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C.H.A.I.N.

Análisis: C.H.A.I.N.

Cadenas visibles e invisibles

El acrónimo de C.H.A.I.N. obedece a las siglas Chronological Haunted Anomalous Interconnected Narrative. Son siglas que, por una vez, sirven para entender el propósito de una obra que se nos presenta como inabarcable, compuesta por tantas voces, sesgos y percepciones como géneros y mecánicas. Cada juego al que nos asomamos durante nuestra travesía es una ventana breve hacia una misma historia, una que aparenta complejidad en sus costuras pero revela profundidad en sus vacíos. No hace mucho discutía con Hugo y Lucas la idea de que juegos como Sounddodger+ subvierten nuestra concepción tradicional de los juegos de ritmo al invitarnos a habitar en el espacio negativo que subyace entre las notas de la melodía. C.H.A.I.N. hace algo parecido, aunque el espacio negativo que habitamos sigue siendo familiar. Seguimos navegando por pasillos, cumpliendo misiones y recolectando ítems como venimos haciendo desde hace años. Pero ahora se nos niegan las recompensas que suelen esperarnos al final de los niveles. Como la quinta entrada nos hace ver sin sutileza alguna, recolectar objetos no sirve absolutamente de nada, y esperar aclaraciones de algún tipo al final de cada raíl es inútil.

Tal vez por eso el final puede resultar frustrante a primera vista. No es como si el juego se mantuviera neutral a los hechos que se suceden sin parar; el encuadre narrativo que adoptamos desde el menú mismo es similar al que emplea la Wikia SCP Foundation, una colección de entradas sobre criaturas terroríficas que usuaries pueden expandir y en las que se simula ser parte de una gigantesca corporación de lo paranormal. Por norma general, cuando se construyen historias en torno a instituciones como la SCP, el interés de la ficción se suele hallar en las motivaciones que subyacen detrás de estas entidades y los que la gobiernan. Esto se debe, por norma general, a la intuición artística de que los misterios que pueblan estos mundos imaginarios aumentan su encanto si se los filtra mediante algún impulso narrativo que trata de entenderlos y dotarlos de estructura. Éste es el impulso que guiaba a series de televisión como Expediente X y que ha perdurado hasta obras contemporáneas como Dirk Gently. C.H.A.I.N obedece a unos instintos semejantes al invitarnos a participar en la idea de que somos investigadores neutrales que tratan de aproximarse a estos juegos “malditos” mientras nos amparamos en nuestra condición espectadora, como Nelson Tethers en Puzzle Agent.

Análisis: C.H.A.I.N. 1La realidad se resquebraja pronto, cuando empezamos a darnos cuenta de que las notas al principio de cada juego sólo ofrecen instrucciones de uso y lugares comunes. Para cuando llevamos un par, la curiosidad queda sustituida por el impulso de seguir adelante y entender los símbolos que se nos van presentando ¿En qué se ha convertido Ms. Blanchard? ¿A quién obedece el misterioso agente trajeado? ¿Es que acabamos de matar a Dios y le hemos cambiado por una Diosa? Pero todas esas preguntas habrán de quedar inconclusas, recluidas en nuestra mente mientras una nueva voz se adueña del pincel y comienza a trazar sus líneas. Aunque existe una superposición evidente entre lo que une y otre autore aporta, sus contribuciones tienden a dibujar encima antes que en los contornos. Eso nos sitúa ante una situación en la que misterios no dejan de acumularse sobre sí mismos, cada vez más ofuscados y envueltos en mitología. Nuestra única esperanza es aceptar, una vez contemos con el bagaje suficiente, que no vamos a recibir respuestas claras y que nuestra investigación va a caer en saco roto.

