Nada más arrancar Sky aparece un aviso: «el sonido representa más de la mitad de la experiencia». A simple vista es el típico anuncio para que te pongas los cascos antes de jugar, pero hay algo en la manera en que se expresa que ya adelanta la manera en que este juego mira al ecosistema en que intenta integrarse. Ese «más de la mitad» alude a una noción de que lo que sea que Sky entiende por experiencia de juego es algo cuantificable, o, al menos, algo que puede dividirse en partes, medirse y empaquetarse. A esta intuición se le une un despliegue audiovisual y una entrada precedida por siglas y firmas: Sky es lo nuevo de Thatgamecompany y es a día de hoy exclusivo de iOS —con el tiempo se publicará en Android, PC y consolas—, y todo junto devuelve una mezcla que en su estado actual huele, sobre todo, a sonda de mercado. Unos minutos después el presentimiento se vuelve realidad: alrededor de Sky no hay más que un ejercicio de packaging, una maniobra comercial.
Este empaque artificial va más allá de lo superficial, y a poco que uno va penetrando en el entramado que cose la parte trasera y oculta de Sky, la sombra de que hay una lógica oculta en toda la obra se va extendiendo en todas direcciones, desde lo performativo a lo conceptual.
La premisa en sí misma, esa pulsión otorgada de «llevar a las estrellas de vuelta a casa», insinúa un espacio concreto y compartido: un cielo de reunión, un viaje en compañía, una misión de restauración. Y al principio todo el espectro visible parece ir en esa dirección, con esa topografía informe de nubes, esa luz entre cegadora y difusa que se cuela por sus huecos y esa evidente pretensión paisajística que parece querer acercarse a lo sublime. Pero al otro lado de los cirros de este Sky, tan empaquetado como está, no hay una verdadera propuesta de mundo, sino un centro comercial. Un sitio al que llegar para gastar.
El eje de este cielo especulativo de Thatgamecompany lo ocupa un hub de portales que hace las veces tanto de centro geográfico como simbólico. Aquí llega toda persona que descargue la aplicación gratuita de Sky y atraviese ese preámbulo envuelto en postales celestiales, y aquí le reciben con las tiendas abiertas. Todos los jugadores y jugadoras aparecen vistiendo un modelo base, una figurita infantil con capa, pelo blanco y unas ropas cargadas de esa identidad visual que lleva la mente a aquel momento de 2012 en que Journey aparecía en la tercera Playstation casi como una obra fuera de lugar. Avanzando por el juego podrán ir personalizando su apariencia a base de la interacción y colaboración con los compañeros que se crucen durante el viaje, cambiando velas —la divisa de Sky, parte de esa luz que había que llevar de vuelta a casa y que brilla como brillan las monedas— como señal de amistad y como manera de desbloquear niveles de contacto. Una vela para poder cogerte de la mano, otra para chocar los cinco y dos para abrazarse. Y dos maneras de acumularlas: recogiendo fragmentos luminosos repartidos por las nubes, o abriendo la cartera.
Que al final del hilo que vertebra estas interacciones intracomunitarias haya un botón para cambiar dinero por gestos e intimidades es de por sí algo perverso, pero se agrava exponencialmente si se tiene en cuenta que es precisamente esa red de gestos y roces entre jugadores la premisa nuclear de Sky. De nuevo, este es un cortocircuito que puede entenderse desde la lógica mercantil, desde la idea de que algo como lo que convirtió a Journey en un hito popular en la historia alternativa del videojuego, la de la pausa, la contemplación y el tiempo de las emociones, ha sido absorbido por las dinámicas hegemónicas para supeditarla a la rentabilidad. Sky es Thatgamecompany convertida en aquello contra lo que un día —todavía— soñamos con destruir.
