoca esas sensaciones empieza por C, pero si nadie te ha enseñado cómo funciona el capitalismo y en cambio te han contado que va de libertad y días soleados y Big Macs y acatar las reglas para conseguir la vida que mereces, es comprensible que lo confundas con otra palabra que empieza por C: conspiración.
Es una realidad, un pensamiento, incómodo y agreste, tanto como lo es el sistema de control y combate de Killer7 cuando te lo encuentras por primera vez, tan restrictivo, tan volátil… pero a pesar de todo, tan funcional y válido que nos lleva a dominarlo, cumplir los objetivos y desentrañar toda la verdad. Quizás ahí resida la clave de todo: en pensar con incomodidad sin ser carne de meme.
Tras todo este homenaje a Killer7, cabría pensar que clamo por un remake pero nada más lejos. Es un juego, una obra, que se debe quedar como está. ¿Y por qué homenajearlo a un año de su vigésimo aniversario y no entonces? Realmente, creo que es lo más Suda 51 que podía hacer.