COLABORA EN NUESTRO PATREON

1001 Videojuegos que debes jugar: Knytt Underground

1001 Videojuegos que debes jugar: Knytt Underground 1

Empecé a escribir sobre videojuegos independientes allá por el 2008, hace un par de eternidades. Probablemente, fui una de las primeras personas en tratar el asunto en español con cierta obstinación -digo obstinación cuando podría haber dicho, simplemente, pasión enfermiza-. No digo esto henchido de orgullo, ni como un halago onanista gratuito, sino para poneros en situación: el auge de los videojuegos independientes, así como el de la información y literatura al respecto, es un fenómeno relativamente reciente.

Todo comenzó, lo recuerdo bien, gracias a una de las vacas sagradas más desconocidas del desarrollo alternativo: Nethack, la madre del cordero del hoy mundialmente conocido género de los roguelikes. Después, vinieron muchos otros: Eternal Daughter, Jumpman, los mitos de Chzo,  Nelly Cootalot y sobre todo, por encima de todos ellos, Knytt.

La saga de plataformas contemplativos de Nifflas terminó de apuntalar una fascinación que crecía con cada joya que me topaba. Siempre he sentido debilidad por las causas perdidas, y el esfuerzo ímprobo que estos desarrolladores llevaban a cabo, muy a menudo en solitario y con una repercusión relativamente escasa, captaba mi atención cuanto más distancia encontraba entre su calidad y su falta de éxito. Era, claro, un mundo muy distinto al de hoy en día. En cuestión de diez años, la llamada escena indie ha transmutado en una suerte de caldo heterogéneo y ultramasificado, perfilado a base de pelotazos sonados e historias de superación «one man, self made» al más puro estilo yanqui.

Pero, como decía, en 2008 (y aún en 2009) las cosas eran muy distintas. Jugué al primer Knytt con una mezcla de alegría e incomprensión. ¿Cómo era posible que un juego como este no fuera más conocido? ¿Cómo era posible que a nadie pareciera importarle que toda aquella belleza la hubiera llevado a cabo una sola persona? Así pues, me dediqué durante años a escribir incesantemente sobre Knytts, Eternal Daughters, Jumpmans y otros tantos jueguines, pequeños y grandes, que terminaron por convertirse en los pioneros de la sobresaturación que tantos bríos y disgustos está dando a la industria más allá del mundillo comercial.

Si no conocéis la saga Knytt os recomiendo encarecidamente que lo juguéis por orden. No porque os vaya a descubrir una narración fantabulosa de conflicto y drama (aunque quizá en parte, también), sino porque apreciaréis de primera mano el desarrollo exponencial que ha sufrido la creación alternativa videojueguil. De un modo u otro, acabaréis llegando a Knytt Underground, el último de la saga, una obra enorme y difícilmente clasificable de la que siempre he querido desbarrar.

Pero, ¿qué es y por qué debería importaros este jueguecillo de nombre ridículo? Pues porque más allá de etiquetas y sambenitos, es la maduración personal de un creador que combina como nadie egotismo y placer jugable. Mientras que los dos primeros Knytt hacían hincapié casi exclusivamente en desafíos plataformeros, exploración y un diseño artístico sobrio y personal, Underground añade la narrativa a la mezcla, amplificando la exploración. Las secciones plataformeras con malas pulgas se mantienen, pero las más duras son optativas y están un tanto desconectadas del núcleo principal. Aun así, los que hayan seguido a Nicklas Nygren desde sus comienzos, reconocerán de inmediato la aparición estelar del protagonista de Within a deep forest, que en esta ocasión comparte el papel con la knytt espeleóloga de turno.