De un modo similar a cómo Petscop se apoderaba de los trillados mecanismos del creepypasta para construir algo único, C.H.A.I.N recoge las mismas ideas que tantos juegos de terror “lo-fi” que avasallan mi catálogo de recomendaciones en itch emplean últimamente. El equipo responsable de su distribución es, de hecho, el mismo que el de la Haunted PS1 Demo Disc, una recopilación de ideas y conceptos que bebían tanto de moldes nostálgicos como de ocurrencias modernas, y que de hecho ahora va por la segunda edición. Pero al contrario que esos popurríes de ideas y proyectos a medio gestar, lo de C.H.A.I.N no se asienta en promesas de versiones gold ni excitantes secuelas. La naturaleza misma de la obra (asentada en un loop permanente de búsqueda y frustración) se encarga de ello desde el principio. Aunque su provincia se demarque, de forma técnica, en la misma área que ha visto surgir de obras como Staircase, Fatum Betula y Dread Delusion, sus inspiraciones más directas han de hallarse en rincones experimentales de los noventa, como Drowned God y The Madness of Roland. En estos juegos, la potencialidad de expresión que ofrecía el joven formato del CD-Rom llevaron a una serie de autores iluminados a crear obras donde el ansia de explorar imperaba sobre el sentido común. Esto ha hecho que, con los años, jugar a estos juegos se haya vuelto cada vez más laborioso. Incluso obras canonizadas como Myst lo tienen difícil ahora para atraer a jugadores curioses, porque su estilo no ha dejado de hacerlos cada vez más opacos a las sensibilidades de nuestras costumbres actuales. Con todo, siguen siendo obras interesantes de explorar por el mismo motivo que tantas obras experimentales de ahora lo son, incluso cuando su premisa de trabajo repose en una actitud más optimista que el carácter algo retrógrado del que parecen alimentarse los revivals de hoy en día.

Análisis: C.H.A.I.N. 2El comienzo de C.H.A.I.N es relativamente benigno y se acoge con facilidad a estos cánones de conservadurismo nostálgico, pero empieza muy pronto a enrarecer su fórmula con ideas cada vez más despegadas entre sí: desde menciones veladas a juegos de exploración en primera persona (como The Haunting) a recreaciones bastante fieles de las aventuras isométricas hechas con Commodore, pasando por video clips de modas estéticas como el vaporwave. No quedan algunas conversiones más o menos socarronas de diseños sacralizados como Pac-man, pero al igual que en otros casos, C.H.A.I.N parece recurrir a estos dispositivos para sumergirnos en una mentalidad concreta antes que hacernos partícipes de una celebración estética. Como Paratopic llegó a hacer mediante sus referencias al pasado de Estados Unidos, la abundancia de los símbolos conspiratorios y su empleo metafórico de las cintas de vídeo, C.H.A.I.N nos invita a meternos en la piel de personas fundamentalmente miopes a lo que les rodea. Ya sea por la fragilidad de sus cuerpos humanos y la necesidad que tienen de trascenderlos; ya sea por su fijación dogmática en rechazar el conocimiento que tienen prohibido y su afán por quemarlo allí donde surja. Los personajes de C.H.A.I.N se ven impelidos a buscar libros y encontrar tumbas perdidas en el fondo del mar por sed de conocimiento y, en un par de ocasiones, por motivos familiares, pero sus esfuerzos siempre se ven truncados por culpa de algún obstáculo imposible o alguna jugada rastrera de sus interlocutores divinos. Del escaso elenco que podemos discernir en esta trama, sólo Ms. Blanchard alcanza a recibir un nombre y meta específicos, y se nos da a entender que no lo habría conseguido si no hubiera contado con la piedad de su intermediario. Todo parece indicar, para el final de su ruta, que el precio que ha tenido que pagar es más alto del que cualquier persona sería capaz de realizar. 

