Antes de que el suave balancear de las olas nos despiste justo en el momento en que se levanta marejada, es cuestión dejar una cosa clara: Islanders es un juego de puzles. Se ha anunciado, tanto en Steam como en otros medios, como un city builder, un juego de construcción y gestión de poblaciones. Aunque a primera vista lo es —de hecho, construimos una ciudad—, es sólo apariencia, porque lo único que importa es la puntuación y no la realidad material que la colocación de los edificios supone. En cualquier caso, si quisiéramos calificarlo como city builder, por desgracia cae en todos los tópicos perversos del género, y terminaría, a pesar de su belleza, como uno mediocre. Por una parte, por la limitada cantidad de opciones para colocar y la progresión inexistente. Pero, más importante, porque mantiene de forma acrítica los lugares comunes del género.
Una isla se pone delante nuestra, a-islada, rodeada de nieblas, deshabitada, y una primera propuesta de edificaciones, a elegir entre dos. Nuestra tarea es edificar, habitar lo deshabitado, disponiendo sobre tierra firme —a veces también sobre la mar—, diversos edificios. Nuestro objetivo es conseguir la suficiente puntuación para que, primero, nos den más edificios para continuar construyendo y, segundo, para pasar a la siguiente isla y volver a empezar con la edificación desde cero, pero cada vez con una mayor exigencia de puntuación para ir avanzando. Aquí es donde aparecen los problemas para un quisquilloso marxista como yo. La edificación no contempla la ecología de las islas, ni los medios materiales necesarios para la subsistencia de sus habitantes. Los edificios aportan puntuación en relación a los elementos y el resto de edificios que se encuentran alrededor. De esta forma, una mansión dará más puntuación si se encuentra cerca de otras mansiones, un centro urbano o un parque, pero restará puntuación si se encuentra junto a una choza o un molino. El circo, por ejemplo, también le restará puntuación, al contrario que con las casas normales, que le suman. Los pescadores restan si se encuentran cerca unos de otros, y la casa del chamán sólo aumenta de puntuación si se encuentra lejos de toda edificación humana y cerca de la naturaleza viva.
Por todo esto —y porque realmente lo es— resulta más acertado calificarlo como juego de puzles. Si nos obcecáramos en etiquetarlo como city builder nos daríamos de bruces contra un juego tosco y tópico, que destruye la poética y la estética concreta de la construcción de esa ciudad con tintes mítico-mediterráneos en islas del más diverso origen por una visión moderna y capitalista de la urbanidad.
El campo en el campo, los pobres con los pobres y los ricos con los ricos. Como juego de puzzles es retador, sobre todo en una primera partida en la que la belleza te embarga y no eres consciente de la puntuación… hasta que el contador apremia con su estrechez para llegar a la siguiente isla. No está sólo la cuestión de colocar el edificio en el mejor lugar, sino prever futuros edificios que tendrás a tu disposición para colocarlos en el lugar reservado, como ese enorme templo para el cual estabas esperando a colocar en la plaza en el centro de lo que parece una ciudad, y ver con gozo la lluvia de puntos verdes pasar a tu marcador. Pero la magia comienza cuando accedemos al modo libre.
Últimamente parece que el asunto va de islas. Es gratificante salir con vida (y con suerte) de uno de los peñascos de Bad North (Plausible Concept, 2018), pasar por el estrés mercantil de un puesto comercial de Anno 1800 (Related Designs & Blue Byte, 2019) o por la tensión dictatorial de Trópico 6 (Limbic Entertainment, 2019), para recalar en uno de los pequeños islotes de Islanders dispuestos a amontonar sobre ellos una pequeña civilización que está ahí sin porqué. El reto de la puntuación y el puzzle es interesante, pero todo cambia cuando, después de la primera vuelta de la versión arcade, se abre la opción del modo libre: sin puntuación, sin limitación de edificios, sin coerción a la hora de cambiar de isla. Aquí es donde el juego intersecciona con los llamados zen games, juegos donde el núcleo de la experiencia se encuentra en la capacidad de relajación y contemplación que se nos transmite a través de las mecánicas. Hay todo un pseudo-género, diverso en su ejecución y experiencia, que se basa no tanto en la forma de la acción como en la acción de la forma: no se ejecutan verbos determinados para la consecución de objetivos, sino que el objetivo es la propia contemplación del verbo en su devenir. Y aquí es donde el juego pasa de ser tanto un puzzle como un city builders a ser simplemente estética.
La música y los efectos de sonido son suaves, ambientales, no molestan ni buscan ser escuchados con atención. Se engranan armónicamente en cada clic, aportando notas a la interminable sinfonía lo-fi insular. Lo único que tenemos que hacer es sumergirnos en esa improbable Nueva Atlántida donde todo, haya lo que haya, es hermoso y equilibrado. Los colores de las islas cambian: de una roca invernal rodeada sólo de playa a un conjunto de islotes otoñales o una gran isla plena de verde plagada de titánicas ruinas con forma de puentes. Todo cambia dentro de, en esta ocasión, esa medida generación procedural que hace que cada nuevo puerto articule una abstracta forma de vida diferente. Los paisajes cambian, pero nuestra mirada constructora permanece afianzada en el diseño meridional de las construcciones. Edificios sin artificio; cubos encalados con puertas de madera recia; parques sencillos, de agua, cipreses y roca; industria casi ridícula, donde el trabajo parece más un divertimento que el esfuerzo por la vida. Recuerda a las mismas playas y paisajes de Rime (Tequila Works, 2017), tal vez porque nos encontremos en las mismas ruinas de la civilización homérica que recorremos en ese sueño. Pero en lugar de la decadencia del fin de los tiempos, vivimos —y construimos— la paz de la Edad de Oro.
