Ruinwave es una serie de textos críticos sobre ruinas de videojuego. Puedes leer los textos anteriores aquí:
Vane | Mutazione | Cloud Gardens
Todo comienza por el final, con una seta. Hace unos meses, en una conversación que tuvo con Austin Walker al abrigo de la LudoNarraCon 2022, Gareth Damian Martin comentaba que gran parte de la inspiración para Citizen Sleeper está en un libro de Anna Lowenhaupt Tsing que tiene esto mismo como título y como protagonista, The Mushroom at the End of the World, la seta al final del mundo. En el preámbulo de esta exploración sobre la posibilidad de la vida en las ruinas del Capitalismo, Lowenhaupt Tsing parte de la visión de la Naturaleza que nos legó la Ilustración: algo tan grande y universal como mecánico y pasivo, «un recurso para la intencionalidad moral del Hombre, que podía domar y dominar» esa misma Naturaleza, que ese era precisamente su destino. Lo que quedaba fuera de esa manera impositiva de ser en el mundo, lo que no era occidental, civilizado u Hombre, quedó desde entonces arrinconado en los lugares en los que los fabulistas cuentan sus historias, un mero recuerdo de otras posibilidades perdidas, renunciadas, consumidas. Hoy, tras siglos atrapadas en la jaula de esta cosmovisión —que no es tal cosa, realmente, sino que opera a base de borrar sistemáticamente cualquier alternativa, devorando insaciable todo mundo posible y toda posibilidad para el mundo—, esa memoria es más que nunca una urgencia: «Ha llegado la hora de encontrar nuevas formas de contar historias reales más allá de los principios fundacionales de la Civilización», relatos que sean al mismo verdad y fábula y que ya existen a nuestro alrededor, esperándonos, porque «solo con ellos podría explicarse que cualquier cosa esté viva en el desastre que hemos provocado». Un motín existencial que se organice igual que Lowenhaupt Tsing dice que lo hace su libro —y cualquier obra, si es honesta—, como una red de conexiones, raíces, intercambios y solidaridades que no sigue líneas lógicas y precisas, sino que emerge de la tierra de tanto en tanto, como cuando vuelve la lluvia, empieza a hacer fresquito, se abre la tierra y el esplendor del verano se dispersa da paso del aroma del otoño. Las setas, fugaces e intensas, nos pueden recordar la fortuna de simplemente estar ahí, ser, ocurrir. Un amuleto contra los terrores de la indeterminación. Lo que contra todo pronóstico vive.
Porque todo comienza por el final, como una seta. Citizen Sleeper arranca y su primera escena eres tú despertando en el basurero de una chatarrería, con un cuerpo sintético que no reconoces y una mente desharrapada, sin nombre ni pasado ni horizonte. «Juega al rol en las ruinas del capitalismo interplanetario» es la premisa, pero la pregunta inicial es, o así lo veo yo, exactamente la misma que la que hay en la primera frase del prólogo de The Mushroom at the End of the World: «¿Qué haces cuando tu mundo empieza a venirse abajo?». Lowenhaupt Tsing responde que sale a pasear y a buscar setas. Nosotras, en Citizen Sleeper, lo tenemos un poquito más difícil, pero, de manera muy similar a aquel Sunless Skies que en su creador de personajes te pedía elegir un objetivo y darle una definición al éxito, podemos escoger entre varias opciones. «Aquí, en esta estación ruinosa, a millones de millas de cualquier persona que conoces… ¿Qué es lo que importa?». A) Escapar, B) obtener respuestas, C) construir una vida. En Sunless Skies la elección orientaba toda la obra, te guiaba por su Londres hecha de agujeros y bruma, de trenes flotantes, de soles hechos de hierro y reloj —en lo que nos atañe hoy, otra ruina. En Citizen Sleeper contestar de una u otra manera no tiene un efecto tan directo, pero le da igualmente una primera textura a su mundo y a los primeros pasitos de lo que sea que quieras construir a lo largo de tu partida. La chispita de una identidad que, como esa seta a la que estamos dando vueltas desde el principio, quizá logre crecer entre tus escombros, bajo las barras, los colores, los iconos y las advertencias de una interfaz que nunca dejará de recordarte que ni tu piel ni tu cerebro te pertenecen, que lo único verdaderamente tuyo es la dependencia y el decaimiento. Esa decisión inicial también será una salvaguarda, un amuleto contra los terrores de la precariedad. Si acaso estar aquí, ser y ocurrir en esta ruina es o no una fortuna lo tendrás que decidir después, jugando, día tras día. Por ahora, al menos, tienes algo a lo que agarrarte: a pesar de todo perduras. Esa es tu suerte.
