Hace ya casi quince años que se construyó la primera Kamurocho. A día de hoy hay más de una docena de versiones de esta ficcionalización del infame Kabukicho, el barrio rojo de Tokio y epicentro simbólico de la mafia japonesa, pero todo comenzó en aquellas calles repletas de gentes y neones del primer Yakuza de 2005. El eslabón perdido entre Shenmue y GTA, a medias entre la simulación enfermiza de cotidianidad y la violencia encarnada de la Gran Metrópoli devorando a sus hijos, inauguraba lo que ya es una serie de ensayos sobre la ciudad contemporánea como espacio de juego. Entre su vocación de pintar retrato tras retrato de una idiosincrasia urbana atravesada por todo tipo de traumas, deseos y esperanzas, y la voluntad de ofrecer un territorio denso y repleto de actividades, subsistemas y narraciones secundarias y terciarias, cada nueva entrega de la serie ha sido siempre una invitación a jugar a dos ritmos diferentes. Entre todos los huecos del espectáculo grandilocuente y perpetuo y su acción desenfrenada, los arquitectos de Kamurocho (hoy bajo el sello de Ryu ga Gotoku Studio) han cultivado lo cotidiano, lo costumbrista urbano y el tiempo muerto con gran devoción. La serie Yakuza tiene prácticamente todas las marcas de cualquier AAA de alto calibre, el mismo mapa lleno de iconos, la misma estructura porosa hecha de demasiadas cosas que hacer, pero su voluntad de poner todo ese músculo al servicio de la expresión del lugar y de todas esas personas con la que lo compartimos se ha mantenido a lo largo del tiempo como uno de esos pocos reductos dentro de esta esfera cultural (el AAA) en los que seguir creyendo que la gran escala es capaz de generar una poética propia y particular. Y que lo más importante para pensar entornos como este siempre ha sido darle espacio y tiempo a toda esa gente que iba a habitarlo.
En junio del año pasado, Dia Lacina escribió que Judgment, el por ahora contenedor de la Kamurocho más reciente (pronto llegará a esta parte del mundo Yakuza 7), sabía que el corazón de una ciudad era esa misma gente. Es un texto breve pero cargado de esa mirada sensible, fotográfica y cercana que define, entre otras cosas, el trabajo crítico de Lacina, una pieza en torno a la que he pivotado más de una vez para construir diferentes acercamientos al juego como experiencia corporal, situada y dialógica con espacios virtuales, y sobre el que quiero volver una vez más ahora que ya estoy más allá de los créditos de Judgment, y tener una última conversación antes de irme a otro lado. Tomando la suciedad de todas sus ventanas como símbolo de la enorme y omnipresente otredad del juego, llenas de marcas de dedos y veladas por esa pátina de actividad que esconden siempre los cristales en el contraluz, Lacina contaba cómo había interpretado su versión de Yagami, el protagonista, en su cruce constante con Las Demás. «A medida que los grandes pedazos de historia se iban revelando, dejaba que Yagami se relajase y simplemente vagara con un perro callejero a lo largo de la ciudad. Solo parábamos ante algún capricho compartido, el pulso de una discoteca y el murmullo en sus puertas, una mujer solitaria fumando un cigarrillo, su soledad como espejo de la nuestra. Caminamos hasta que el bar de un hotel o un restaurante apartado captaba nuestra atención y nos tomábamos un whiskey o comíamos un ramen». Este párrafo corto, resumen tan certero como parcial del poso conjunto de un Judgment inmenso, continúa a través de fogonazos, de encuentros, de instantáneas, y una versión de todo ello convive en mi experiencia personal, mezclado con todas esas peleas a muerte que nunca lo son, toda esa masculinidad exagerada a gritos, tanta urgencia fingida que estalla de tanto en tanto en una ciudad que, no hay que olvidarlo, no deja de ser el fondo más bajo de la sociedad a la que interpreta e interpela. Judgment no tiene respuestas a la gran pregunta con la que cierra Lacina su texto, la cuestión por el cómo a la hora de evaluar la experiencia de una ciudad, pero quizá sea imposible tenerlas. Su gran virtud, lo que lo convierte en un juego importante y un AAA necesario (aunque suene a oxímoron), es, por el contrario, el ser una fábrica de preguntas.