Más o menos en eso se basan ese aglomerado diverso pero estructurado de los zen games: experimentar la calma de una plenitud que nunca ha existido ni existirá, pero ejerce la fantasía de una Nirvana material que realmente existe, aunque no podamos tocarlo, aunque, como el agua, se escape entre los dedos cada vez que intentamos aferrarlo. No es realidad pero sí que funciona como realidad. Son juegos-refugio, donde la apariencia de salvación es suficiente para mantener la ilusión de seguridad. En Islanders se juega con la fantasía de la paz isleña, del paraíso en medio de los mares del sur, mientras que nosotros nos obcecamos en la deglución de loto en ese insistente remar contra la realidad (pesada, gris, continental). Y es una fantasía, pero funciona.
Cuando evocamos siempre lo hacemos desde fuera o desde más allá de la razón. Como el Nirvana budista, esa sensación de plenitud, unidad, de comunión con la totalidad, está lejos de todo argumento, y que no se puede reconciliar con la lógica. La serenidad se rompe en mil contradicciones al chocar contra la realidad. Por eso Islanders es «zen», por eso es refugio, porque remite a algo más allá de las palabras y que carece de sus complicaciones, porque la evocación es directa, inmediata, incondicionada. «En esta isla sólo veo casitas de chamanes repartidas por las rocas y una pequeña aldea de chozas de pescadores (con sus respectivos puestos de trabajo)». Es algo que no puedo explicar, pero así lo veo. «Estos picos nevados y estas nieblas sobrenaturales que nos envuelven piden torres y lienzos de muralla como huella de algo que pasó». Y añado un par de casas y alguna pequeña industria, para hacer notar que el posible imperio cayó, pero la vida sigue. «Esta meseta y estos verdores gritan vida, y necesitan una gran ciudad, un gran mercado, y todos los campos que quepan en esas llanuras». Y, sin embargo, ni un alma se mueve por esas calles tan coloridas. Así se pasan las horas pintando paisajes que ya estaban ahí, y que nosotros simplemente descubrimos en un pequeño espacio calmado en mitad de la tormenta.
El problema tal vez llega cuando no queda más remedio que pensar en la tormenta, que se acerca y nunca llega. O en la terrible quietud de un lugar que nos resulta pleno, alegre, sin contradicciones. Y es que somos devenir, y no ser, y el paso del tiempo nos condiciona y nos corrompe, incluso cuando la Ciudad del Sol se muestra invencible en nuestra pantalla. Islanders, como otros juegos, es un refugio, pero no deja de ser un paraguas bajo el granizo: socorre, pero no ayuda. Corro el riesgo de terminar en naufragio: cada cual toma su viaje como sabe y como quiere, pero parece un apeadero común el hecho de que este género son disfrutados por un grupo de usuarios que, como un servidor, desconoce la estabilidad a no ser que se fije en la infancia (y casos en que ni eso). Parece que todo lleve a una experiencia «anestética» de los zen games, donde la idea de refugio, de calma, de relajación, es una ilusión irremediable y un fraude a nosotros mismos que queremos engañarnos con un todo va bien cuando nada va bien. Pero, aunque tengan esta función incidental, los zen games no son (sólo) paréntesis en el fatalismo.
Islanders nos invita a reconstruir una civilización perdida, y su modo libre a inventar ese puzle del que parte a nuestro antojo. Es una forma de recuperar el ocio frente a las exigencias de puntuación u objetivos que han vuelto, en muchas ocasiones, la actividad videolúdica como otro trabajo. La construcción en Islanders, como la colocación de nuestros objetos durante una mudanza en Unpacking (Witch Beam, TBA) o el tránsito entre flores de Proteus (Ed Key & David Kanaga, 2013) cambia la responsabilidad y el deber sobre uno mismo hacia la atención a uno mismo. Cambia la obligación del afuera, que condiciona material y simbólicamente lo que podemos hacer, por el cuidado íntimo, de las querencias y deseos, que igual no se pueden cumplir, pero sí se pueden atesorar. Nos movemos en una realidad confusa y hostil, donde es difícil descansar un momento a hacer lo que se espera. Y la mayoría de las veces la realidad nos lo niega. Para eso están —entre otras cosas— estos juegos, para darnos ese espacio de cuidado. Es un recordatorio de ese futuro que perdimos —y que tal vez nunca existió— donde fuimos felices, y donde se nos permite, al menos un ratito cada día, refugiarnos, para recordar aquel día en que lo dejamos todo y nos hicimos isla.