Una suerte, claro está, relativa, pero que articula todo lo que Citizen Sleeper propone en lo mecánico, lo narrativo, lo discursivo y, sobre todo, lo político y lo ideológico. Su manifestación más directa y evidente son los dados que alimentan sus sistemas de juego, esos con los que te despiertas cada día y cuya cantidad depende de cómo de entero tengas ese cuerpo sintético recién estrenado que necesita inyecciones periódicas de un carísimo estabilizador para no deshacerse. Te levantas y la primera suerte dicta cuántos dados, la segunda qué números tienen, la tercera en qué puedes gastarlos. En la misma conversación de la que hablaba en el primer párrafo, Damian Martin explica los dos pivotes principales de esta mecánica de dados y atenciones: una, la tesitura en la que te encuentras muy a menudo de tener más necesidades que dados y tener que discutir contigo misma si, por ejemplo, los usas para trabajar y ganar dinero o para atender alguna de las personas que vas conociendo y te piden ayuda; otra, la desconexión tan, tan reconocible que puede darse entre los días y sus dados, un intento de retrato de cómo se vive desde ciertas neurodivergencias que muy pocas veces permiten sincronizar lo que se quiere y lo que se puede hacer. «Toda mi vida he sufrido de depresión crónica y esa idea de despertarte por la mañana y no saber en qué estado vas a estar para poder enfrentar el día», y por aquí Citizen Sleeper se revela como una obra en la que lo personal es radicalmente político, es postura, es discurso. Los lunes al sol de los seises, los sábados solitarios de los unos.
En este tratamiento de la suerte, Citizen Sleeper es también un micelio, una obra cuyas referencias y conexiones son claras y visibles. Una de ellas, la más evidente, es Diaries of a Spaceport Janitor, otra ruina capitalista, otra estructura sideral de explotación y supervivencia. Leer la crítica que Damian Martin le escribió en su día, allá por el lejanísimo 2016, reviste su nuevo título casi de continuación, como si le cogiese el guante a aquel juego sobre ser un androide que recoge basura en un puerto espacial para no morirse de hambre y estuviese explorando sus lecturas desde otro ángulo y con nuevas herramientas, cambiando Word por Unity. En aquel texto, Damian Martin decía que la ciencia ficción más impactante del pasado no era la que inventaba mejores aparatos futuristas, sino aquella que «abstraía, retorcía y expandía las dificultades de su tiempo en una fantasía de crecimiento tecnológico y tensión social». Alrededor de esto, todo lo que el autor escribe sobre Diaries of a Spaceport Janitor podría trasladarse a una crítica de Citizen Sleeper, pero lo que me interesa ahora mismo es esa línea recta que traza entre suerte y privilegio, «una de las características más importantes del debate social y político de hoy día». La suerte en Diaries of a Spaceport Janitor se manifiesta a través de ese panteón de ciberdeidades al que podemos entregarnos a base de rituales y ofrendas, que en ocasiones responden y en la mayoría callan, y que puestas en el contexto de su mundo pueden verse igualmente como herramienta y como consecuencia. Una fantasía autorreplicante que no es más que el intento de encontrar significado en medio de las circunstancias. Una imaginación que puede pervertirse, claro, y que tantas veces se refugia en una agencia superior que todo lo ordena y dirige para esconder de la mirada todo ese rango de factores ambientales y condicionantes socioculturales, políticos, geográficos y de clase que conviene más que sean obra de Dios que el resultado de un modelo de ordenación de la realidad selectivamente autodestructivo. Ahí la suerte se vuelve algo sencillo: o se tiene o no se tiene. Ahí el Capitalismo también ordena y dirige: o estás dentro o estás fuera. Ahí la ruina se torna en decisión: dejarnos ir o volver a intentarlo.
Regresando a lo de la LudoNarraCon, Damian Martin perfila un poco cuál es la idea concreta de ruina que maneja Citizen Sleeper. «Una ruina no es algo que se haya eliminado completamente de la realidad. Es algo que a veces es una estructura, otras un hueco. Las ruinas capitalistas, para mí, en el contexto del Ojo, significan un espacio que en su momento estuvo bajo control y norma del capitalismo, pero que ahora está compuesto de diferentes estructuras y emergencias, cuya gente está continuamente expuesta a la precariedad de vivir en un lugar inestable». El Ojo al que se refiere es la estación espacial en la que ocurre Citizen Sleeper, un no-lugar ultraperiférico —con toda la implicación que esta etiqueta puede tener en un contexto interplanetario— y turboespecializadamente subsidiario de lugares que siempre son prioritarios, mejores, más prósperos y brillantes. Walker continúa esta definición de ruinas capitalistas desde su lado de jugador y crítico: «estás en un lugar que fue pensado y construido para servir a una forma de existir muy particular, y es como si la estructura en sí misma estuviera acechando a la gente que la ocupa, empujándolas a reproducir sus comportamientos y estructuras de poder». El ambiente del Ojo es el de un realismo capitalista —como lo definiría Mark Fisher— en el el que el combustible con mayor octanaje del Capitalismo, el Progreso, se ha despejado de la ecuación de su futuro. Ese es el vacío en el que flotan todas sus habitantes, el hueco en el que la necesidad de seguir moviéndose choca con la ausencia de una dirección, pero también la estructura en la que nuevas intersubjetividades pueden arraigar y continuarse. Una supervivencia colaborativa, una tercera naturaleza, como la llama Lowenhaupt Tsing, en la que reencontrarse y escapar a la alienación capitalista que clasifica todo lo que ve en mercancía, desecho o mala hierba. Esa seta que sigue siendo en el fin del mundo, y que nos guía hacia la posibilidad del próximo que venga.
