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Columna: Seis horas con Manuel 1

Columna: Seis horas con Manuel

Una entrevista apresurada con el hombre que susurra a Dios en las ondas

-Oye, de verdad, no ha sido mi culpa…

-No me vengas ahora con excusas, ¿vale?

-¡Este sitio está a tomar por el culo! ¡Es un caserío perdido al final de un camino de cabras que no está ni señalizado! ¿Cómo esperabas que llegase antes de…?

-Robin, a estas alturas, me da exactamente igual todo eso. Has estado pasando del tema hasta que había una deadline y aun así has esperado al último momento. Tienes seis horas.

-Alto, alto, ¿cómo esperas que…?

-Eso es problema tuyo. Exprime este tema todo lo que puedas en ese tiempo. Si no sacas nada en claro, invéntatelo. Seis horas y tiramos del cable.

Un mago no llega tarde ni pronto, sino que llega exactamente cuando se lo propone; un bobo siempre llega sobre la bocina a pesar de que contaba con todo el tiempo del mundo. Hacía ¿cuánto, dos años? que sabía que esta historia existía y, aun así, la dejé apartada en un rincón. Las cosas del backlog, supongo: como jugador con pocos recursos, cada vez que leo la palabra “gratis” junto al título de prácticamente cualquier videojuego, corro a descargarlo con la intención no de jugarlo de inmediato, sino de dedicarle tiempo en el futuro. Tiempo que, como imagino que le pasa a prácticamente todo el mundo, nunca llega; siempre hay algún AAA en el horizonte, quizá alguna obra algo más de nicho pero que igualmente venía con mucho hype, que acapara toda la atención jugable y discursiva en un momento dado. Cuál es tu sorpresa (ninguna, a decir verdad) cuando empiezas a atisbar los bordes de ese “momento” y planeas desempolvar de una buena vez ese Humble Bundle del que solo probaste un título de veinte… pero la sombra de un nuevo gran título se cierne sobre tus sanísimas intenciones. Creo que lo que acabo de contar hará decir “sí soy” a prácticamente cualquier jugadore que me lea, así que tampoco me detendré más en el ejemplo.

Interview With The Whisperer es uno de los muchos juegos que yacía en letargo en mi humilde carpeta de indies regalados o clásicos emulados sin pudor por los que me niego a pagar cincuenta pavos a algún coleccionista avaricioso. Desde que fue anunciado quise dedicarle algo de tiempo, porque nunca hasta la fecha había podido echarle el guante a ningún juego de las buenas gentes de Deconstructeam, a pesar de que Gods Will Be Watching y The Red Strings Club llevaban mucho tiempo en mi radar, pero como tantos otros jueguitos intrigantes y hermosos me olvidé de él por algún Death Stranding que, seamos honestos, me cautivó durante un número indecente de horas de las que hacía falta evadirse en aquel aciago 2020. De nuevo, creo que a todo el mundo le resultará familiar esta situación.

Y, a pesar de todo, el nítido misterio de su premisa siempre se quedó conmigo desde que supe de él por primera vez. “Un anciano de la Galicia profunda ha construido una radio para hablar con Dios” es una frase con un aire de realismo mágico difícil de olvidar, que igualmente bien podría servir como titular de una enajenada noticia de interés humano de algún diario regional o como hilo conductor de algún relato perdido de Julio Cortázar. No es que no me fascinase lo suficiente, sino que, como jugador que se las apaña para hacer acopio de juegos aun sin tener mucho dinero, pensé: ya lo jugaré, de ahí no se va a mover. Quién iba a pensar que hasta con una frase tan inocente uno podía quedarse con cara de tonto.

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Hará cosa de un mes, Deconstructeam anunció que la vida de Interview With The Whisperer tenía fecha de caducidad. La inteligencia artificial que nos permitía conversar de viva voz (o, en este caso, de vivo texto) con Manuel, su personaje central, funcionaba gracias a un servidor externo cuyos costes el estudio no podía seguir manteniendo. De esta manera, se puso una fecha límite para indagar en el diminuto universo de su habitación llena de máquinas, cables y pantallas, en los motivos que lo habían llevado a construir tal artificio y en la naturaleza de ese “Dios” con quien decía haber contactado, antes de que Manuel se apagase para siempre. Eso debería haber bastado para hacerme jugar cuando aún había tiempo para hacerlo con calma, pero, como es costumbre en mí, pospuse ese encuentro hasta el último momento. Me desperté la mañana del treinta de junio y, al igual que una acuciante nota de prensa entrando en redacción cuando tienes la guardia baja, el recordatorio final vino a mi timeline como un ultimátum: tenía seis horas para hacer aquella entrevista y nunca más podría volver a hacerla. Una oportunidad única. Maldita sea, me dije, ¿por qué siempre hago lo mismo?

