Se hace difícil esquivar el hype y la publicidad de casi cualquier lanzamiento, pero yo lo logré.
No Man’s Sky fue anunciado por primera vez en los VGX Awards, el 9 de diciembre de 2013. Yo me hice el orejas y miré para otro lado. No estaba listo para ese tipo de compromiso. La barba de Sean Murray iba creciendo con la misma velocidad que el hype y la expectativa que el lanzamiento generaba con cada tráiler, y yo seguía sin mirarlos. Tónica habitual mía con los AAA, que me niego ya a ver cualquier tipo de adelanto (y lo mismo haría con los indies si no escribiera aquí, la verdad). Estaba vacunado de todo tipo de influencia externa, quizá algo consumido por las ganas de verlo aparecer, pero mis ojos vírgenes a todo vídeo que aparecía sobre el juego. Nada ni nadie iban a enseñarme No Man’s Sky hasta que mis ojos lo vieran por primera vez. No quería saber nada hasta el lanzamiento, y lo conseguí: sólo me enteré del baile de fechas mientras corregía la que habíamos puesto en nuestro calendario indie.
Eso no me libró de mi propia capacidad para fantasear, claro. Me imaginaba en mi nave espacial recorriendo el universo en la más absoluta y perfecta soledad. En una Nada extensa e insondable, un universo infinito plagado de planetas pero que, en el fondo, no era más que una metáfora de mi propia inexistencia. Soy un intenso, lo sé. Pero, a mi parecer, la experiencia de estar así de solo, así de la deriva, se hacía maravillosa. Las estrellas iluminando el cielo en tonos rosáceos y verdosos, los agujeros negros cargados de gravedad y misterio… lo pienso ahora y me sigo emocionando, maravillándome por esa capacidad que tuvo No Man’s Sky de conmoverme en sus primeras horas, de golpearme con su experiencia estética hasta sobrecargar mis sentidos.
La escuché con ansia, y mi única pega fue que no se encargaran God is an Astronaut de esa banda sonora. Quedaban dos días. Cuarenta y ocho horas para colocarme el traje ambiental, saltar a la cabina y varar en la eternidad al sonido de mi estilo musical favorito. El plan, sobre el papel, no podía ser mejor.
Es curioso. Sean Murray no tuvo nada que ver para que yo me montase toda esa película. Nada de lo que dijo me hizo generarme ilusiones, mi sordera digital a todo lo prometido me inmunizó frente a posibles decepciones o el márketing con el que ha habido ríos de tinta. Fui yo, y sólo yo, el que tenía bien claro que poco podía haber mejor que desaparecer en la infinidad, que saltar de estrella en estrella como un Sísifo moderno cuya tarea no tendrá fin nunca.
Compré de salida el juego, sin haberlo reservado. Pagué gustosamente los más de cincuenta euros que me costó. Pasé la mañana ansioso, esperando a salir del trabajo para poder abalanzarme sobre él. Me llamaba desde la caja, tenía la melodía de la banda sonora en la cabeza como una sentencia que ya no se podía aplazar. Y, por fin, llegué a casa.
Esas primeras horas fueron pura magia. La boca abierta y el Stendhal devorándome por dentro mientras trataba de arreglar mi nave en ese primer planeta. El corazón acelerándose con mi primera salida de la atmósfera y mi primer paseo por el sistema solar al que había ido a parar. Y una obsesión: recolectar los máximos recursos posibles para descubrir rápidamente la tecnología que me permitiera saltar entre galaxias.
La épica en la música al curvarse el espacio-tiempo por primera vez, la fascinación al topar con el primer monolito y descubrir el lenguaje (…aunque esto Out There lo hace mejor) e historias de cada raza… y el semblante de Dios mirándome desde las profundidades del cosmos. Recuerdo con mucho cariño las primeras diez horas a No Man’s Sky, porque me tocaron profundamente con cada nuevo descubrimiento. Su estética, homenaje a las revistas pulp y la ciencia ficción de los sesenta, su música insondable y su vértigo al mirar desde la ventanilla y entender que era una mota de polvo en el universo.
Pero me cansé.
El juego, pasado ese inicio rompedor, me pedía algo que yo no podía darle: compromiso. La labor de recorrer el espacio acababa convirtiéndose en un trabajo, en una rutina. Buscar recursos, comerciar, fabricar combustible para el motor de curvatura… Una y otra vez. Visitar otro planeta acuoso, desértico o tropical, bajar y nombrar a cada una de sus criaturas como si mi opinión le importara al mundo… y repetir. No ayudaba que la gestión del inventario fuera terrible o que, en general, cuando peor funcionase No Man’s Sky es cuando se alejara de lo experiencial para tratar de ser un videojuego con todas sus partes bien identificables, pero lo cierto es que el problema era mío.
Habría podido soportar la rutina como mecánica jugable (algo que no es nada nuevo, desde La Abadía del Crimen hasta Shenmue) si de verdad la obra de Hello Games me hubiera aportado lo que yo esperaba de ella.
Pero resulta que más allá de la poesía y el lirismo, no estaba preparado para adentrarme en esa soledad exquisita. Mis sueños como astronauta, la belleza inmensa de desvanecerse en la eterna ausencia como Major Tom en Space Oddity… eran eso, ensoñaciones. Jugando a No Man’s Sky descubrí que quizá no soy tan intensito como creo, que la belleza me puede llegar a cansar y que el vacío y la estética no me gustan tanto como yo pensaba. Porque, seamos claros, en ausencia de hype y de publicidad a la que no atendí, No Man’s Sky me dio exactamente lo que yo esperaba: un viaje carente de toda significación por las olas de la eternidad, una soledad pura e inabarcable. Y yo la tomé de la mano esas primeras horas, la abracé y llegué a extasiarme con ella. Pero cuando pensaba que iba a ser para siempre me di cuenta de que nos separaríamos antes de lo previsto. No Man’s Sky hizo todo lo posible para que surgiera el amor, me dio todo lo que yo esperaba necesitar.
Yo no era así, realmente. No es que No Man’s Sky no fuera el juego para mí, es que yo no era el jugador para No Man’s Sky. Seguiré recordando con cariño esos primeros momentos, pero nos iremos cada uno por nuestro lado. Siendo amigos, porque le debo haberme descubierto algo que no sabía sobre mí mismo.