Imaginar la vida humana sin el tiempo es un inconveniente, si bien sabemos que es un constructo, quizás uno de los primeros. Incluso sin la necesidad de incluir los primeros testimonios escritos sobre su medición, los yacimientos arqueológicos y todo el corpus etnográfico de la antropología social lo han documentado en sociedades ágrafas y tradicionales en su forma más primaria, contando soles, lunas o estaciones. La llegada de la Modernidad y el protocapitalismo en los siglos XIV y XV trajo consigo, como propone la arqueóloga Almudena Hernando en Arqueología de la identidad, una diferenciación crucial, pues el parámetro por el que se regirían las sociedades modernas no sería el espacio, como ocurría en las sociedades tradicionales, sino el tiempo:
No debe sorprender que sea entonces justamente cuando en las torres de las iglesias bajo las que se sitúan esas ferias y mercados, aparezcan los primeros relojes públicos. La fiabilidad de esos relojes es objeto de disputa, pero no cabe duda de que revelan una necesidad social novedosa: la de coordinar e integrar en un esfuerzo productivo común actividades distintas que obedecen a ritmos diferentes y para las que ya no es suficiente la cíclica recurrencia de algunos fenómenos de la naturaleza.
Un esfuerzo productivo común que nos sitúa en un presente donde somos esclavos felices del tiempo, sea físico, con los horarios marcando nuestro ritmo de vida como desacralizados tótems, o existencial, con los relojes acosándonos desde el móvil, desde el salpicadero del coche o desde los luminosos del transporte público en un desgraciado fetichismo diabólico.
El tiempo ha sido y sigue siendo una obsesión de la ciencia y de la filosofía, a pesar de que se llegó a creer que la aportación de la filosofía, las humanidades o la literatura eran meras divagaciones, sin valor heurístico alguno, frente a la noción física del tiempo. La máxima expresión de esta idea se concretó en el debate que, en los años veinte del siglo pasado, confrontó las posiciones del filósofo Henri Bergson y Albert Einstein; debate del que Einstein es recordado como ganador y que se resume en una sentencia que parecía condenatoria: «El tiempo de los filósofos no existe». Pero la filosofía continuó pensando el tiempo, también la física, y más que verlo como caminos separados e incompatibles, lo más sensato desde un punto de vista del conocimiento es entenderlos como complementarios. Esa fue la posición de la «nueva alianza» de Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química en 1977, que contradijo a Einstein a la vez que se apoyaba en la epistemología de Karl Popper para defender la naturaleza irreversible del tiempo.
Ante este mero señalamiento de la importancia del tiempo para la conformación de la realidad humana, podría parecer frívolo considerar que los videojuegos tengan algo que aportar. Sin embargo, si consideramos a los videojuegos a través de una de sus características en tanto que objetos lúdicos —esto es: una faceta más de la cultura humana (como lo es viajar, comprar o trabajar)—, sí resulta tentador, e interesante, acercarse a las distintas maneras en las que el tiempo se ha manifestado y se manifiesta en los videojuegos.
En este sentido, es llamativo el hecho de que los candidatos a primer videojuego de la historia no contaran con un marcador de tiempo, algo que incluso es bastante común hoy en día: el tiempo no te acosa en forma de cronómetro, así, a vuelapluma, en Red Dead Redemption 2, tampoco en The Last Guardian, Dear Esther o Promesa de Julián Palacios, aunque en algunos otros, según qué misiones o tramos, sí puedes verte impelido por una cuenta atrás. OXO, Tennis for Two, Spacewar! o Pong carecían de un reloj que pusiera fin a la partida, que se alargaba todo lo que quienes jugaban desearan o hasta que se cansaran. Para llegar a la más obvia manifestación del tiempo en los videojuegos, como unidad de medida, habría que esperar a algunos de los juegos de Atari, fueran recreativas o cartuchos para 2600, como Moon Patrol, Barnstorming o, por razones obvias, la inmensa mayoría de los títulos deportivos.