Más allá de su condición de ser la más reciente y, por tanto, beneficiarse del trabajo de todas las versiones que le precedieron, la ventana que se abre para que la Kamurocho de Judgment profundice en sí misma es el salto de bando respecto a Yakuza. Aquí somos Yagami, un abogado caído en desgracia que se ha pasado a detective privado y sobrevive a base de lo que sea que entre por la puerta de su oficina, algo que en una ciudad como esta contempla un espectro de lo más amplio, desde gatos perdidos e infidelidades a extorsiones y venganzas. Lo violento y lo cotidiano, lo destructivo y lo constructivo, siempre están en continuo contraste en Kamurocho, y la gran baza de Yagami es su capacidad para existir con total naturalidad en esas dos sustancias, aunque la forma en que se mezclan es algo que queda durante la mayor parte del título en manos de quien lo juega. El entorno reacciona constantemente a tu presencia, con esa dinámica tan marca de la casa que da agencia a la gente de alrededor para que, en vez de esperar a que te intereses por ellas y te acerques a ver qué les pasa, puedan saltarte al paso cuando necesiten llamar tu atención. Con ello, el marco de la interacción pasa de la observación a la escucha, a la manera en que Yagami reacciona a esas peticiones, a cuánto tiempo dedica al gran esquema de las cosas y cuánto al grano fino de las vidas que orbita y que le orbitan. Judgment llama a esto “casos secundarios”, pero inscritos en la sensibilidad sedimentada en la acumulación de Kamurochos son un sustrato que invita a plantear su significado como categoría. Estos casos secundarios son los que poco a poco van dibujando la cosmicidad del barrio, los que lo llenan de historias mundanas, de chistes, de dramas, de esa cualidad de absurdo que vela en mayor o menor medida el día a día de una ciudad tan imposiblemente inmensa. Juntos, estos relatos cortos son los que convierte Kamurocho en un lugar complejo, sensible y con los brazos abiertos.
Algo que logran, aparte de por su calidad como micronarraciones y la constelación de docenas y docenas de personajes que han dejado para la historia, por la manera en que Judgment opera sobre ellos para construir sentido. La red que teje lo secundario va mucho más allá de esa cara B del trabajo de detective, aglutinando una masa de contenido tan cercana a lo inabarcable que, pese a que puede atacarse a desde su encaje en la tendencia del AAA a ser tanto más superextenso como las circunstancias le permitan, si se encaja alternativamente en lo representativo puede convertirse en un puntal más de esa experiencia urbana retratada en Kamurocho tan difícil de delimitar, metabolizar y comunicar. Para Yagami, quien ha decidido desconectar emocionalmente de su entorno como forma de autocastigo por, tal y como él lo siente, haberle fallado (esto es algo que Lacina menciona en su texto), la construcción de un entorno tan humano, abierto y con ganas de que se le acerque supone el punto de partida para un viaje de vuelta desde el cinismo, la soledad y el ostracismo social. Para la jugadora es la oportunidad de inmiscuirse, conocer, entrelazarse con una demografía muy diversa: jóvenes que sostienen la ilusión de servicios infinitos tras los mostradores de hamburgueserías y konbinis, inmigrantes que en su búsqueda por un futuro mejor se han quedado atrapados en las tripas productivas de la gran ciudad, salaryman que conforman una marea de trajes y corbatas en continuo movimiento entre las oficinas y los bares y cabarets, gente sin hogar que se reúne en los parques, en el subsuelo, en las ruinas que esconden las avenidas tras los carteles, los menús y los panfletos. Kamurocho hierve de humanidad para quien se pare a tocarla.