Desde ahí, es interesante también enfrentar el Ojo como ciudad. Este ha sido desde siempre uno de los temas troncales en la trayectoria de Damian Martin, que siempre la ha tratado como un palimpsesto, paseando lentamente para mirar sus estratos, sus puntos ciegos y sus ausencias. Cuando Damian Martin escribe desde la intersección reflexiva entre juego y espacio parte siempre del reconocimiento de que cualquier relato de ciudad, cualquier intento por desentramar la realidad que aloja, permite y cuenta un lugar, devuelve una historia incompleta. El Ojo es Dunwall, es Revachol, es Kamurcoho, es Midgar. «Un prisma que se transforma con el paso del tiempo, con un cambio de luz». No una ciudad, en realidad, sino más bien su insinuación y sus implicaciones, un puñado de calles contadas a través de lo que puede y lo que no puede ocurrir en ellas. Las imágenes que pinta Damian Martin en Citizen Sleeper son pequeños fogonazos de esas historias que son al mismo tiempo el sostén y el producto del Ojo. Un cruce, un desacuerdo, un favor, una espera. Un plato de fideos a cambio de una anécdota, una licorería clandestina en la trastienda de un bar, una mañana haciendo de niñera para un compañero de (un) trabajo. Tala ofreciéndote turnos tras la barra, Moritz diciéndote que siempre serás bienvenida en su dique seco, Dragos pidiéndote que no vuelvas a la chatarrería, que tiene miedo, que se acabaron las ayudas. Citizen Sleeper es tierra húmeda, un paisaje atravesado por una tela subcutánea de conexiones e interdependencias sobre la que van creciendo los nudos de sus historias. Hay una capa de necesidad y trabajo inevitable compuesta por todos esos lugares a los que puedes ir a cambiar dados por dinero, los restos de un capitaloceno que en su fuero interno sabe que es demasiado tarde, que este mundo no va a ser salvado, que la misma idea de ello es peor que una fábula, es ridícula. Pero cubriéndolo están todas esas compañías posibles que podemos cuidar, regar, cultivar. La última línea de defensa es un giro afectivo, tan arriesgado como ilusionante, y los iconitos que a cada nuevo día germinan por el Ojo son, a todas luces, nuestras setas. Junto a ellas podemos inventar nuevas palabras, ideas que lleguen donde la salvación no llega.
O lo contrario, si es lo que se desea. Porque una de las grandes virtudes de Citizen Sleeper es que el fracaso es también algo que significa, en todas sus expresiones y escalas. Aquello de tener que trabajar en vez de echar un cable porque solo te queda un dado es uno, pero también está el de las buenas intenciones que no bastan, el de entrometerse demasiado, el de decir, convencida, que así es el mundo, así son sus cosas. Esa es la lucha de un juego que se pelea siendo, estando, eligiendo, sin saber nunca a dónde llevará el siguiente clic, qué pasará cuando aprietes en el botón rojo de continue. Una lucha que ahora, masticándola, me lleva a una de las últimas cosas que escribió Antonio en su Marx juega, en ese capítulo dedicado a Lenin, a la revolución y a Colestia —que vuelvo a ser coyuntural para decir que también tiene un buen par de ruinas capitalistas, aquel último árbol del cosmos en Croatan, aquellas calles de brujas, extraterrestres y patos—. Una frase en concreto, unas pocas palabras en las que no he dejado de pensar desde que las leí por primera vez: «cuando no se sabe qué va a pasar, es importante saber bien qué hacer». Pero, ¿cómo saberlo? La distancia entre lo que se quiere y lo que se consigue es demasiadas veces, como también dice Antonio, abismal, y en unas ruinas capitalistas como las de Citizen Sleeper en las que todo es incertidumbre, de sol a sol, de cama a cama, de dado a dado, la constante inevitable es dudar. Clic, clic, clic, van sonando el juego, la ruina y el colapso mientras nos ocurren. ¿Qué harás, pues, cuando tu mundo empiece a venirse abajo? Quizá solo haga falta cambiar un poquito la frase: cuando no se sabe qué va a pasar, es importante saber bien quién ser. O, al menos, creer en la lección de las setas, confiar en que todavía podemos ser algo, incluso decidir el qué, aunque el mundo se nos termine. Porque es precisamente allí, por el final, donde todo puede volver a comenzar.