Como en otras tantas cosas, aunque Super Mario Bros. no fue el primer videojuego en utilizar una cuenta atrás, en establecer unos límites de tiempo para superar cada fase, sí fue el que lo hizo de un modo genuino en la narrativa, ya que aparte de poder ver cómo se nos agota el tiempo y ante la dificultad de estar mirando cada poco la cantidad decreciente, cuando el tiempo apuraba, la melodía de cada fase aceleraba su tempo en una versión llamada hurry. Sentaría precedente y muchas recreativas (aparte de en las que era más necesario, como los juegos de lucha) comenzaron a utilizarlo. Tal es el caso de Snow Bros., donde se rizaba el rizo: había un límite de tiempo para superar cada fase, pero no se nos indicaba con ninguna cuenta atrás, solo lo sabíamos porque si nos daban las uvas en un nivel, aparecía el fantasma calabaza para avisarnos de que habíamos excedido el límite; un enemigo que, para colmo, era inmortal.
Este elemento de diseño de la cuenta atrás era muy característico de los arcades. Comenzó a utilizarse en las recreativas de finales de los setenta y se hizo omnipresente durante los ochenta y noventa, que coincide, no por casualidad, con la contra neoliberal que comandaron Thatcher y Reagan. En los arcades, la manifestación de los videojuegos de mayor éxito comercial durante esos años, esa utilización del tiempo de manera acosadora, gritándonos que nos moviéramos más rápido si deseábamos triunfar, se presentaba en armonía con los tiempos que empezaban a correr —y corren hoy en día— en los que la fe de la Escuela de Economía de Chicago impone una velocidad inhumana en los ritmos de vida, reprochándonos que el fracaso nunca es responsabilidad del sistema —de la cuenta atrás—, sino de quien no sabe aprovechar las oportunidades —de quien juega—. ¿Por qué te has entretenido rompiendo todos esos bloques que no escondían monedas? ¡Deberías haber sabido dónde estaban las monedas! Y no nos queda otra que correr, dejando monedas por el camino, si queremos derrocar la tiranía de Bowser y salvar a Peach. Es una de las grandes afrentas del neoliberalismo y del capitalismo: entender la vida como una competición contrarreloj en la que no importa lo que se quede por el camino, sea dinero, dignidad, salud o bienestar emocional. Así, no es descabellado construir una metáfora videolúdica con comentario sociopolítico: la rutina que el sistema hegemónico ha extendido por todo el planeta y que trata de hostigarnos cada día es la viva imagen de un speed run en la primera aventura de Súper Mario, bajo la tramposa premisa de que es imposible desacelerar el mundo.
Pero este uso del tiempo en los videojuegos como magnitud física se ha manifestado también de otras formas, especialmente todas las que se inspiran en la física teórica para crear mecánicas. Tal es el caso de Singularity, el título injustamente olvidado de Raven Software, en el que con el DMT podíamos manipular el tiempo a nuestro antojo moviendo objetos y personas al pasado y al futuro para superar obstáculos, fuera en forma de enemigos o de puzles. El mismo sentido guarda el rebobinado de Life is Strange o Detroit: Become Human, y de tantos otros que seguro están llegando a tu memoria ahora mismo.
Esta materialización digital del tiempo físico (como magnitud, como fenómeno teórico) en el videojuego es cómplice de una simple pero sublime definición que Ilya Prigogine dio en el El nacimiento del tiempo: «En definitiva esto es la vida, es el tiempo que se inscribe en la materia, y esto vale no solo para la vida, sino también para la obra de arte».
El tiempo alcanza también una expresión ontológica en el videojuego, lo que es especialmente perceptible en el caso de los remakes. Así, partiendo de un mismo juego, de unas mismas reglas, se llega a crear una entidad lúdica distinta. Me limitaré a dos casos recientes: Resident Evil 2 y Final Fantasy VII. En el caso del título de Capcom, el paso del tiempo frente al original se ha concretado en una actualización estética, que nos hace revivir la experiencia de un modo aterrador con las tendencias audiovisuales más punteras y alarga un tanto su duración. Están los zombis, están los disparos, pero donde en el original apenas había oscuridad, en el remake será esta la culpable de buena parte de nuestra zozobra; y donde el original utilizaba cámaras fijas, que nos permitían conocer en cada escenario lo que nos íbamos a encontrar, en la última versión la cámara al hombro y la perspectiva frontal es un molesto hándicap para saber si un zombi se nos echará encima al doblar una esquina. Lo mismo sucede en el remake de Final Fantasy VII, pero todavía con más énfasis. De entrada, el sistema de combate por turnos cambia al combate en tiempo real, aparte del consabido cambio de perspectiva y la actualización audiovisual. Pero eso es lo de menos, pues lo que en el original llevaba unas 10 horas completar (el primer CD) en el remake son más de 30, casi lo que duraba en total la versión de 1997 con los 3 CD. Esta dilatación del tiempo de una versión respecto a otra, crea experiencias nuevas, idiosincrásicas. Por ejemplo, el paseo con Aerith: en el original ni siquiera se presenta como tal, en una escena en la que en poco más de un minuto Cloud y Aerith cruzan los tejados, pero en el remake se prolonga durante media hora y se convierte en uno de los momentos más preciosos y emotivos de todo el juego. Por ello, tanto en el caso de Resident Evil 2 como en el de Final Fantasy VII, igual que señalaba Miguel Sicart para el caso de Fifa 12 y el fútbol, pese a contar con la misma genealogía, las divergencias son tan marcadas que emerge una diferencia ontológica.