A través de la combinación de un espacio complejo lleno de rincones y pliegues y la riqueza de toda esa gente que los ocupa, lo secundario se transforma en la matriz perfecta con la que jugar a ser en Kamurocho. En su tesis doctoral Esto no va de libros, Lucas Ramada Prieto escribe sobre 80 Days, uno de los epitomes de la construcción de un mundo lleno de gente que importa, que allá «nuestra conversación es lo que somos dentro del mundo» y que, a su vez, la exploración de esas conversaciones condiciona «la configuración específica de nuestra personalidad en función de las decisiones textuales tomadas». En el juego escrito por Meg Jayanth, lo que vemos, lo que oímos y, sobre todo, lo que hablamos crea un Passepartout personal e intransferible; somos nuestra conversación, y nuestra conversación es «también lo que podemos llegar a ser». Judgment y 80 Days tienen una textualidad, una materialidad y una construcción poética muy diferentes, pero hay muchos puntos en su común denominador que acerca la manera en que operan sobre sus mundos y sus ficciones. Pararse a conversar en 80 Days tiene un contrapeso en la urgencia por esa vuelta al planeta que hemos apostado realizar en ochenta días, así que cada decisión está cargada de una apropiación de los intereses y atenciones, del deseo de saber, de esa tendencia como jugadoras a analizar problemáticas locales e intentar resolverlas desde nuestra ineludible globalidad (algo de lo que Jayanth es consciente y en torno a lo cual despliega todo el diseño narrativo de la obra). Pararse a comer, a dar un paseo, a charlar con alguien o aceptar un caso secundario es detener (o ser detenida) en seco Judgment, suspenderlo en un letargo virtualmente infinito, para estar en Kamurocho y navegarlo como espacio ideológico, político y cultural. Mientras te van contando una historia inamovible, en Judgment tu atención a lo secundario va definiendo tu ser-en-el-barrio. Te da la calle, te abre las puertas, te conecta a la gente.
De nuevo, esta es una cualidad que resulta tanto de la manera en que los desarrolladores diseñan su laberinto social, pero también de la virtud de no lo sobreexplotarlo y supeditarlo (al menos en su mayoría) a esa otra gran cara de Judgment hecha de conspiraciones, gritos y peleas. En torno al rendimiento estético de la violencia identitaria de Kamurocho, que a veces puede ser demasiado celebratoria y exagerada, hay una poética urbana condensada en pequeños gestos y decisiones de diseño. Está el caminar por defecto, el ritmo lento, aquella manera en que se inician los eventos secundarios, la rama de habilidades sociales desbloqueables, el abanico de actividades por las que te dan experiencia y una idea de recompensa como estrechamiento de lazos comunitarios y de interdependencia. El mejor lugar al que ir a comprobar esto son los “eventos de amistad” repartidos por todo el plano y que en la práctica pueden resumirse en gente metiéndote en líos una y otra y otra vez. Todos van ligados a una persona concreta, a un nombre propio y una categoría existencial, y habitualmente se condensan en peticiones o favores: defender una tienda de unos matones, dar consejos para mejorar el inglés, organizar una cita a ciegas, reestructurar entornos de trabajo, diseñar campañas publicitarias, participar en una financiación colectiva…. Yagami es un luchador experto, acrobático, superhumano, pero su personaje se moldea tanto o más a partir de los huesos que parte como de todos los breves encontronazos con esas amistades posibles. Porque el premio por ayudar a toda esta gente, aunque a veces contenga algo de dinero y puntos de habilidad por en medio (nunca realmente necesarios para avanzar por la Historia Principal), es su agradecimiento y una subida de nivel de reputación. Lo segundo sirve para ganar un logro, así que es irrelevante. Lo primero es un saludo por la calle, un plato supersecreto que no aparece en la carta de un restaurante, un vinilo que puedes escuchar tumbado en tu oficina, un par de manos y piernas para alguna de las peleas infinitas que esperan tras cualquier esquina, una acción especial de combate que se activa si alguien intenta partirte la cara cerca de su parcelita de existencia, pero que no hace más daño, ni te da más ventaja, sino que simplemente existe como afloramiento de un vínculo (al estilo Ryu ga Gotoku). O, lo que es lo mismo, un reconocimiento mutuo: vivimos, sufrimos y queremos juntos este lugar. Cuanto más somos con las demás, más Kamurocho somos.
