Algo provechoso tendría que tener ser un millenial (aunque sea por los pelos, como yo). Para mi caso, y en lo que concierne a los videojuegos, se traduce en haber sido testigo y seguir siéndolo en la actualidad de la evolución de este medio/arte/cultura (elige la denominación que más te guste, a mí me da igual). El cine, la televisión, la literatura, los cómics o la música siguen evolucionando, por supuesto, pero los saltos cualitativos son menores; digamos que, para los videojuegos, haber nacido en 1982 o antes, sería el equivalente de haber nacido en 1920 para el caso del cine, es decir, haber sido testigo de las grandes transformaciones, tanto tecnológicas como gramaticales. Imaginemos haber jugado a Gran Trak 10 en su momento o en sus postrimerías y luego también a Forza Horizon 5 más de cuarenta años después. Hay cierto sentido en todo ello de ser testigo de la historia cultural.
En los videojuegos, sin embargo, ocurrió lo contrario: partieron del género para, con el paso de las décadas, abrirse a las historias más cotidianas, sin fantasía ni futuro de por medio, o dejar que estas calasen en su cuerpo literario. Por supuesto que los videojuegos que se abren a este tipo de historias son los menos, pero ha sido, sin duda, un gran paso, que se ha dado además contracorriente, frente a la oferta y demanda de una industria muy encasillada, porque le reporta pingües beneficios, en unos determinados universos, reglas y mecánicas. Un origen apegado al género que ni por asomo significa que los videojuegos, como medio/arte/cultura y en los temas que tratan, no sean un humanismo.
Dentro de ese leve cambio de perspectiva, más que fijarme en títulos fenomenales y valientes que han transmitido sin género de por medio profundas reflexiones sociales (como por ejemplo The Stillness of the Wind, That Dragon, Cancer, Cart Life, Paper’s, Please, Bury me, my Love o Depression Quest) hay un tipo de juego, o momentos dentro de un juego, que son mis predilectos: aquellos que utilizan lo más prosaico de nuestra vida como motor o como anécdota lúdica y narrativa. Porque esos momentos o esos títulos son un grito desahogado del medio/arte/cultura, una forma de reclamar el derecho a escapar de esta o aquella galaxia, de ese o este reino perdido, de aquella o esa maldición atávica que nos persigue, aunque en realidad se siga dentro de ella. Son una disonancia diseñada premeditadamente para aliviar la carga de unas responsabilidades videolúdicas que en ocasiones se muestran un tanto… mandonas.
Para dejar claro de lo que hablo, vamos a empezar por lo más prosaico que se me ocurre: los pedos. Quien más quien menos suelta más de una flatulencia al día, a veces unas 40 y de media unas 15, según el Departamento de Salud del estado de Victoria en Australia. En Francia, en 1751, se escribió un tratado, El arte de tirarse pedos. Ensayo físico-teórico y metódico de 1751, escrito por un tal Pierre-Thomas-Nicolas Hurtaut —nombre que tiene toda la pinta de ser un pseudónimo, pero que no lo es en absoluto— que en un pasaje cantaba las bondades y peligros del proceso fisiológico en cuestión:
Todos los pedos son saludables por sí mismos, ya que las personas se desembarazan de ellos y, en efecto, esa evacuación aleja muchas enfermedades como el dolor hipocondríaco, la cólera, los entuertos, la pasión ilíaca, etc. Pero cuando se constriñen y vuelven a subir o cuando no encuentran la salida, atacan al cerebro con la cantidad prodigiosa de vapores que llevan consigo, corrompen la imaginación, vuelven melancólica y frenética a la persona y la colman de muchas otras enfermedades enojosas.