Análisis: C.H.A.I.N. 3Esfuerzos similares se nos siguen presentando durante el resto de obras, pero cada una se siente más frustrada que la anterior. En un momento dado, se nos sugiere que vamos a ser testigos de un proceso de transformación total del cuerpo humano. Poco a poco vamos escapando de las trabas que se nos imponen desde lo alto (impuestas, curiosamente, por la misma Ms. Blanchard que entregó su humanidad hace un par de juegos), juntamos las células que sustentarán nuestra nueva forma y nos abrimos paso a través de formaciones amorfas que compiten por sobrevivir y alcanzar consistencia. El final de la historia (si es que puede decirse que haya uno) hunde nuestras esperanzas: convertidos en criatura diminuta e insignificante, que no indefensa, nos precipitamos a huir del laboratorio que ha sido creado para nosotres, y destrozamos todo rastro de nuestra presencia por el camino. Nuestra búsqueda por el saber nos ha hecho presas de una divinidad caprichosa, y enfurecidos ante las promesas incumplidas, pasamos a adoptar la forma de un fanático religioso. Ahora nuestro objetivo ya no es buscar conocimiento, sino destruirlo, y aunque aún perviven aquelles que desean saber más, la distancia que nos separa de aquellas entidades primordiales se ha hecho tan ancha que sólo podemos contemplarlas con terror supersticioso.

De un modo que quizá se siente más afortunado que deliberado, C.H.A.I.N evoca cierta decadencia espiritual que algunos pensadores han acusado al pensamiento occidental de desarrollar: mientras que los hombres de la Antigüedad se afanaban por construir un mundo donde lo mágico y lo real se solapaba indistintamente y hacía a Hombres de Dioses y a Dioses de Hombres, los puritanismos y dogmatismos surgidos a raíz del triunfo de Cristo y del dogma monoteísta dieron paso a siglos de oscuridad y superstición, oscuridad que la Ilustración del siglo XVIII habría de dispersar y el modernismo acelerado del siglo XIX destruir. Pero lejos de llevarnos a una nueva edad dorada de raciocinio y felicidad, lo que estos procesos han dado lugar han sido a nuevas supersticiones y nuevas oscuridades, unas que se presentan bajo mantras seculares pero que obedecen a los mismos impulsos refractarios que Voltaire y Rousseau se apresuraron a condenar a la Edad Media de poseer. Con ello, afirmaban alemanes como Nietzche y Heidegger, perdimos la orientación y la seguridad de los tiempos de la fe, pero ganamos la insatisfacción de sabernos perdidos y comenzamos a anhelar por un nuevo centro que pudiera llenar nuestro vacío espiritual. 

Aunque sería fácil acusar a C.H.A.I.N de repetir los mismos estereotipos que historiadores responsables han tratado de hacernos olvidar, creo que su esfuerzo por explorar tantas actitudes del ser humano ante lo desconocido nos permiten disociarlos de sus épocas y tratarlos como variaciones de un espectro de emociones que podemos contener en nosotres mismos. Cualquier esfuerzo por estructurar estas emociones en una Cronología de la Espiritualidad quedará enrarecido desde el momento en que tratemos de delimitarlas a una época determinada. La Edad Media pudo haber tenido momentos de profunda intolerancia religiosa y oscurantismo, pero también tuvo momentos de poderosas luces (más aún cuando abandonamos el eurocentrismo de nuestra tradición historiográfica). La Edad de las Luces pudo haber tenido grandes momentos, pero también fue testigo de algunos de los actos más cobardes y monstruosos jamás realizados por el ser humano. C.H.A.I.N empieza relativamente benigno y nos sugiere un estado de la cuestión “primordial” en el que lo espiritual y lo material podían coexistir de forma indistinta, como si fueran extensiones de una misma cosa, pero nuestra búsqueda por el saber nos acabará empujando a separarlas y a disociarlas cada vez más. Por el camino, podremos tratar de huir de ese mundo y refugiarnos bajo un manto de dogmatismo (ya sea teísta o ateo). Pero al final siempre volveremos a buscar más, aunque hacerlo nos deje en posiciones vulnerables. Al final, todo desemboca en el mismo camino: tenemos que volver a la tumba porque tenemos que volver a anhelar lo Absoluto. Y contrariamente a lo que pueda parecer, esa vuelta no implica necesariamente un retorno al dogmatismo o a la Edad Media que tanto parecen temer, sino una oportunidad para reconciliarnos con una parte de nosotres que hemos dejado callar ante las promesas incumplidas del sueño neoliberal. 

