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Análisis: Yomawari – Night Alone

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Yomawari: Night AloneCrítica

El sol declina tras las montañas que se alzan en el horizonte. Las primeras luces de la ciudad se encienden colina abajo y adivinan la llegada de la otra cara de la moneda: la noche. El viento se cuela en todos los rincones y crea una sinfonía de sonidos, dejando lugar al cerebro para que imagines todo tipo de situaciones. ¿Cuántas veces has conducido de noche por carreteras solitarias y tu imaginación te ha jugado una mala pasada?

Yomawari, partiendo de una premisa bastante “normal”, se escapa de lo convencional: una niña sale a pasear a su perro Poro y se percata de que se empieza a hacer de noche. Abrumada y asustada por la necesidad de llegar a casa antes de que oscurezca, emprende la vuelta al hogar. En la carretera, de improviso, Poro desaparece. ¿Qué puede hacer ahora?  Al llegar a su casa, se encuentra a su hermana mayor, Sis, y le relata lo sucedido. Sis se adentra en la noche. Pasa el tiempo, pero ella no vuelve. Es hora de salir en su busca.

Aquí, en ese devenir entre calles, se crea la tensión y el miedo a lo desconocido, ese toma y daca que contagian al jugador. ¿Por qué nos da un vuelco el corazón al escuchar un ruido extraño sin ver nada? No es una escena grotesca: es sólo el sonido en la oscuridad. Ya estamos nerviosos aunque sea una bolsa deslizándose por el suelo o un gato cruzándose en el camino. ¿Cómo podemos combatirlo? A través de la luz, ese pequeño oasis que aparece de vez en cuando con una farola solitaria. O una linterna, nuestra compañera de fatigas portátil en las sombras, clave para poder “ver” aquello que está oculto.

Pero lo que nos aterra son los monstruos que acechan en la oscuridad, esos que nos persiguen mientras el corazón está a punto de salirse del pecho. La lucha por la supervivencia requiere de un aguante que no posee nuestra protagonista; éste viene indicado por una pequeña barra en la parte inferior de la pantalla. Podemos correr con un botón pero veremos cómo rápidamente nuestra resistencia se agota, dejándonos a merced de nuestros perseguidores. Sólo nos quedan dos opciones: o distraerles con las piedras que podemos recoger por el escenario, sólo efectivas con algunos enemigos, o escondiéndonos durante unos segundos detrás de los arbustos y carteles que aparecen diseminados por las zonas para intentar despistar al enemigo. Si no lo conseguimos, un toque (algo punitivo) y vuelta a empezar en las estatuas jizo -esculturas representando al guardián de los niños- repartidas por el escenario, las cuales actúan como checkpoint temporal. Pero no todo iba a ser así de “fácil”: para poder crear este punto de guardado provisional tenemos que haber ofrecido previamente una moneda a la estatua y, en algún momento, podemos encontrarnos con que se nos han terminado ya que sólo las hallaremos de cuando en cuando mientras paseamos, tras haberlas iluminado directamente con la linterna para poder percibirlas; en caso contrario permanecerán ocultas.

Para ser Yomawari un survival horror, no nos encontramos con la estética que esperamos, a saber: sangre, vísceras, aberraciones… Algo que sí hacían títulos como Corpse Party (Team GrisGris). Todo lo contrario, la propuesta de Nippon Ichi Software intenta ocultar todo ello tras una estética infantil, naíf de principio a fin. Al final, no es la imagen en sí lo que nos produce terror: quizás esos garabatos o monstruos que parecen dibujos no te lo infundirían si no supieras que, si te alcanzan, vas a pasar a mejor vida. Además, el mapa del juego está dibujado con ceras de colores, así como las anotaciones que la protagonista va escribiendo en su diario personal acerca de los descubrimientos que va haciendo. Es como si nos tapáramos los ojos, esperando que el monstruo que acecha en el armario no exista.

Pero para comprender Yomawari en su totalidad se necesita cierto conocimiento de la cultura japonesa: como occidentales, perdemos ciertas referencias que se pueden observar en nuestro viaje por la ciudad, aunque aquellos que se hayan empapado de innumerables series de anime y cintas del país nipón serán capaces de identificar elementos familiares. Ya sean escenarios comunes como el instituto, el trazado de las calles -cuadradas, esperando al incauto que se atreva a doblar la esquina- o los templos sintoístas. Yomawari no se avergüenza de la tradición nipona y es capaz de transportarnos a un entorno impregnado de misticismo y leyendas. A pesar de todas estas referencias culturales, en ningún momento hay información explícita sobre los monstruos que nos encontramos, por lo que aun habiendo terminado el juego seguiremos sin saber muy bien a qué nos hemos enfrentado.

El diseño de sonido, a su vez, entronca con la atmósfera: el crepitar de las máquinas expendedoras, los alcantarillados metálicos, la barrera de paso del tren… Cada uno de ellos tiene un significado capaz de atemorizarnos con su constante presencia aun sabiendo que son elementos que forman parte de la vida cotidiana que adquieren un cariz siniestro según en qué situaciones.

Dejando de lado los aspectos formales, Yomawari es un juego basado en puzles. De nada sirve tener habilidad con los mandos: toca observar, identificar patrones de comportamiento e ir descubriendo a base de prueba y error cuál es la mejor forma de abordar los diversos yokais que nos encontramos. Al mismo tiempo, habrá que escudriñar todos los rincones del escenario en busca de objetos que, o bien nos ayudarán a desbloquear la siguiente zona o servirán como coleccionables que tampoco aportan mucho, más allá del valor que le quiera dar el jugador completista.

Además, en nuestra aventura nos encontraremos en ocasiones “jefes finales”, monstruos que requieren de otras estrategias para ser vencidos. Algunos necesitan de cierta agilidad para ser esquivados, mientras que otros requieren resolver pequeños enigmas que conectan con el por qué están ahí. Funcionan como distracciones que evitan que las mecánicas que van interviniendo en el juego se vuelvan repetitivas. La duración del título – de unas cuatro horas aproximadamente- permiten articular un discurso rico y dinámico aunque intervengan muy pocos elementos en el desarrollo de la historia. No obstante, aquellos jugadores que no consigan sumergirse en el peculiar universo de Yomawari pueden encontrarlo algo cansino.

Alejado del screamer y las tendencias occidentales, Yomawari es un soplo de aire fresco al survival horror. No reinventa nada y tampoco quiere. Es un juego de atmósferas y de sugestión, de imaginarse el terror donde no tiene por qué haberlo. Por supuesto, tiene sus defectos: picos de dificultad pronunciados que no terminan de encajar, una profunda desconexión con el público occidental y una duración bastante escasa. Aún con todo, Yomawari es un viaje a un Japón más tradicional, lleno de superstición y antiguas creencias. Así que, apagad la luz, poneos los auriculares y aguantad los horrores que pueden existir sólo en vuestra imaginación. La noche no puede durar eternamente y, pase lo que pase, el sol tiene que volver a salir.