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Análisis The Longest Road On Earth portada

Análisis: The Longest Road On Earth

Cuando los otros nos recuerdan lo que somos

Análisis The Longest Road On Earth portada
Fecha de lanzamiento
27 mayo, 2021
ESTUDIO
Brainwash Gang, TLR Games
EDITOR
Raw Fury
PLATAFORMAS
Windows, iOS, Android

The Longest Road on Earth es un caramelito para que la crítica se venga arriba. Un cebo lleno de píxeles en blanco y negro donde divagar mientras se trata de encontrar un sentido a la propuesta realizada por Brainwash Gang y TLR Games. Apetece ponerse exquisito. Extenderse argumentando que no se puede explicar el olor a café. Que ese paseo en metro aparentemente rutinario es el epicentro de tu puñetera existencia. Que la realidad, por mucho que intentemos eludirla a través de todo tipo de artificios, se compone de un montón de momentos inocuos que nos forjan como individuos mucho más que el primer beso.

Decía Valdano que “el fútbol es un estado de ánimo”. The Longest Road on Earth afirma que la cotidianeidad es en sí un estado de ánimo. Al igual que ese joven caballero que acudía a la casa Usher y que no sabía por qué a veces el ánimo decae hasta el llanto sin causa aparente, el título se divierte ponderando sobre la melancolía, sobre el tiempo y sobre el recuerdo a través de una serie de personajes siempre en movimiento, como esos relojes antiguos que nunca se sabe bien cuándo empezaron a funcionar, pero que ahí siguen dando vueltas cada día mientras atestiguan con sus campanadas que el tiempo pasa, que nuestros movimientos son cada vez más lentos, que el tiempo que podemos vender es mucho mayor del que podemos coger con los dedos.

Este túnel emocional se encuentra construido bajo una montaña de folk llamada Beícoli, la cual envuelve con su voz cada una de las escenas. Su presencia es tan apabullante que el título podría encajar perfectamente como la experiencia jugable de un disco. The Longest Road on Earth no puede existir sin su banda sonora, pero su banda sonora sí que contiene la entidad suficiente como para resistir por sí misma. Su música actúa como potencial elemento narrativo en algunos momentos, como cuando nuestro personaje camina por la ciudad mientras de fondo escuchamos “¿Qué pasa si estoy asustado? Sólo soy humano”, pero su principal intención es crear el estado de ánimo necesario para que el resto de los elementos comunicativos funcionen. En este sentido, no recordaba un título tan dependiente de su banda sonora para introducirnos en el contexto anímico necesario desde Hotline Miami, pero al contrario que aquel, aquí no se juega con su impacto, sino que se apoya exclusivamente en él.

Es quizás en este apartado donde creo que conjunto no acaba de encontrar del todo el equilibrio, escorándose demasiado en ese discurrir musical de cuya dependencia sale en algunos momentos no del todo bien parado. Su ausencia, por pequeña sea, se siente como un error, algo que no debería suceder y que rompe el ritmo narrativo. Las mecánicas básicas de movimiento e interacción son suficientes para transmitir lo que el juego nos quiere contar, pero no parecen suficientes para llevarnos hacia lo que nos quiere hacer sentir. La valentía de su propuesta se siente por momentos titubeante, como si no se atreviera a soltarse de la mano de ese anclaje musical que actúa como muleta constante. Una red salvadora que no quita virtuosismo al ejercicio de funambulismo, aunque al público siempre le gusta algo más de riesgo.

Las cuatro historias que discurren en apenas dos horas son perfectamente entendibles, pero no pretenden contar nada. Su aproximación se asienta sobre un contenido universal, un EEUU que bien podría ser por momentos el de la gran depresión, el de los cincuenta o el de finales de los setenta. Sus postales apelan a imágenes que todos tenemos en el recuerdo. Reconozco que me hubiera gustado una aproximación más local, y creo que hubiera sido igual de válida, pero entiendo la decisión porque creo que el contexto es lo de menos. Aquí lo que importa son los planos detalle. Mirar el buzón, o la lámpara del tren. Centrarnos en algo, por pequeño que sea, que nos saque de nuestra rutina de ir de un lugar a otro. Pequeñas interacciones en la cocina de nuestra oficina o vigilar si ya está a punto la cafetera. Al paso del tiempo sólo lo detienen esas instantáneas mentales que nos recuerdan que más allá del lugar al que nos dirigimos, más allá aquello que anhelamos, seguimos vivos.

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Y es que The Longest Road on Earth me parece eso en última instancia, una suerte de la celebración de la vida en clave folk. Un festejo del recuerdo consistente en contar a los demás lo que éramos, lo que queríamos ser y lo que somos. Un retrato orgulloso de la cotidianidad que nos recuerda la importancia de ese cigarrillo que acompaña en una fría mañana a un café caliente, de dar la mano a tu hija para cruzar la calle, de apoyar la cabeza en la ventanilla del tren mientras miras a la nada. Pero también es una vista atrás, un momento de tranquilidad para reflexionar sobre qué nos hemos construido, de las cicatrices que arrastramos y de las que provocamos en los demás. Un recuerdo cantado que se presenta en imágenes que seleccionan cuidadosamente su presentación, con movimientos de cámara lentos que trabajan desde la panorámica (lo que representamos) hasta el plano corto (lo que somos), dejando por el camino algunas transiciones francamente magníficas acompañadas por alguna otra extravagancia que nos recuerda que esto no deja de ser un videojuego.

Decía al principio que estamos ante el título perfecto para ponerse exquisito en la crítica. Lo cierto es que la única pregunta sobre The Longest Road on Earth que habría que hacerse es si su propuesta funciona. Si toda esa construcción pixelada con aroma al cine de Richard Linklater se sostiene lo suficiente como para embarcarse en sus poco menos de dos horas de nostalgia. Lo cierto es que no hay respuesta para esto, pues el título no muestra una comunicación directa, sino sensorial, esa que apela a un inconsciente colectivo capaz de recoger los pedazos y componerlos en base a su propia experiencia. Lo que sí puedo afirmar es que a mí me ha entrado estupendamente y que las piezas para componer ese puzle están bien orquestadas. The Longest Road on Earth es sobre todo y ante todo un ejercicio de empatía, esa que nos refleja en la mirada del otro en los asientos del metro o que por fin nos permite entender la razón por la que un multimillonario se acordaría de Rosebud en su último aliento de vida.

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