Con todo, se hace evidente que C.H.A.I.N no va a ofrecernos una salida de este laberinto contemporáneo de ansiedades. Le vengo dando muchas vueltas al significado que subyace tras el acto que implica el sumergirse en una obra como ésta, y en lo que ello significa de cara a la topología sicartiana de la que Hugo se vale para hablar de Neighbour. Por norma general, existe una cierta tendencia a tratar a los videojuegos (o al cine, en base a ciertas corrientes) como máquinas generadoras de empatía o de valores. Aunque no termino de distanciarme de esa idea (y admito que hay mucho de inspirador en la idea de que podemos convertir los corazones de la gente con nuestro arte), a veces me pregunto si los videojuegos no han acabado por devenir en estructuras que sólo son capaces de transmitir movimiento y nada más. Aplicando la distinción entre ambos conceptos que Guattari aplicara en su ensayo Machine and Structure, la máquina sería aquello que genera una acción y un proceso específicos que sólo se ven afectados por el marco temporal en el que se realizan, mientras que en una estructura toda noción de movimiento y acción queda supeditada a la subjetividad de sus miembros. Creo que no patino mucho cuando digo que, desde el ámbito divulgativo pero también el académico, hemos tendido a ver a los videojuegos como máquinas ante todo y como estructuras después. Y aunque el videojuego siempre se ha prestado a cierta cualidad intersubjetiva que ha permitido a jugadores sentirse incluides en el proceso de creación de significado, seguimos tratando a muchos juegos como instrumentos transformadores que nos permiten descubrir, o incluso generar, cualidades en nuestro carácter. Esta percepción tan totalizadora es la que parece motivar artísticamente a estudios como Dontnod, por ejemplo, y a un sinfín de juegos grandes y pequeños. Por contra, últimamente siento que ese optimismo se está viendo truncado por una realidad comercial que nos empuja cada vez más a tratar a los juegos como engranajes de una maquina social mayor más grande. Es esa tendencia perniciosa por convertir el arte en artefactos ideológicos “puros” que está afectando al complejo industrial hollywoodiense, y que en los juegos están dando lugar a obras como Among Us y Fortnite. Creo que fue el último vídeo de Chris Franklin el que más me hizo darme cuenta de hasta qué punto estamos tratando los juegos de esta manera. Los esfuerzos de tantos estudios modernos por imbricarse bajo alguna denominación de utilidad (ya sea social o política) obedecen a un impulso por recuperar ese papel maquinario, por evitar que los tratemos como ruido de fondo de nuestras vidas actualmente en cuarentena y porque puedan volver a tratarse como vanguardias de transformación social. 

No creo ni por un momento que C.H.A.I.N se halle por encima de estas cuestiones, y aunque siento que es perfectamente factible configurar su obra como parte de algún propósito mayor, se resiste a ofrecerte respuestas a tensiones que, en última instancia, no se siente capaz de resolver. Para mí, eso hace que lo respete más. Tal vez ello implique que mi manera de acercarme a C.H.A.I.N ahora mismo es parecida a la que Hugo realizaba cuando jugaba a Neighbour: estoy usándolo como una manera de estar-aparte, de situarme más allá de mis preocupaciones diarias y sumergirme en el mar de dudas que siento a nivel personal. Es una acción enteramente individual y que poco o nada afecta a otras personas, y en cierto sentido, se ha vuelto un Fortnite improvisado que descartaré por alguna otra obra más tarde. Tal vez sea por eso que estoy aprovechando la cuarentena para retomar juegos antiguos que nunca tuve la oportunidad de acabar, y tal vez sea por eso que le tuviera tan poca paciencia a This, Too, Shall Pass. Pero quiero (¿Debo?) seguir pensando en ello, porque en un espacio donde la miopía ante lo que nos sucede se debe al exceso de información y no a su carencia, C.H.A.I.N sobresale en tanto que reflejo mismo de esa miopía. Y eso es con lo que más me encadena (…lo siento mucho…) a esta obra ahora mismo.

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