Por si esto fuera poco, Sky es también un título que se siente fuera de lugar. Lejos de cualquier intención de hacer ontología de juego, el encaje de Thatgamecompany en el ecosistema móvil ocurre ajeno a la genealogía que le precede y cargada de manierismos que esta región de los videojuegos superó hace mucho tiempo. La compañía estadounidense parece haberse quedado en la superficie de las esencias financieras que tanto han lastrado el desarrollo y la recepción del juego móvil, sin haber prestado atención a la ristra de títulos que lo han consolidado con el paso de los años. La propuesta de Sky, anclada en un pasado casi remoto en que la experiencia de juego en este tipo de interfaces era poco más que una traslación de lo que pasaba en las televisiones y en las portátiles cuando su potencial propio todavía estaba relativamente inexplorado, sigue fingiendo que usar un pulgar en una pantalla táctil puede ser como manejar el joystick de un mando.
El resultado de esto es una obra que se maneja con torpeza, no solo porque moverse y encuadrar la cámara al mismo tiempo usando los dos pulgares es poco preciso, sino porque toda la voluntad paisajística de Sky se choca continuamente con los límites físicos del dispositivo. En móvil, el tamaño de la pantalla se come la composición y la fotografía, y en tableta es difícil adaptarse a su esquema de control sin cansarse a los pocos minutos. Por ello, e inevitablemente, toda la ambición estética holística, marca de la casa de Thatgamecompany —como punto de partida, al menos—, y que Sky intenta catalizar a través del vuelo, acaba dependiendo de esos momentos en que el juego necesita quitarte el control. Hacerte volar de una manera determinada, solemne y fingida.
Porque por ti mismo apenas puedas planear un poco: dos toques a la pantalla y tu avatar coge algo de altura durante un par de segundos, pero de tanto en tanto le crecen raíles a la experiencia y, mientras te coge de la mano, la obra despliega su arsenal de estampas y canciones, de artes conceptuales y arquitecturas exotizadas, para devolver nodos de intensidad que resultan demasiado invasivos. Es como si Sky solo tuviera dos velocidades, una con deseo de ser grandilocuente y memorable que vives desde el asiento del copiloto, y otra en la que correteas por ahí con los otros jugadores sin nada más que hacer que encender velas y antorchas.
Y en esto último surge uno de los mayores pasos atrás respecto a la inevitable posición de Journey como madre de esta nueva obra. En aquel viaje, el encuentro con presencias ajenas era aislado, breve y verdaderamente íntimo. Aquí los demás son demasiados, abrumadores y ruidosos, constantemente corriendo hacia adelante por alguno de los pasillos del cielo. Es cierto que de tanto en tanto, y si tienes mucha suerte, alguien se para para algo más que para que le des la luz que necesita para continuar su viaje, y que cuando esto ocurre se entrevé aquello a lo que Sky apunta pero que a día de hoy no consigue promover. Porque es que ni siquiera la idea de conexión interpersonal que tiene el juego se libra de la involución que supone aplastar lo de Journey bajo el peso del beneficio financiero.
Cuando en este último te deslizabas arena abajo en compañía —una acción que se mantiene en este Sky— había algo en la distancia inevitable entre tú y tu acompañante que permitía una cierta poética del viaje, un encontrarse, caminar juntos durante un trechito y despedirse. Al final, la lista de nombres de esa gente terminaba de redondear la experiencia, como una última pincelada o el poso final de lo que es tan intenso como efímero. Como encuentros de verano.
Cuando, por otro lado, te paras a darle la mano a alguien en Sky, es difícil pasar por alto que la acción en sí misma tiene un coste. Todas las capas que se superponen a la fórmula base acaban, pues, entorpeciendo la capacidad comunicativa de un título que no tiene más premisa que la de entrar en un cielo compartimentado para conectar con otras personas. Sky tiene una falta evidente de cocción—está en su versión 0.5.6—, pero el viraje que necesitaría para alinear su propósito con su ejecución es considerable. Porque hacerlo implicaría replantearse algunas de las bases que están explicitadas en la descripción de su app, como el aprecio como “regalo”, o la idea extraña de que basta emitir sonidos y cogerse de la mano para sentir que has encontrado a alguien con una “mentalidad similar a la tuya”. Pero poco importaría meterle mano a eso, porque no se me ocurre nada más autodestructivo para un juego como este que querer regalar aprecio a alguien con mi misma mentalidad a base de abrazos y no tener monedas para pagarlo.