En las entregas anteriores, Knytt jugaba al desconcierto cuando manejaba la exploración. Mundos abiertos enormes, compuestos por docenas de pantallas únicas, interconectadas a través de una multitud de caminos alternativos cuya única pretensión -en la mayoría de los casos- era recrearse en su propio diseño. Todos los escenarios rebosaban colorido y buenrrollismo, hasta los más siniestros. La tercera entrega, por su parte, rompe con esta idea cometiendo el que probablemente fuera su mayor error: convertir los mundos de yupi en un enrevesado subsuelo teñido de negro. Teniendo en cuenta que la influencia de Limbo todavía se dejaba notar con fuerza, las expectativas de los jugadores se volvieron en su contra. Las notas de color siguen presentes, pero el escenario que anteriormente era el protagonista, pasa a ser un tapiz oscuro e irrelevante. Sigue existiendo belleza en sus formas, pero solo sirve para poner a contraluz otras cosillas más importantes.

Desde un punto de vista técnico, esto permitió que el mundo subterráneo fuera muchísimo más grande. No en vano, completar el juego y visitar todos los rincones del mapa requiere bastantes más horas que en los primeros Knytt. De un modo retorcido y ambiguo, Nifflas quema los puentes con su obra más conocida y le da un puntapié a las expectativas de los que acudieron con Juni y Knytt Stories en mente. Una de las características más potentes en Underground es precisamente su -a veces sutil, a veces delirante- mofa del statu quo jugable.

Poner el cebo de la ambigüedad siempre es arriesgado. Una carta que facilita su éxito es convertir esa incertidumbre en una herramienta narrativa estimulante. Por suerte, hay un esfuerzo patente por contar una historia y detallar un mundo en apariencia simple. Y es que más allá de su énfasis en la exploración pausada y la recolección de artefactos, en lo que acaba deslumbrando es precisamente en la lenta y progresiva puesta en escena de un conflicto personal. En muchos sentidos, el viaje de la protagonista es el viaje del autor; concretamente, uno en el que se cuestiona cómo debemos enfrentarnos a la indiferencia, la crueldad, la responsabilidad y sobre todo, a la duda. A una vida que en última instancia, no tiene en cuenta nuestra conciencia.

Para ilustrar esto, Nifflas nos pone en la piel de Mi Sprocket, una duende aventurera con poderes misteriosos que se ve arrastrada por uno de los dos grandes poderes del subsuelo a llevar a cabo un viaje largo y peligroso. A la buena de Mi esto no parece importarle demasiado, a fin de cuentas, ha nacido con el gusanillo de meterse en berenjenales de todo tipo. En la sociedad de los duendes -la raza de humanoides más grande e influyente del mundo subterráneo- es famosa precisamente por ser una mujer hábil y valiente.

En un pasado remoto, los humanos acabaron con toda la vida de la superficie. Los motivos de esta extinción nunca han estado claros, pero los supervivientes se vieron obligados a refugiarse en el interior de la tierra para escapar de la devastación. En este nuevo submundo, varias criaturas diminutas construyeron una sociedad relativamente pacífica basada principalmente en la exaltación de los humanos y sus valores. El problema, sin embargo, era que las criaturas solo tenían ideas aproximadas y fragmentarias de la cultura humana. En un esfuerzo por recopilar y dar sentido a esa sabiduría perdida surge un movimiento conocido como miriadismo, que durante siglos ha ido postulando e interpretando las normas de la vida práctica y espiritual en la nueva sociedad. Su influencia y valores, basados en la mezcla de la miríada de conocimientos y religiones humanas, han guiado la mayor parte de la historia del mundo subterráneo.

Son los mandamases de esta especie de poder teocrático los que sugieren amablemente a Mi que lleve a cabo su aventura, basándose en una de sus tradiciones más antiguas, la profecía de la familia Sprocket: uno de sus miembros debe hacer sonar seis campanas, repartidas por los confines del inframundo; en caso contrario, un nuevo cataclismo se cepillará lo que queda de la civilización. O al menos, eso es lo que creen las cabezas pensantes del miriadismo.