Con bastantes prisas me encaminé a aquel recodo perdido del campo gallego donde Manuel, bajo el cuidado de la paciente Doña Remedios, podría estar conversando con el Creador o tan solo con los estragos de su senectud; eso no podría decirlo hasta que estuviera allí, delante de él. Desde mi escritorio, abandoné mi seca y llana Meseta para ser recibido por la lluvia, las nieblas, el verdor y los escarpes del norte. ¿Por qué elegiría Dios manifestarse en mitad de la nada? Quizás fuese la improbable convivencia entre el caserón de Manuel y la alta tecnología que poblaba las paredes de la habitación donde lo entrevisté; tenía algo mágico. El mismo anciano con una camiseta raída que confundía sueños con recuerdos hablaba con igual sencillez de la elaboración de licor casero que de sofisticados parámetros de telecomunicaciones. Las raíces de la vida de Manuel se extendían en todas direcciones y costaba afirmar si estaba ante un viejo delirante por la edad y el alcohol o si aquel anárquico montón de información dispersa estaría conectado en alguna parte. No podía meterle prisa si quería probar su máquina de primera mano, pero en el tránsito de ganarme su confianza sentía estar perdiendo un tiempo muy valioso.

Y, sin embargo, no podía dejar de fascinarme y divagar con él. Conversamos sobre poesía, magia, (a)sexualidad, una vieja amiga, unos padres ausentes, supercontinentes que no debían ser nombrados; me habló de un Dios que nos creó pero que fue creado, que se fascinaba como un niño ante el desarrollo de los seres humanos, que empezó a terraformar el mundo en Galicia y que le inspiraba lástima en su solitario vagar por el cosmos; me reveló que existía un Demonio sin otra motivación que destruir todo lo que Dios creaba, a su vez, sin otro propósito. Lo seguí de un tema a otro, primero con paciencia, luego con genuino interés y finalmente con convicción en sus palabras, tensando de nuevo los hilos desgastados de la trama de su vida para encontrar su forma original; nunca conseguí ver la imagen al completo pero, aun con sus rotos y descosidos, entre los dos conseguimos hacerla reconocible el uno para el otro. Por fin, Manuel decidió que confiaba en mí lo bastante para dejarme hablar con Dios; había conseguido llegar a tiempo. Y después…

-Creo que ya tengo suficiente.

-¿Y bien?

-No hay mucho que decir, la verdad. Un viejo radioaficionado solitario al que la demencia senil le ha arreado fuerte. Lo mejor que podemos hacer es dejarlo tranquilo.

-¿Eso es todo lo que piensas contar?

-Bueno, no deja de ser un hombre con una vida interesante, la historia tiene una buena cantidad de interés humano y el titular sigue teniendo gancho. Tendrás tu artículo a tiempo.

-Robin, ¿ha pasado algo ahí dentro? No suenas… igual que antes.

-No, no, está todo bien. Tenía la sensación de haber olvidado algo, pero… en las anotaciones está todo lo importante, creo. El artículo saldrá. Eso es lo importante. 

Ayer volví a buscar a Manuel. No tenía ningún sentido, en realidad. Ya me había mostrado a Dios y había podido sincerarme con él; ya nos habíamos intentado destruir mutuamente sin mucho éxito, cruzando líneas de código como espadas ante la parálisis del anciano, que de pronto parecía no tener ni arte ni parte en el singular encuentro, como si no fuera el auténtico protagonista; ya sabía que la desconexión era irreversible. En cuanto el juego me lo permitió, como si se hubiera encontrado con el fantasma del servidor al que en su día solía conectarse, volví a encontrarme en la habitación de la máquina. Pasé a toda velocidad por los diálogos scriptados de la introducción, alimentando la vana esperanza de que Manuel fuese capaz de hablar, de que su IA hubiese aprendido lo suficiente como para funcionar de forma autónoma. Yo qué sé. Fantasías.

Ahora, Manuel solo puede comportarse como antes hacía muy de vez en cuando, pidiéndote tras un agónico silencio que repitas tu pregunta, por favor, que no te ha entendido. Ahora sí da esa impresión de viejo chocho y ermitaño, siempre con su botella de licor en la mano y rodeado de los mismos aparatos electrónicos que lleva toda la vida reparando para ganarse el pan. Cualquiera compraría esa historia antes que la del hombre que trabó amistad por onda corta con un Dios vagabundo. Tratando en vano de reactivar la voz y la memoria de Manuel, sabiendo perfectamente que el pacto ficcional de Interview With The Whisperer ya no podía aplicarse, cerré mi ciclo de empatía con Robin. Había accedido a realizar una entrevista extraña bajo extrañas reglas, viví algo insólito durante un brevísimo lapso de tiempo y, como el ritmo del periodismo lo marcan los látigos, me fui tan pronto como vi que podía sacar algo en claro de aquello, consciente de que no podía quedarme ahí eternamente. Por haber llegado con el tiempo justo, extraje de Interview With The Whisperer un significado inolvidable, como si hubiera llegado en el momento preciso para ver abrirse una flor de un día. La suerte, como suele decirse, favorece a los tontos.

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