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Análisis: Sayonara Wild Hearts

Análisis: Sayonara Wild Hearts 1
Sayonara Wild Hearts

Sayonara Wild HeartsEl corazón salvaje de una décadaCRÍTICAHacia finales del año pasado los de Simogo dejaron escrito en su blog que Sayonara Wild Hearts era una sopa. Citando un rango enorme de referencias, desde OutRun a Sailor Moon o la subcultura británica de posguerra de las Teddy Girls, y en un intento de reafirmar su posición tras cuatro años de eternidad, la pareja a la cabeza del estudio disecciona el camino recorrido como si describieran una receta. Hay varios condicionantes de partida, pequeños detalles que echan a ese caldo referencial para dibujar tanto unas intenciones básicas como una esencia apoyada en la actitud y la representación. Querían algo rápido, con el alma más cerca de las entrañas que de los sesos, eufórico, emocionante, «como una buena canción pop»; un giro respecto a ese carácter «lento y sesudo» que ha marcado el trabajo de Simogo durante nueve años de existencia. Una obra que devolviese una espectacular sencillez para alejar los fantasmas de un medio que se les había vuelto muy poco atractivo, incluso atemorizante. Y, con todo esto, crear un videojuego que no tuviese vergüenza de ser eso: un videojuego.Patreon Nivel OcultoDesmigajar una declaración como esta, encajada además en esa condición de apuesta de la obra —difícil, arriesgada, y titulada, por si fuese la última, con una despedida— requiere afrontarla por capas y atender al lugar que ocupan tanto el juego como los autores en el circuito. Sayonara Wild Hearts es, al mismo tiempo, una mirada a tiempos más sencillos y menos cargados de exigencias y botones, y un videojuego tremendamente contemporáneo. Desde lo poliédrico, si se mira hacia la cara que apunta a la trayectoria de Simogo se pueden entrever muchas de sus señas de identidad, como son su naturaleza conceptual, su detallismo acotado y su capacidad de crear espacios de juego compactados y memorables —y, gracias a ello, entender el relato del giro sobre sí misma que escribe la pareja al volante—. Si, por otro lado, se incrusta en el contexto inmediato, en cómo ha hervido esa otra sopa que es este dos mil diecinueve que ya empieza a espesarse, Sayonara Wild Hearts es uno de esos volantazos capaz de significar un año. Una obra que define al videojuego como medio, y no lo contrario. Un marco a la memoria del futuro.
«Sayonara Wild Hearts deja casi de lado la palabra para que emerjan otros lenguajes»De nuevo, esta es una cuestión de encajes. Quizá sea su sencillez abanderada, su proactividad a la hora de posicionarse contra los «dudes dudes dudes and more dudes» del medio, o la manera en la que —y quizá este sea el mayor contraste frente a los juegos anteriores del estudio— Sayonara Wild Hearts deja casi de lado la palabra para que emerjan otros lenguajes. Hay momentos de narración, instantes que marcan puntos de entrada y salida a un cuento sobre un desamor del que a veces se huye, pero contra el que de tanto en tanto se lucha. Un estado de ánimo que hace arder la ciudad, abriendo en canal sus calles y escupiendo fuego por las brechas; pero también un coraje que se convierte en moto, en espada, en saltos y piruetas imposibles. Todo gira y se revuelve y crea una secuencia explosiva, vibrante y espectacular que, además, se reviste de arcanos de tarot y bandas rivales, de antifaces y pañuelos al cuello, de carreras en el bosque y derrapes en el desierto.

La manera en que Simon Flesser y Magnus «Gordon» Gardebäck consiguen mantener bajo control una combinación tan aparentemente explosiva es ese recurso de lo conceptual que mencionaba más arriba. En los juegos insignia de Simon Flesser y Magnus «Gordon» Gardebäck —Sim-o-Go— y compañía puede identificarse un gesto transversal que los define, una búsqueda por la experimentación a la hora de construir los espacios de sus juegos. En Device 6 diseñaron un laberinto lleno de enigmas y misterio que funciona como un caligrama digital, en el que el texto que describe el lugar gira en todas direcciones, y leerlo —jugarlo— es perseguirlo con la tableta, girando el dispositivo por esquinas que son pasillos, y luego salas, y más tarde recovecos llenos de dudas, pistas y secretos. Year Walk ocurre en un bosque nevado, contado por capas que se pierden en la profundidad de la pantalla, plagado de espíritus y fenómenos traídos de la tradición sueca y que se navega por hitos, por sonidos, por el rastro que dejan las criaturas en la nieve. The Sailor’s Dream es un mar lleno de islas y tiempos, en el que se cuenta una tragedia a través de la voz de sus tres protagonistas, una escrita, otra cantada y una tercera por radio. Y SPL-T es un rompecabezas sobre dividir la pantalla todo lo que puedas, pero sin pasarte: «sabemos que no parece gran cosa, pero prometemos que es muy bueno; muy, muy bueno».

