Llevo días planeando escribir algo sobre Sludge Life. Es uno de esos juegos a los que llego tarde, a los que ya se les ha dedicado algún buen texto, pero no paro de darle vueltas a cómo podría contar que este juego va de estar en huelga. No de provocar, dirigir, diseñar, sobrevivir o controlar una huelga. De estar, allí, en su mundo cubierto de cieno denso y tiempo podrido, sin ir ni venir, sin horizonte, sin capacidad de ayudar a nadie; de ver cómo toda tu gente está en la más absolutas de la mierda. Lo veo como un doble reto, tan personal como colectivo: tanto un ejercicio de puro ego, de ver si soy capaz, como de hacer un contrarruido, un envite a la opción, un dar herramientas para entender que jugar también es esto que sé que se siente muchas veces como si tirase llaves inglesas a la cara de la gente. Quizá es un acto de supervivencia, la única manera de seguir hablando, escribiendo, mediando, mientras parece que los esfuerzos son vanos, que no pasa nada porque el nuevo juegazo de noventa y cinco en Metacritic del que la prensa no puede mencionar detalles narrativos y no quiere recordar detalles productivos, porque alternativas esisten y aquí estamos para contárselo. Hace unas cuantas críticas que persigo juegos que solo en el acto de aterrizarlos en una frase creo que ya abren camino. Uno sobre repartir pizzas de cerebro, chocolate y flamenco. Otro sobre fotografiar a la generación condenada a certificar el fin del mundo. Y un último sobre investigar a la CIA en el sótano de un archivo, con corcho, recortes y un poco de hilo. Son solo ejemplos, obras de callejón indie en pleno proceso de gentrificación, pero no importa, porque no son los juegos. Es cómo estamos jugando hoy, ahora.
Estoy escribiendo ahora mismo entre dos efemérides. Hace un día que SONY© dijo que Play has no limits, y mañana hará un año que Yago publicó uno de esas piezas que nos define como página, como colectivo, como gente que escribe de juegos porque quiere hablar de y con la gente que juega. «¿Cómo no celebrar que un año más exista tanto esfuerzo puesto al servicio de nuestro disfrute?» Queremos volver a jugar a Demon`s Souls, pero mejor; o quizá esa no es la palabra, pero no se me ocurre otra, porque lo de rehacer experiencias es algo que todavía se me escapa, y tampoco tengo ganas de que alguien me vuelva a decir que puedo jugar al original siempre que quiera. No sé si trescientos sesenta y cuatro días después de Resignificar el espectáculo estamos más o menos cerca de lograrlo, pero sí que siento que la fagocitación de lo que podemos ser como cultura es más intensa desde el umbral de un cambio generacional, aunque las generaciones tecnológicas no tengan sentido y solo sea una industrialización de nuestro tiempo y dinero. Lo que me preocupa, en resumidas cuentas, es qué pasa hoy, el día después. Qué pasa con los límites alrededor del videojuego que siguen existiendo, digan lo que digan. Es lo que tiene definir las cosas antes de hacerlas.
Y basta ir a ejemplos concretos de la presentación para argumentar esto. ¿Cómo contamos que han construido una Tokyo virtual alucinante, casi como sacada de un video de Rambalac, pero que no parece que vaya a servir para pasear, sino para prender fuego a fantasmas de colegialas? O que hay un AAA ambientado en Rumanía pero que allí todo el mundo va a intentar comerse tus tripas. O que Horizon, ese juego que usaba términos como «salvajes», «primitivos» y «tribales» para decir «nativos», plantee como secuela un nuevo descubrimiento de América. Ayer estaba como suspendido entre dos mundos, entre una esfera nacional que me pareció demasiado complaciente y una anglosajona en pleno pie de guerra, pero entre todo el ruido llegué a leer que una de las cosas buenas de la cita es que se había centrado en los juegos; que eso era lo que importaba. Algo que, creo, si no va acompañado de una reflexión sobre el público al que apela el conjunto de esos juegos, es el mismo error fundamental de siempre. Play has no limits si te encajas en unas definiciones de Juego de hace décadas, del siglo pasado. Pero cómo pensar en la gente que va a jugar si hasta quienes están diseñando los juegos (la mayoría hombres, esa diversidad aún está pendiente) apenas tuvieron ayer unos poquísimos centímetros cúbicos de aire y tiempo. Lo justo para decir que hola, que estamos haciendo cosas, que a ver si te la compras.
Vuelvo a ese Sludge Life que va de estar en huelga. Vives en un contenedor, cada vez que arrancas la partida tienes que caminar por el lodo, los policías te dan hostias si te acercas, a veces encuentras colchones bajo las escaleras. Tiene una plaza con una estatua inmensa a la que le han cortado la cabeza. Es un juego muy nihilista, saturadísimo de una nostalgia lo-fi y con un vibe «tan denso que puede cortarse con un cuchillo». No hay nada que hacer: puedes fumar, beber, drogarte, mear, escupir en la comida del CEO y robarle los diamantes, pintar grafitis, planear en ala delta. Puedes sacar fotos a la gente, aunque no sirve de nada. Hay un final en el que te subes a una nave espacial y escapas. Otro en el que activas una bomba nuclear y se acabó la huelga, la gente, las pancartas, el estar paradas. No importan mucho, son solo puntos de salida, pero en uno eres la única que se salva y en el otro muere todo el mundo. Por momentos ni siquiera se deja jugar muy bien: te mueves demasiado rápido, con demasiada hiperactividad para lo absolutamente estático que está su mundo, suspendido en una falta de horizontes. Y a pesar de ello me parece que es un juego que importa muchísimo, no solo porque lo que representa está de rabiosa actualidad, sino porque podemos jugarlo hoy, ya, ahora, mientras define nuestro presente como jugadoras. Porque es verdad que Play has no limits, aunque a veces no lo parezca.