Introducción: el estado de lo indie
Jonathan León y Manuel Delgado elaboran, en su introducción al libro Revolución indie, una de las definiciones más completas que existen en el ámbito hispano de lo que la palabra indie en el ideario del videojuego implica. Aunque su trabajo bebe de fuentes académicas evidentes, como el ahora clásico esquema de Garda y Grabarczyk, su aportación principal reposa en su esfuerzo por complicar las definiciones empleadas hasta entonces: ya sea como un espectro que designa múltiples instancias de “independencia”, desde la financiera hasta la artística; como una etiqueta cultural, y en no pocos casos, comercial, que delimita una serie de estéticas y elementos visuales y mecánicos al cerco de “lo indie”; o como un símbolo que engloba múltiples acciones y representa, en su esencia, la búsqueda de la creatividad en un espacio artístico que se siente estancado.
Muy coetáneas a estas teorías se hallan las que ofrece Jesper Juul en su libro Handmade Pixels, y las similitudes entre ambos textos es algo más que accidental (de hecho, se publicaron casi al mismo tiempo). Aunque sus fuentes y ámbitos son distintas, y su metodología reposa más en tendencias generales que en casos concretos, Juul identifica lo indie como un proceso de creación de autenticidad: Un esfuerzo creativo por desarrollar una obra que, fuera de las tensiones y contradicciones presentes en la industria del videojuego, se revela ante el público como una demostración palpable de lo que los juegos son en realidad. En esa búsqueda por lo auténtico, por lo puro y por lo original, muches son les que recurren a paletas gráficas y pautas de diseño de décadas anteriores, en lo que Juul identifica como un anti-modernismo enfocado en rechazar una racionalización del medio, así como reclamar el factor humano en el videojuego: una recuperación de la expresión artística en un medio que parece cada día más controlado por voluntades inhumanas.
A día de hoy, la distancia que nos separa de los inicios de la era indie y, especialmente, del tono idealista empleado por el documental Indie Game: The Movie o el siniestro Us and the Game Industry, impregnan mi visión de aquellos años de un potente escepticismo. No ayuda demasiado que, en palabras de autoras activas de la época como Liz Ryerson, las condiciones de aquél entonces no fueran realmente tan bonitas como aquellos propagandísticos documentales querían prometernos. Pese a todo, e incluso con esos deficits, la creadora de Problem Attic guarda una cierta nostalgia por un período que, a pesar de sus fallas, ve como mucho más esperanzador que la época actual de Indieapocalipsis y Wholesome Games. No en balde, la conclusión de Revolución indie y de Handmade Pixels reposa en una idea muy similar, la de que lo independiente es aquello que, de un modo u otro, reclama la creatividad y lo distintivo como su estandarte principal, y que, en el camino a esa creatividad, recupera la importancia de la voz humana en el acto de jugar a un juego. Si hay un valor positivo que pervive de forma unívoca desde aquella época, seguramente se trate de ese.
Esto nos ayuda a resolver tediosos debates sobre qué voces tienen derecho a erigirse como indie y quién no (la respuesta seguramente sea: nadie y todes a la vez, siempre que tengan algo particular que decir), pero también nos invita a pasar página y discutir el tipo de diálogos que entablamos con ellas. Porque si nos atenemos a lo que Juul señala, e identificamos el anti-modernismo como una de las cualidades principales que poseen muchas obras indie actuales, entonces es igualmente probable subdividirlas en base al tipo de “retorno” que estos trabajos nos invitan a realizar. En un entorno de consumo y crítica muy peliagudo, donde el hecho de conseguir visibilidad es igual o más importante que el hecho de aportar algo específico, las obras que consiguen captar nuestra atención tendrán que recurrir a trucos de cualquier índole para poder destacar. Para algunos juegos, como Dwarf Fortress, la visibilidad viene dada por años y años de existir en Internet, manteniéndose como ruido de fondo constante; para obras como 12 Minutes o Celeste, la clave reposará en el apoyo financiero del publisher o en una campaña publicitaria exitosa; y para otras obras, como Hollow Knight y, en el caso que nos ocupa hoy, Signalis, su visibilidad se garantiza por su adherencia devota a unos estilos de juegos idealizados.
Crítica de Signalis
Las primeras horas de la obra de rose-engine están dedicadas principalmente a decirnos de qué pie va a cojear el juego durante la mayor parte de la partida. Nuestros primeros andares por la nave estrellada y la base abandonada sirven de tutorial rápido con el que reconocer sus principales influencias artísticas: por un lado, el reconocible estilo de movimiento de controles de tanque, una manera específica de interactuar que impone cierta restricción de movimiento al jugadore. La otra pauta mecánica que aprenderemos será la del menú de objetos: un espacio seguro al que debemos dedicar tiempo para gestionar de forma adecuada, obligándonos a estar pendiente de las cosas que recogemos. La última pauta que aprenderemos será la del combate. A grandes rasgos, Signalis respeta nuestra decisión de usar la violencia, pero nos advierte de las obligaciones que esa disposición acarrea: aprender a conservar la munición, asegurarse de que se queman los cuerpos de los enemigos una vez caen, y sobre todo, evitar confrontaciones directas si nuestro sigilo lo permite. En todos estos momentos, Signalis está transmitiendo dos mensajes a la vez, uno que nos dice “ésta es la forma de jugarme de forma adecuada”, y otro, más sutil, que nos dice “éstas son mis referencias”.
