Los videojuegos nos engatusan con su belleza. Es una pura finta cualitativa que se pitorrea de nuestra racionalidad. Da igual que sea pixel art o con gráficos poligonales de última generación, da igual que se trate de un título violentamente veloz que de un point and click. ¡Al garete con la cantidad! Si está bien diseñado en lo artístico y en lo lúdico, vamos a sucumbir ante él. A veces, incluso, caemos presos de un amor romántico hasta el absurdo al ver vídeos e imágenes, antes de haber puesto nuestras habilidades motrices y cognitivas sobre ellos.
Y en otras ocasiones, los videojuegos nos atrapan también por su fealdad o a pesar de ella. Texturas que tardan diez minutos en renderizarse, tu avatar que se queda saltando media hora en una esquina (¡si es que no tienes que acabar por reiniciar!), escenarios despoblados de cosas y de almas, mecánicas paupérrimas hasta el punto de que se podía haber prescindido de ellas. Y, sin embargo, los quieres, los amas, dejan huella en ti, como una persona. A riesgo de reificar, te diría que solo nos falta follar con ellos: que nos los inserten o insertárnoslos nosotros mismos allí donde el sol calienta poco, restregárnoslos por nuestras zonas erógenas, lamerlos y chuparlos.
Si te has liberado del dogma de la potencia y la excelencia técnica, tan mercadotécnico como idiota puede ser, a lo mejor te has dejado atrapar por alguno de esos juegos. Y lo mejor de todo es que no has podido dar una explicación racional de por qué has seguido jugando hasta el final, aunque fuera un tormento lúdico-estético, ni de por qué conservas su recuerdo, o su disco o su caja o su cartucho o su presencia digital en tu biblioteca, como un grato recuerdo al que volver de vez en cuando, como si fuera un pretérito amorío o deseo al que llamas para desfogarte.
La atracción de la humanidad por lo feo o por lo cutre no es nada nuevo. Hoy niños y niñas llevan camisetas de zombis, que no son otra cosa que cadáveres putrefactos andantes; el death metal basa sus letras en la muerte, en la tortura y en las cosas más asquerosas que una mente musitada sea capaz de imaginar; hay personas que se tatúan la cara y se atraviesan el cuerpo con metales o se hacen implantes. Y hay quien lo considera bello. Y nadie puede dar una razón completamente empírica y objetiva de que no es posible percibirlo como belleza.
En su contraparte a la historia de lo bello, Umberto Eco, en Historia de la fealdad (2007), hace un recorrido histórico por una amplia muestra de manifestaciones estéticas que no encajaban en los cánones de belleza, pero fueron provocadores de lucidas pasiones. A veces lo que en una época se consideraba feo o poco estético, en otras fue tomado como generador de belleza global. Es lo que ocurrió con el llamado diabolus in música:
El oído de los antiguos percibía que ciertos intervalos musicales eran disonantes y los consideraba desagradables, y el ejemplo clásico de fealdad musical ha sido durante siglos el intervalo de cuarta aumentada, o excedente, como por ejemplo do-fa diesis. En la Edad Media esta disonancia resultaba tan perturbadora que recibía el nombre de diabolus in musica. Sin embargo, los psicólogos han explicado que las disonancias tienen un poder excitante, y muchos músicos, a partir del siglo XIII, las han utilizado para producir determinados efectos en un contexto apropiado. De modo que el diabolus ha servido a menudo para obtener efectos de tensión o de inestabilidad que esperan una resolución, y ha sido utilizado por Bach, por Mozart en el Don Juan, por Liszt, Mussorgsky, Sibelius, Puccini (en Tosca), hasta el West Side Story de Bernstein, o para sugerir apariciones infernales, como sucede en la Condenación de Fausto de Berlioz.
No sé si pillas a qué me refiero en relación con los videojuegos. Así que pondré algunos ejemplos.