Dicho todo esto, me queda la reflexión en torno a quién se aprovecha de quién en esta simbiosis distópicamente capitalista en la que la atención, el cariño y los cuidados están reservados para los que más tienen. Apple y su iOS ganan la exclusividad temporal de que para jugar a lo último de una aclamada Thatgamecompany necesitas uno de sus aparatos; Thatgamecompany logra convertir su fantasía de conexiones en algo rentable gracias a los canales comerciales de Apple. Es una mezcla perfectamente engrasada y pensada: Sky es la pura ley de la oferta y la demanda hecha videojuego y absolutamente hija de su tiempo. La capitalización definitiva y obscena de la necesidad de los jugadores por sentirse acompañados.
Así que lo único que me queda tras haberlo jugado es la sensación de haber sido manipulado. Mi travesía no pudo terminar porque cuando llegué al final del cielo, a la canónica montaña de la compañía, una barrera me impidió el paso porque no había recolectado suficientes estrellas. De un plumazo, lo poco que sobrevivía de la idea de que Sky fuera un lugar de comunión con mis semejantes se evaporó y lo único que quedó fue un simple videojuego diciéndome que tenía que jugar más si quería tener cualquier atisbo de cierre. Pero ese no fue sino el golpe final a una búsqueda de propósito que ya había llegado muy fracturada por todos esos paratextos funcionales que colgaban marcadores de descarga en los portales hacia otras zonas, que le ponía un símbolo “+” a mi contador de velas por si quería inflarlo con billetes —algo que, además, convierte la donación de velas en la interacción más valiosa—, que limitaba mi capacidad de vuelo con niveles de habilidad. Sky me había prometido el cielo, pero solo me dio un puñado de reglas absurdas y una experiencia hecha pedazos que se venden por separado.
Vuelvo, entonces, a aquella idea inicial de que el envoltorio de Sky es puro packaging y me preocupa que los envoltorios explícitamente estéticos como premisas a ciertos juegos recientes se estén convirtiendo en una tendencia al alza. Pasó el año pasado con GRIS, laureadísimo a pesar del enorme vacío que hay más allá de su firma, y hace muy poco con esa EA disfrazada de indie que sobrevolaba los canales de Sea of Solitude, pero cuando un juego que pide constantemente la atención de mis ojos y mis oídos pero no ven en ellos más que un camino directo al fondo de mi cuenta bancaria, el asunto se vuelve mucho más complejo. Aunque solo sea porque el cielo al otro lado de la pantalla es una trampa potencial para explotar la necesidad de diferenciación de sus habitantes. De llegar y sentirse acompañados y queridos. O de simplemente atarse el pelo en una coleta o vestirse de morado.
A Sky le queda mucho trecho por delante. Tiene que llegar a su 1.0 y salir del corral de iOS, y ver cómo eso afecta a sus dinámicas de microtransacciones. Quizá para entonces se convierta en otro juego o termine por consolidarse como la arcadia capitalista que se esconde tras su esencia estilizada. Sus inicios, no obstante, quedarán para siempre ligados a la maniobra comercial que es por ahora, a este cielo original cosido de mostradores y botones de compra, de expresiones a las que subir de nivel, de finales solo para aquellos que hayan jugado lo que Sky considere que es necesario jugar antes de enseñarles un punto final. En cierta manera, es bastante comprensible, porque el riesgo al otro lado de la barrera es que tras el par de horas que toma llegar a la cima del juego, se den cuenta de que siempre han estado solos y vulnerables. Y que desde allá arriba el cielo no se ve azul, sino del color del papel moneda.