En años recientes, nuestra apreciación hacia el pasado del medio ha empezado a crecer con la ayuda de una mayor accesibilidad y con el esfuerzo de una generación nueva de “arqueólogos” jugadores. Youtubers de tamaño mediano como ThorHighHeels, Bowl of Lentils y Amelie Doree han dedicado un tiempo considerable a presentar a un público nuevo los juegos que la generación anterior de ensayistas olvidó o desestimó. El juego japonés de los ochenta y noventa está siendo más reconocido que nunca, y con ello, las historiografías tradicionales de lo que constituye un género como el survival horror empiezan por fin a desmoronarse. En este entorno de cambio generacional, reconforta saber que les jugadores del presente son capaces de aproximarse a algo como Tokimeki Memorial o Laplace no Ma con muchos menos prejuicios que la generación criada con revistas comerciales y vídeos del Angry Video Game Nerd. Pero en el camino, la cuestión de lo que juegos como Signalis, o Hollow Knight, o tantas otras estrellas actuales del entorno indie, aportan al medio quedan puestas en duda ¿Será capaz de aguantar Undertale el tipo ante un público que conozca Moon:RPG? ¿O Doki Doki Literature Club a lectores de Doukyuusei? Cada vez más, se siente que todos estos juegos indie anti-modernistas escogieron cavar su tumba el día que eligieron basarse en obras a las que el público acabaría volviendo tarde o temprano. Aunque, si se piensa con frialdad, tal vez eso es lo que estos juegos han venido a hacer, servirnos de puentes para un momento más auténtico de la historia del medio y recuperar, con ello, la humanidad que perdimos en algún momento de la PS3.
En sus textos dedicados a la reflexión en torno a la fiebre reciente por remakes que sufre nuestro medio, Jed Pressgrove expresa perplejidad ante la actitud acrítica que exhiben muches jugadores hacia el fenómeno. A todas luces, nuestra tolerancia hacia ellos se debe en parte a la sabiduría convencional, instaurada tras décadas de sutil adoctrinamiento, de que el videojuego es un arte en constante actualización. Mucho antes de que los parches se volvieran algo común, Nintendo y Sega se marcaron numerosas revisiones de su catálogo que luego vendieron como si se trataran de versiones “mejoradas”. Pressgrove usa el potente ejemplo de Super Mario All-Stars para recalcar este hecho, pero mi ejemplo más inmediato y vívido se encuentra en la versión para color de Wario Land II. Todavía recuerdo la reseña de Nintendo Acción de entonces, afirmando sin tapujas que nos comprásemos la versión si no habíamos podido conseguir la versión en blanco y negro, pero que si la teníamos ya la comprásemos igualmente, porque esta era en color y, por lo tanto, “mejor”. Ni qué decir tiene que las comparaciones entre la historia de este juego en particular con las del cine me salen sin apenas pensarlas. Hasta hoy mismo, aún seguimos aferrándonos a la idea de que los juegos pueden, de un modo u otro, “mejorarse”, y que les hacemos un flaco favor al negarles la oportunidad de ser la mejor versión de ellos mismos. Pero otra parte mía se cuestiona qué valor posee ensalzar un juego por lo que podría llegar a ser en un futuro, cuando tenemos la opción de valorar un juego por lo que es ahora mismo, en este tiempo y lugar, y bajo estas condiciones. No importa las veces que intentemos remasterizar una obra como Resident Evil 4, pues en el fondo, su existencia siempre estará ligada a 2004 y al momento en que el concepto mismo de los juegos de acción se vio alterado para siempre. No importa lo mucho que tratemos de evocar autenticidad refugiándonos en el pasado, los remakes nunca podrán llevarnos de vuelta.