Lacina, antes de cerrar su texto, abre la reflexión a lo que «Ryu ga Gotoku podría hacer en un juego sin combate, uno sobre comida, sobre cómo se construye e interpreta un lugar físico, sobre el lugar que ocupa la mujer en Kamurocho». Si los desarrolladores hubiesen sido, en definitiva, más atrevidos, pero concediendo al mismo tiempo que pese a su condición iterativa, de ser la enésima repetición de sí misma, hay mucho de atrevimiento en la «voluntad de honrar la humanidad en todo, y luego inculcársela jugadora». Mi experiencia personal con Judgment es la de un doble entusiasmo: la fantasía de poder del Yakuza de siempre, hecha de enfrentar la violencia simbólica de la gran ciudad a través de responder con una contramedida explícita, destructiva, física y catárquica; y la fantasía de conexión, de intimidad, de compañía y coexistencia en un lugar iconográficamente inmediato, cargado de ese universal urbano que puedo encontrarme en cualquier momento en que salga de casa y camine por mis propias calles. En Kamurocho eres fuerte, antes que nada, porque no estoy sola, así que estas dos caras de la ficción de Kamurocho son dos formas de posicionarse respecto al carácter alienante de la piedra angular de la que viene toda esta serie y a la que termina por regresar con una sensible rotundidad: todos los motivos por los que en algún momento nos juntamos a vivir las unas con las otras; el instante mítico en que se inventó la Ciudad y comenzamos, entre otras cosas, a sufrirla. Un Judgment destilado a sus espectáculos y confrontaciones de alto octanaje sería muy poco interesante, un juego olvidable, superficial, limitante. Uno sin esa capacidad esporádica de liarte a trompadas con quienes mueven los hilos y explotan todas esas vidas ajenas que te rodean sería casi frustrante a estas alturas de la vida. La teórica y activista urbana Jane Jacobs dijo una vez que «la razón de ser de las ciudades es la multiplicidad de elecciones». A veces hace falta la calma de una birra en el parque. Otras veces apetece romperle las piernas al viceministro de Sanidad. En Judgment no hace falta que elijas.
Un último regreso al texto de Lacina; una última pregunta que se hace en torno a ese océano de sistemas tan lleno de profundidad humana, de mecanismos de defensa y expresión articulados en una búsqueda por diseccionar cada vez más su propia identidad. «¿Qué significa mirar a alguien a los ojos día tras día?» De tener que elegir un gran eje para situar Judgment en el gran esquema de cómo estamos jugando hoy, ahora, sería el de la creación, experimentación y manipulación de un enorme sentido de permanencia. Una columna vertebral llena de caras y aristas, encajada en una reflexión por lo identitario que puede (¿debe?) enfrentarse desde muchos lugares diferentes: qué significa Judgment para Kamurocho, para el Ryu ga Gotoku Studio, para la experiencia contemporánea de Tokio, para quien lleve años jugando por sus calles y para cualquier jugadora que llegue por primera vez a este galimatías. Quizá la mejor manera de ahondar en esta cuestión sea pasar más tiempo recorriendo sus calles (al terminar la historia se desbloquea un modo sin historia, algo tan paradójico como demostrativo de una autoconsciencia), o salir a buscar nuevas ciudades en las que jugar. Lugares de encuentro, de memoria, de intercambio, de soledad, de normas, de lucha, de secretos, de complicidad. Sin esperar respuesta alguna. Solo preguntas y más preguntas.