Esta premisa es en realidad un dilema ético que sirve para señalar la fragilidad de la moral y sus diferentes interpretaciones. Alasdair MacIntyre, un infame filósofo moral, ya planteó esta hipótesis en uno de sus libros más sonados («Tras la virtud», un ensayo incendiario en el que arremete contra el relativismo): ¿qué pasaría si ante la hecatombe universal, la nueva sociedad tuviera que rehacer su cultura y solo tuviera acceso a fragmentos del conocimiento? Knytt Underground propone que una supuesta elite de pensadores de corte eclesiástico decide que todo conocimiento, ya sea humanístico o científico, es valioso en alguna medida. Aseguran, además, que en lo relativo a la moral todas las religiones esconden o apuntan a una verdad. Y dado que todas tienen un fragmento de la verdad, lo importante es conjugarlas en una sola. Para MacIntyre, el relativismo en la ética es un efecto de una hecatombe similar, pero del acervo moral; sea acertado o no, la propuesta es interesante porque ejemplifica con claridad la compleja relación entre percepción y realidad cuando existe un agente capaz de discernir con autoridad sus diferencias.

El panorama se relativiza aún más: el fin de la humanidad ocurrió hace cientos de años y la sociedad knytt ha tenido tiempo de sobra para establecerse. Tanto es así que en la época en la que se desarrolla el juego, un nuevo poder empieza a hacer sombra al monopolio académico de los miriadistas: internet, un grupo de gente que no comulga con las férreas interpretaciones religiosas y aspira a comprender la cultura humana estudiando de forma activa, crítica, sus artefactos y reliquias. Este conflicto es el telón de fondo para un dilema que se extiende a la protagonista y sus amigas: ¿dónde y cómo se accede a la verdad? Y peor aún, en caso de obtenerla ¿sirve para algo?

Todo este trasfondo se desarrolla lentamente, a través de muchas conversaciones con distintos miembros de las dos facciones. De hecho, Mi no hará este viaje sola, le acompañarán dos hadas, Cilia y Dora, que a grandes rasgos encarnan este conflicto con sus respectivas personalidades. La pobre protagonista, en una de las muchas ironías del juego, es incapaz de articular palabra. Nosotros, como jugadores, podremos leer sus pensamientos, pero en más de una ocasión asistiremos impotentes a sus silencios; más aún cuando oigamos algunos de los delirios, discursos y peticiones ridículas de los variopintos ciudadanos subterráneos. Por suerte, a partir del tercer capítulo, las dos hadas funcionarán como intérpretes de Mi, y podremos elegirlas para contestar en su nombre. Dora, un hada solar, representa la cara amable del miriadismo, la aceptación de que a pesar de lo terrible de su situación, la fe y solidaridad son un escudo que tiene la capacidad de cambiar el mundo. Cilia, por su parte, desdeña la religión y la moral clásica, y cree que el conocimiento es lo único valioso ante una vida cruel e injusta. Mientras que Dora es amable y educada, Cilia es cínica y brutalmente honesta. A pesar de ello, no es casualidad que sean grandes amigas y se compenetren de forma natural.

Como cabía esperar, la aventura de Mi pondrá en cuestión constantemente ambas visiones del mundo. Más allá de la profecía miriadista que nos vemos obligados a cumplir, todo cuanto hacemos apunta siempre al mismo conflicto, y nunca -o casi nunca- ofrece una respuesta satisfactoria o tendenciosa. El dilema entre conocimiento y fe, entre solidaridad y pragmatismo, dependerá de las decisión última de Mi. Lo terriblemente irónico del asunto es que a pesar de todo lo que podamos creer, de lo aceptable o no que nos parezcan las dos visiones que el submundo tiene del conocimiento, somos espectadores impotentes de su ineptitud: en pantalla veremos cómo una sociedad fascinada por las ruinas de la humanidad malinterpreta de forma sistemática tanto la ciencia como la moral. Miriadismo e internet llegan a conclusiones delirantes y equivocadas sobre nosotros.

Por una parte tenemos a los incombustibles investigadores de internet: echando un vistazo al inventario, veremos las descripciones disparatadas que su ciencia hace de nuestros objetos. En este sentido, son especialmente llamativas las definiciones que hacen del alfabeto, interpretándolo de un modo muy lógico, pero absolutamente erróneo; por otra, tenemos al sector, llamémosle espiritualista, representado por Dora y los sacerdotes, a los que oiremos idolatrar máquinas, defender que los robots tienen alma o asegurando que los humanos éramos una raza decididamente pacifista.