Conclusión: En la creatividad se halla nuestra esperanza de futuro
Si los remakes son un síntoma de la actitud acrítica y ahistórica que padece la industria, los textos como Signalis plantean un problema un poco más sofisticado. Su diseño no refleja tanto una actitud ahistórica, sino más bien una actitud selectiva con respecto al pasado del que extraen sus ideas. A este respecto, pareciera que algunos publishers indie están especializándose en los últimos años en crear un tipo de juego que parece consistir en un refrito incoherente de nuestros recuerdos lúdicos personales. Humble Games, la editora responsable, es la editorial principal de juegos como Hat in Time, originalmente presentado como una vuelta a los plataformas de recolección de la Nintendo 64; Unsighted, un refrito algo extraño de A Link to the Past y Majora’s Mask; o Unpacking, que en su recreación obsesiva de cuartos y habitaciones de distintas épocas se nos presenta casi como un generador de fotos de juventud. Independientemente de las intenciones que hay detrás de cada obra, resulta evidente que esta editorial juega con esta idea de la autenticidad y la explota con sarna para llamar nuestra atención. En palabras de Richard Peterson (citadas por Juul en Handmade Pixels), el trabajo de autenticidad que estos juegos realizan para presentarse como únicos y valiosos ante nosotres es tan evidente que no pueden evitar caer en una paradoja artística. La misma, dicho sea de paso, que sufre cualquier obra cuando se somete a los rigores burocráticos y fríos de la maquinaria comercial, y la misma que lleva a la parálisis que Walter Benjamin observara hace tantos años en artes emergentes como el cine. En el caso de los videojuegos, esa parálisis se expresa de un modo particular y mediante falsas promesas de progreso, a través de la elevación de ciertos juegos o estilos de juego a la categoría de sagrados. Una vez canonizados, la única tarea que le queda a desarrolladores es volver a presentarlos una y otra vez, para siempre, y con nuevas capas de pintura. En el camino, la creatividad observada por Jonathan y Manu se extingue, y la pluralidad de voces ansiada por Juul se vuelve cada vez más estrecha. En los juegos triple A (enemigos de lo indie), esta parálisis adquiere su materialización más evidente en los remakes, mientras que en las obras aparentemente independientes, adquieren su forma en la adherencia hacia unos pocos géneros de juego.
Signalis es una obra que, independientemente de sus méritos propios, ha quedado sometida a este reduccionismo de género, por llamarlo de algún modo. En vez de alabarlo (o criticarlo, claro está) por sus méritos propios, lo valoramos en base a la devoción que expresa ante los panteones del survival horror. Un panteón que, de por sí, resulta bastante limitado y excluyente, dada la escasísima muestra de juegos del pasado que recoge. Signalis es un “buen” juego, por lo tanto, por cuanto su estilo de juego nos permite validar nuestros sesgos de lo que un Survival Horror habría de ser, igual que Hollow Knight existe para validar nuestra concepciones de lo que un Metroidvania habría de ser. Ante el peso que estas tradiciones tienen en nuestra memoria colectiva, que Signalis diga algo particular con su voz concreta queda en segundo plano; igual que, para el remake de Dead Space, lo que le distinga de la obra original tenga mucho menos peso que lo que le asemeja.
Así que, retomando lo dicho por Manu, Jon y Juul, nuestra lucha por reclamar lo indie tiene que pasar, necesariamente, por un deseo de buscar creatividad y novedad en aquello que trate de incomodarnos de forma activa. Uno de los aspectos que encuentro más irritantes de Signalis es su manera de arreglar el asunto de los controles de tanque mediante la perspectiva cenital. Aunque nominalmente, y ante los ojos de una clase de desarrolladores, esto podría entenderse como “buen” diseño (a fin de cuentas, elimina de un plumazo el engorro de tener que habituarse a los tanques de controles) una parte mía se resiste a alabarlo por cuanto elimina las fricciones que aquellos controles suscitaban en les jugadores. A riesgo de sonar revisionista en extremo, siento que fue la incomodidad de aquellos controles, más que cualquier otra cosa, la que apuntaló un estilo de juego que hemos acabado encumbrando. Pero Signalis, mediante esta pequeña pero significativa decisión, abandona la exploración de ese aspecto concreto del survival horror y trata de sentar cátedra al afirmar que así es como se implementan controles de tanque.
Por contraste a esta aproximación, tenemos la radio: un instrumento que también nos rememora juegos pasados, pero que el juego enrarece y perturba hasta puntos que resultan extraños. Además de servir para puzzles específicos, nuestra radio se convierte en arma improvisada ante los enemigos más extraños del juego (los Kolibri) y nos esconde mensajes en múltiples idiomas que engañan a nuestros sentidos. El juego, por desgracia, coarta un poco las posibilidades de esta mecánica al introducirnos un final secreto que tenemos que acabar resolviendo como un puzzle más, pero incluso más allá de ello, sigue poseyendo textura como para incitar a su experimentación. Es la promesa de esta experimentación la que, al final, acaba siendo la que más perdura en mi memoria, y la que me hace desear futuras obras que puedan tantear aún más con sus posibilidades. No digo que, de todo lo que Signalis pueda ofrecer, éste aspecto en particular sea el único que merezca la pena reconocer. Pero si queremos encontrar en estas obras cuerdas que nos permitan alcanzar nuevas cotas, no ya de expresión artística sino política, es imperativo localizar esos resquicios de creatividad y elevarlos por encima de la morralla de género.