Aparte de las creencias médicas que albergaba Pierre-Thomas-Nicolas fruto del conocimiento de la época (a saber: que si te aguantas un cuesco poco menos que puedes perder el juicio) y de su tan simpático como escatológico tratado, peerse o no hacerlo depende del momento y de con quién estés. A veces es un indicador de cercanía, otras un síntoma de algo parecido a la mala educación. Es un tabú, y bueno, en determinadas ocasiones se agradece, sobre todo si alguien tira su bomba y se aleja con alevosía para disgusto y desconocimiento de sus víctimas. Pero, al fin y al cabo, todo parece ser síntoma de la Modernidad, o del monoteísmo, vete tú a saber. Tezcatlipoca, dios azteca, revelaba su destino a los hombres a través de pedos. Y en los mitos de creación de los kekchí de Honduras, de etnia maya, los pedos estaban de por medio, dando vida al mundo. Como fuere, ahora peerse a lo loco no está de buen ver, y en la ficción encuentra su protagonismo sobre todo en forma de alivio cómico, un alivio que libera no solo los intestinos sino la presión social que nos posee cuando llegan las ganas y te encuentras en una situación, digamos, incómoda.
Dejemos los pedos aparte, porque hay más juegos con otros momentos u otros principios menos molestos que merecen ser celebrados por hacer más naturalmente humanos los videojuegos, no ya por restarles cualquier síntoma épico o de solemnidad, sino por partir o detenerse por momentos en lo que a simple vista es algo anodino, pero que de nuevo funciona como un acicate en la forma en la que percibimos la jugabilidad, la ludoficción. Tanto en Psychonauts como en Psychonauts 2 tenemos buenas dosis de lo que para algunos serían banalidades convertidas en protagonistas. Entre su bestial diseño de niveles hay sitio para todo y para que todo se convierta en mecánica o condición para obtener algún extra. Por ejemplo, la obsesión de Raz con el beicon no es solo porque le encante, sino también porque lo necesita para llamar a Ford Cruller que es quien trapichea con eso de las mejoras en el juego. Llegado cierto momento de Psychonauts 2, Raz no lo duda cuando, entre visión y visión del beicon, declara: «El beicon lo resuelve todo».
Aunque para beicon, Bacon – The Game, de Phillipp Stollenmayer, un juego que conocí gracias a mis primos-sobrinos de entre 10 y 12 años, que me lo recomendaron. Tan simple como poner beicon sobre cualquier cosa imaginable. El juego del alemán no engaña a nadie lúdicamente: con un toque en la pantalla del móvil damos un golpe de sartén al beicon que una mano lanza desde el lado izquierdo de la pantalla, a partir de ahí apáñatelas para colocarlo sobre cualquier cosa o persona imaginable, con todo lo resbaladizo que es y las vueltas que le hace dar la física: ponlo sobre Napoleón, ponlo sobre La traición de las imágenes, ponlo sobre vacaciones, ponlo sobre el Titanic, ponlo sobre el experimento de la doble rendija, ponlo sobre una foto de pequeño de Phillipp Stollenmayer, sobre una mujer bajita, sobre una rampa de skate, sobre una tarta de boda… y así hasta más de 200 posibilidades, a cada cual más alocada y divertida, sin que habite de por medio ningún tipo de heroicidad, solo la más diaria vida cotidiana. Y si te quedas con ganas de más, Kamibox y Stollenmayer tienen también Burger – The Game y Pancake – The Game, no con menos problemas para manejar ciertas situaciones.
Y así, con esas cosas faltas de magia arcana, de conspiraciones interestelares, de heroicidades épicas, llegan obras maravillosas y absurdas como las de Hap Inc., que nos hacen buscar la portátil que mamá nos ha escondido hasta en un excremento de elefante o evitar que nuestra hermana nos pille comiéndonos su pudin. O What the Golf? de Triband donde nos reiremos de todo, hasta de la misma muerte («Todos terminamos en un hoy. Diario golfístico 126»), mientras hacemos cualquier cosa (desde ganarle una carrera a una oveja hasta poner piña en una pizza) menos jugar al golf. O aplastar el tubo de pasta de dientes y depilar un sobaco, como en los microjuegos de WarioWare Get IT Together! O hacer literalmente el ganso en Untitled Goose Game.
Porque al final, por muchas dosis de intelectualidad que nos queramos dar, la gracia de la vida está en los detalles nimios, en la banalidad, en tirarte al sofá sin tener que trabajar, en momentos que crees que nunca vas a recordar pero que al final son los que más recuerdas cuando te falta alguien o algo. Porque después de todo, como escribió Herman Melville en Moby Dick, «las cosas más maravillosas son siempre las inexpresables; las memorias profundas no dan lugar a epitafios».