Este desbarajuste interpretativo es interesante porque ilustra a la perfección la relación tenue que las personas tenemos con el mundo, especialmente con el conocimiento. Nos parece ridículo, cómico, que duendes y hadas tengan concepciones tan alejadas de la verdad. Es así porque estamos en una posición privilegiada: el jugador sabe de antemano qué significan todos esos enigmas que los confusos personajillos del juego manejan con torpeza. Pero -y he aquí la miga del asunto- todos ellos han llegado a conclusiones que a pesar de ser falsas, son razonables dados sus recursos y los indicios a su alcance. Aunque están equivocados, no lo saben (o solo lo intuyen, pero no pueden corroborarlo). Este es el gran dilema, la piedra angular de cualquier reflexión sobre el conocimiento, el malogrado y sobreexplotado «argumento del error»: mientras estamos equivocados, creyendo justificadamente la verdad de algo, no somos conscientes de ello; y desafortunadamente, no hay ninguna garantía de que a posteriori, otra cosa nos haga darnos cuenta de que estábamos en un error, cayéndonos de la parra. Todo esto no es ninguna broma, aunque lo parezca; la filosofía del conocimiento, la espistemología, se mueve en gran parte orbitando esta cuestión; ¿hay alguna clase de conocimiento que pueda escapar a la duda e incertidumbre del argumento del error? Descartes, Ronaldo para los amigos, descubrió casi por casualidad que existe por lo menos uno.

Así pues, mientras vamos haciendo sonar campanas para evitar las amables amenazas de los miriadistas, las muchas capas de este problema se irán deslavazando, perdiéndose en una nebulosa ambigua en la que a pesar de nuestras inclinaciones, se nos aboca a aceptar que la decisión entre conocimiento y fe, desde nuestro palco privilegiado de jugadores humanos, es prácticamente una cuestión emocional y en absoluto excluyente. Al menos, claro, para la sociedad de los duendes y las hadas.

Muchas ficciones tiran de la ambigüedad para tratar temas complejos o tramas enrevesadas. Como decía al principio, realizan una apuesta arriesgada. Knytt Underground sale del paso con diálogos inteligentes, situaciones verosímiles, emocionalmente creíbles y mucho, mucho contenido argumental diverso para que nos quedemos con la respuesta que más rabia nos dé.

En un alarde de egoísmo, digamos que amable, el propio Nifflas se incluirá directamente en el juego en momentos puntuales. Sus apariciones rompen la cuarta pared sin miramientos, señalando de un modo más directo todos los problemas que durante la aventura solo se insinúan. Si buscamos en todos los recovecos del mundo, le hallaremos en lugares insospechados, sirviendo de hilo conductor para una de las conclusiones más socorridas del dilema del error; conclusión que es además el leitmotiv de su creación: son las preguntas y no las respuestas las que nos motivan a seguir insistiendo. La ambigüedad existe, solo hay que tomar partido. Se suele decir que la epistemología solo interesa a los epistemólogos, que en la vida cotidiana importa más bien poco que no podamos tener certeza sobre la verdadera definición de «conocimiento»; una respuesta clásica es que en términos prácticos, hay que comportarse como si esa duda no existiera, porque asumirla hasta las últimas consecuencias nos impediría actuar. Tanto si la duda metódica es válida como si no, parece obvio que muchas de nuestras conclusiones tienen resultados útiles. De ahí que los científicos no se detengan demasiado en estas cuestiones; si lo hicieran, no podrían cumplir su función, de la misma forma que los miembros de internet en el juego no pueden dejar de interpretarnos solo porque puedan contemplar la posibilidad de estar en un error.

Si al llegar al final del viaje de Mi y sus compañeras hadas, seguimos anhelando una respuesta clara, o en su defecto, se nos queda cara de idiotas porque nada de lo jugado parece haber servido a ningún propósito palpable, no es más que un efecto vital hábilmente trasladado al discurso del videojuego. Ya sean habitantes de un mundo postapocalíptico, o la manifestación metafórica del autor, Cilia y Dora están condenadas a coexistir con la incertidumbre.