El primero ocurrió en una tarde de otoño. Me alejé del pueblo y me fui a dar un paseo por el bosque, con la carretera como guía. Anochecía. El crepúsculo se cernía sobre mí, y me acariciaba; me abrazaba con una gelidez casi imperceptible, que se mezclaba con los restos del sol. Veía las hojas caer a lo lejos, o me encontraba con alguna desperdigada y tan grande como un perro en medio del camino. Y llegué a un cruce. A lo lejos otee que alguien se acercaba por uno de los carriles perpendiculares. Comencé a preocuparme por mi salud mental cuando a medida que se acercaba vi que venía sentado en el aire, con las manos en un volante imaginario. Al llegar a mi altura, se paró y me preguntó que qué tal estaba, que si necesitaba que me acercara al pueblo. Miré al horizonte, luego al tipo. Sonreía. Yo también, pero algo superado por la situación. Le dije que no, que estaba bien, y como vino se marchó, sentado en el aire y conduciendo su coche imaginario, al que, por cierto, no hizo ninguna referencia.
Puedo ser un poco lunático o podría haberme drogado, pero no tanto.
Yo estaba en mi casa, sentado frente al televisor. Eso ocurrió en el estrambótico y a la vez acogedor pueblo de Greenvale, y no me sucedió a mí, sino al agente del FBI Francis York Morgan mientras investigaba el caso de las semillas rojas en Deadly Premonition. Ni siquiera el bueno de Zach tuvo algo que decirme.
Si se tratara de otro director y de otro juego, tomaría como un error técnico garrafal o una dejadez extrema que un objeto tan grande como un coche no solo no se hubiera renderizado, sino que no existía ni siquiera su física, y que el conductor se presentara ante mí como el código le trajo el mundo después de programarle un carné de conducir. Pero hablamos de Hidetaka Suehiro y de Deadly Premonition. En Deadly Premonition 2: A Blessing in Disguise volví a encontrarme con gente sentada en el aire, y con muchas cosas feas más.
Ya sabéis de qué hablo.
Dado lo surreal de esa parte de la obra de Swery65, me cuesta creer que fuera fortuito, que se debiera a un mal hacer y que no estuviera al menos previsto con antelación. Porque esas chuscadas técnicas, esos desgarros inarmónicos, contribuían a la sensación de habitar un mundo onírico, un mundo en el que ocurren otras tantas cosas, si no feas, al menos inquietantes. Ni Francis York Morgan ni Zach se inmutaron, porque ellos vivían ahí. Yo, que habitaba un umbral entre su mundo sintético y mi mundo natural, enarqué las dos cejas, solté una carcajada e hice una captura por si luego la gente no me creía. Esas incoherencias no me sacaron de la ludoficción, sino todo lo contrario: potenciaron la inmersión hasta el mismo maldito fondo. Por eso Deadly Premonition y Deadly Premonition 2: A Blessing in Disguise son obras maestras. Por eso me sorprende que a Swery65 se le considere a veces un creador amateur, pero nunca se le pregunte si esas locuras están ahí adrede. Por eso date la vuelta y márchate en ignominioso silencio si me vas a venir a decir que «menudo juego más feo y más cutre», «que no se puede disfrutar» y tantas otras majaderías fruto de una parafilia tecnoestética.
Ahora estoy jugando a No More Heroes III, las nuevas andanzas de Travis Touchdown, que esta vez debe llegar a ser el primero en un ranking galáctico de asesinos. ¿Por follar? Bueno, y también por venganza. A los juegos de Suda 51 también se les acusa de feos y cutres, y aun así ha conseguido que su nombre sea sinónimo de diversión y felicidad para muchas personas. Las deficiencias técnicas, la frugalidad en mecánicas y reglas y la falta de detalle se solventan con un estilo único, con un humor que es puro ácido sulfúrico y con chorros de sangre, humana o no. Soy capaz de pasarme cinco o diez minutos observando los menús en los que tanto detalle ha puesto, o deleitándome con las pantallas de carga, o, en el caso de No More Heroes III, tirándole la pelota a Jeane o desatascando retretes públicos. Sin salir de su última correría, mientras paseo por Santa Destroy y alrededores, las texturas tardan en cargar; a veces ni siquiera han cargado cuando paso cerca de ellas. Y todo parece un pueblo fantasma; suerte tendrás si te cruzas con más de cuatro transeúntes que ni sienten ni padecen, salvo los NPC, calcados unos a los otros en cada punto distinto de la zona metropolitana. Escenarios vaciados, no por sustracción, sino porque a Goichi Suda le da un poco igual. No hay apenas edificios ni elementos que observar o con los que interactuar, sino un páramo de asfalto y cemento lleno de irregularidades gráficas, como dientes de sierra, y silencio, mucho silencio, salvo cuando Travis abre la boca o saca la beam katana. Las carreteras también limpias de otros vehículos, salvo dos o tres ocasiones que son los dos o tres mismos modelos, con una inteligencia artificial que parecen conducidos por Hans Moleman de Los Simpson. Todo eso es muy birrioso, según quien incluso feróstico, algo imperdonable para un juego de Switch. Pero es mi cutrez, y cuando estoy ahí el tiempo no es que se detenga, es que retrocede y me devuelve a una juventud que ya empiezo a olvidar. Aunque atraviese los árboles, aunque no le vea a Travis los poros de la piel, aunque me dé tiempo a saludar a las texturas mientras se cargan. Todo se olvida mientras me pongo a recoger basura. Por eso adoro a Suda 51.