En Sayonara Wild Hearts esto se hila a través de esa premisa de jugar a un álbum pop. No es solo que parte del relato se componga con las letras de las canciones —interpretadas por Linnea Olsson y compuestas por Daniel Olsén y Jonathan eng—, o que haya una puesta en escena y estética cercana al videoclip, o que música y botones vayan de la mano, sino que, literalmente, Simogo consigue convertir ese punto de partida en un territorio que invadir desde la actitud de juego. La macroestructura de niveles podría estar listada en la parte de atrás de una de esas viejas —viejísimas, dios mío— carátulas de CD, y el flujo entre ellas es el que va de single a interludio, de hit a puente instrumental; saltas de un lugar frenético, acelerado y celebratorio a un paseo tranquilo bajo la luna, y de vuelta al billboard. En lo micro, por otro lado, es donde esta noción se mima, donde la sopa se vuelve más densa, ya que la composición de los niveles se ajusta a cada canción: una persecución por las calles hace de verso, pasas a un puente en el que esquivas un par de ataques de una motorista rival, y luego la calle estalla, llega el fuego y te echas a volar: juegas un estribillo.«Solo y jugando explorando a fondo lo de Simogo pueden oírse los ecos profundos de la canción de Sayonara.»Y es en esa manera particular de entender el hacer y jugar a videojuegos de los de Simogo, enfrentada a esta nueva aventura hacia lugares más populares, masivos y arriesgados, en donde encaja esa cita al principio de este texto sobre la posibilidad de que Sayonara Wild Hearts fuese una despedida. Hay algo en la apuesta conceptual como tal que, creo, hace inevitable una cierta sensación de que a cada nuevo comienzo lo estás arriesgando todo a que el germen inicial, casi un pálpito, llegue a buen puerto tras años y años de trabajo. Pero también hay, al menos en este caso particular, un proceso de reinscripción en un circuito que sigue teniendo sus marcadores de legitimidad bastante anquilosados. Sayonara Wild Hearts es la llegada de Simogo al escenario principal del videojuego, su viraje particular hacia fórmulas más convencionales, pero también una puerta de entrada hacia un estudio verdaderamente importante, tanto por lo esencial del mismo como por su aporte a una década de transición a la que ya le estamos diciendo adiós con la mano.Este, en medio de todos los demás, es el gran valor que tiene un título como Sayonara Wild Hearts: esa manera que tiene de traer las señas de identidad de la esfera móvil del juego —su experimentación, su diversidad, su explosión multimodal— a las avenidas principales de la red del ecosistema. Y lo es en medio de una contradicción, o, quizá dicho de mejor manera, de una cierta impotencia porque esos mismos nueve años de cocción que hay tras este caldo increíble de referencias, experiencias y aprendizajes están plagados de obras que merecen tanta atención como lo que hierve bajo el calor de los focos habituales. El espíritu de Sayonara Wild Hearts es el de un juego de dispositivo móvil, y ello debería servirnos como hito en un camino que, por una vez, habría que desandar en dirección contraria a la que la industria siempre señala. Porque solo jugando explorando a fondo lo de Simogo pueden oírse los ecos profundos de la canción de Sayonara. Su enorme trascendencia.«Estamos ante un videojuego que no tiene vergüenza de ser eso: un videojuego»Por si ello fuera poco, este es un arcade en el que se nota esa voluntad de hacer un videojuego desvergonzado. Hay secretos, fases desbloqueables, rangos de puntuación y una rejugabilidad prácticamente infinita, porque en la sencillez de subirse a una moto —o cualquiera de las demás monturas— y salir a recoger corazones mientras esquivas los embates del desamor hay puro placer estético. Una apelación a la universalidad, a cómo la gran historia de los arcanos del desafecto puede comenzar en un bareto de falafel, continuar entre las sábanas de una habitación destartalada y, de un momento a otro —cuando se encuentra la fuerza, se aprieta el puño y se baja de vuelta al mundo— volverse una carrera increíble a través del espacio y del tiempo. Hay una Heartbreak Dimension que abre agujeros en la ciudad y la envuelve en un sentimiento de amalgama, en algo sin forma pero que duele. Pero también hay una topología muy cercana y reconocible: esa que se retuerce con el aleteo de las mariposas que se agitan dentro, muy dentro.

En suma, Sayonara Wild Hearts es un juego sensible y contenido, a pesar de que esa sopa que describen los de Simogo se haya cocido en una olla a presión que podría haber estallado en cualquier momento. No lo hizo, y eso es la gran suerte que nos llevamos nosotres, les que jugamos, aunque el peso de lo contrario hubiese recaído exclusivamente en quienes arriesgaron todo durante años. El resultado no es, entonces un adiós, aunque en eso pesará mucho menos lo romántico y lo interpretativo que lo puramente monetario, sino una oportunidad para el descubrimiento, para estrecharle la mano a uno de esos estudios que no solo importan, sino que definen la importancia en sí misma. Un equipo que, desde lo local y a base de puro juego, va dándole significado al medio. Y supongo que eso es lo que hacen los corazones salvajes: se ponen un antifaz, salen a la calle y pelean, conscientes siempre de que la próxima batalla puede ser la última.

Pero ojalá no sea esta.