Lo curioso es que pese a toda la bizantina discusión sobre si los videojuegos son arte y cultura (¡qué sopor!), nadie se ha parado a pensar que el uso del tiempo existencial (que no existencialista; eso es otro amargo cantar) en los videojuegos casi brilla por su ausencia. Hay videojuegos que lo han intentado, pero no lo han conseguido. En The Legend of Zelda: Ocarina of Time somos testigos del crecimiento de Link, pero de poco más, aparte de su desarrollo físico, se nos informa: ni de sus emociones, ni de sus tribulaciones, ni de su percepción distinta del mundo cuando era niño que cuando es adulto. Lo mismo sucede en The Stillness of the Wind, aunque aquí se hizo un esfuerzo mayor. Vemos los efectos del paso del tiempo, de la vida, en Talma, conocemos aspectos íntimos de su trayectoria vital, e incluso observamos o podemos llegar a intuir cómo la han afectado, pero no hemos sido testigos de ello, ya que solo la conocemos en su etapa de ancianidad. No hemos presenciado su ontogenia, su transitar por el mundo, sus accidentes vitales, su descubrimiento de la alegría, del dolor, del sufrimiento o del goce. En general, en los videojuegos no jugamos con esa noción del tiempo que Gaspar Noé introducía a modo de reflexión en su explosiva película Irreversible:
Porque el tiempo lo destruye todo. Porque algunos actos son irreparables. Porque el hombre es un animal. Porque el mundo está contaminado. Porque el deseo de venganza es un impulso natural. Porque la mayoría de los crímenes quedan sin castigo. Porque la pérdida del amado destruye como un rayo. Porque el amor es el origen de la vida. Porque toda la historia se escribe con esperma y sangre. Porque las premoniciones no modifican el curso de los acontecimientos. Porque el tiempo lo revela todo. Lo mejor y lo peor.
No comparto la visión pesimista y fatalista sobre el futuro de los videojuegos como medio cultural, aunque comprendo las filias y las fobias de quienes la mantienen. Que los videojuegos son un humanismo, al menos en bastantes casos, es algo de lo que no cabe duda, la cuestión es si pueden llegar a serlo aún más. En este sentido, creo que la manifestación existencial del tiempo en los videojuegos nos dará gratas sorpresas en el futuro, como ya han perfilado juegos como las dos entregas de The Last of Us o Red Dead Redemption (para personajes como Ellie y Joel o John Marston), y, condicionados siempre por lo logístico pero avalados por unas impagables intenciones, títulos como Gris, The Red Strings Club o Gone Home, entre tantos otros.
Y no hay que temerlo; porque no significa que todos los videojuegos que se desarrollen tengan que ampliar ese horizonte o deban utilizar el realismo social como punto de partida. Yo seguiré disfrutando de los puzles o los juegos de lucha, de los disparos… incluso si me cuentan historias burdas que transitan por lugares comunes (me encanta saltar sobre champiñones, ¡qué le voy a hacer!). Pero sea como fantasía, sea como ciencia ficción o se desarrolle en un contexto urbano contemporáneo, el recurso del tiempo existencial como posible elemento de diseño se traducirá en una codiciada evolución de las cualidades narrativas del medio. Una que se situará, como Ilya Prigogine, justo en medio de Einstein y Bergson.