Y así hay muchos juegos feos y cutres que merecen tu vigilancia. Pero acudiré solo a uno como colofón, uno al que vuelvo de vez en cuando: Revenge of the Sunfish. Jacob Buczynski comenzó siendo amateur, o aún lo es, pero ha diseñado y programado más de veinte juegos. El más famoso es Revenge of the Sunfish, pero antes ya había desarrollado otros catorce. Jugar al juego (si es que tal cosa es posible), es como presentarte en una guardería puesto de speed, peyote y ketamina. A pesar de que vuelvo a él solo de vez en cuando, todavía no consigo comprender muy bien qué hay que hacer. Cada fase es su propio mundo, tan grotesco como simpático, y posee sus propias mecánicas, pero es una sucesión sin control, a veces ni siquiera me da tiempo a tocar alguna tecla para comprobar su acción. El arte en Paint, todo en Paint, Paint infantil de trazo esquizoide. Ahora mientras escribo tengo dos dibujos frente a mí que me hizo la hija de un amigo con 5 años: encajarían perfectamente en el juego con un poco más de color. Y vuelvo a Revenge of the Sunfish, pero nunca lo he acabado; nunca he aguantado más de quince o veinte minutos; de hecho, si jugara más de ese tiempo, al día siguiente saldría en las noticias, y no precisamente por haberme comportado como un héroe. ¿Y por qué vuelvo a él si es tan feo, tan cutre y me hace tanto perder el tiempo? Creo que solo porque es un videojuego…
Bueno sí, amo a los videojuegos y los deseo, aunque quizá no más de lo que amo o deseo a la pizza. Es lo que tiene el amor, que no se rige por normas inflexibles de belleza ni por leyes inamovibles de interacción social. Ladislav Klíma, en Las desventuras del príncipe Sternenhoch (1928), lo puso en palabras de su protagonista:
¡El amor es una brutalidad! ¡La mayor de todas! Quien se enamora deja de ser humano. La voluntad se desvanece en su cieno. Ningún manicomio es lo suficientemente demencial para alguien enamorado. Se debería ahorcar de inmediato a quienes se enamoran. No existe rincón en el mundo que acoja a esos proscritos. La muerte es para ellos una liberación.
Y esos videojuegos, como las personas (vuelvo a arriesgarme a reificar) nos enamoran pese a que la hegemonía estética nos diga que son feos, que son cutres, que no son la norma. Ella que sabrá, tan preocupada de que las cosas no transgredan el límite del pundonor. La hegemonía estética es ese gilipollas que se acerca a decirte que la chica que te gusta tiene las tetas pequeñas; la imbécil que te dice que ese chico con el que estás ligando tiene michelines; el comunazi que te dice que una mujer con polla no es bella ni es mujer; que un hombre con coño no es bello ni es hombre.
Así que, mira, que se mueran los guapos y los pibones. Genocidio a la normatividad. No relativizo la fealdad, sino que celebro le belleza. La que a mí me gusta; y la que te puede gustar a ti. Os lo pido por favor: dadnos más juegos feos, cutres y llenos de taras, que ya nos encargamos nosotros de darles todo el amor que se merecen.