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Vampyr y el caminante nocturno

El último juego de Dontnod, Vampyr (2018) es, a opinión de quien escribe, de lo más irregular. Combina un combate que más que difícil es engorroso, un pastiche de Bloodborne mal pensado, con una parte narrativa y un diseño de escenarios que si no llega a espectacular, sí es más que decente. Como podéis leer con más exactitud en la crítica que se hizo en esta casa cuando salió el juego, la premisa es la siguiente: te pones en la piel de Jonathan Reid, doctor, que vuelve a Londres en 1918 después de pasar la Primera Guerra Mundial en el frente. Nada más poner el pie en la ciudad, algo, o alguien, te mata; te despiertas después en una fosa común, atenazado por un hambre sobrenatural, y tu primera víctima es tu hermana. Afortunadamente, encuentras poco después un trabajo como médico en un hospital, en el turno de noche.

Gran parte del juego consiste en vagar y caminar por la ciudad, visitando los barrios que rodean al hospital y responsabilizándote de la salud de sus habitantes. Existe un mapa, sí, y el HUD te indica más o menos la dirección que has de seguir para llegar a tu objetivo, pero a la hora de la verdad la orientación es mucho más intuitiva. El estado de la ciudad (llena de barreras y zonas cerradas, así como de enemigos) te obliga a memorizar caminos, a fijarte en lo que ves y por dónde pasas; además, no existe la opción de viaje rápido. La única opción de moverse por la ciudad es a pie, haciendo uso de atajos y demás que la exploración de la misma te ayuda a descubrir y, en algunos casos, de tus poderes de vampiro.

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Este tipo de mecánica implica que la cantidad de tiempo que dedicas a pasearte por la ciudad es bastante alta, y que todo paseo te lo debas plantear como un viaje, complicado además por la presencia de enemigos, cuyo nivel supera normalmente el del jugador. Ir de un barrio a otro para llevar a cabo las misiones principales y secundarias, o en busca de un ciudadano concreto, o una entrada, o un edificio de apartamentos es eso, un periplo, un viaje a lo desconocido. Y el mismo proceso añade un factor nuevo al juego en sí: el papel del escenario, de Londres, como un lugar por el que se puede caminar, un sitio que explorar y a descubrir. Una ciudad hecha de Historia y de historias.

Este matiz de Londres no es nada nuevo, por supuesto, especialmente en su vertiente nocturna, la de la Londres marginal, enferma, que aparece en el juego. La Londres asolada por la gripe española de 1918 encuentra su ancestro real en el siglo XVII. O, mejor dicho, halla su ancestro literario en la ciudad de la peste que refleja el  Diario del año de la peste (1722), de Daniel Defoe.

Escrita varios años más tarde a partir de los diarios de un superviviente, su valor trasciende lo histórico. Es más que un que un testimonio de la epidemia de peste que asoló Londres en 1665; es también una obra literaria en propio derecho, que ha marcado la manera de entender la ciudad, y cuya influencia reaparece de manera intermitente en productos culturales de distintos tipos. La idea de una Londres en suspensión, en la que las normas sociales han dejado de existir, en la que el mismo escenario urbano afecta los síntomas de la enfermedad, resulta muy seductora. Como la ciudad del juego, representa una intersección de una especie de “control descontrolado”, que se podría entender como una forma light de fantasía de poder, y voyeurismo.

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Esta especie de voyeurismo se puede encontrar así mismo en la obra del escritor Thomas de Quincey. En sus Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), este autor del romanticismo inglés cuenta sus desventuras en la Londres nocturna de principios del siglo XIX. En una niebla de enfermedad, pobreza, hambre y adicción, deambula por la ciudad, que en la oscuridad se transforma, y desde el punto de vista de un espectador, que interactúa pero no interviene en las vidas de la gente que encuentra, nos narra lo que ve. Es un habitante casual de los bajos fondos, un turista; en cuanto cambia su suerte, deja ese mundo atrás. Como protopsicogeógrafo (¡palabro!), entiende Londres como una colección de historias, un puzle, algo que desentrañar y comprender. Tanto en el libro como en Vampyr se entiende a las personas que habitan Londres como receptáculos de historias, que el protagonista/narrador puede desentrañar, en una identificación del ensayo con la mecánica real del juego.

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A finales de la época victoriana se retoma la ciudad como escenario y centro de lo narrativo, pero ésta vez a través del cristal de un subgénero del gótico: el gótico urbano. Aunque elementos de éste ya aparecen en la obra de autores como Charles Dickens (Casa desolada, 1853) y en la de Charlotte Brontë (Villette, 1853), podría considerarse que realmente nace en la literatura de autores finiseculares como R. L. Stevenson y Bram Stoker; y, es más, en los últimos veinte años ha sido esta misma vertiente la que protagoniza gran parte del renacimiento del género en otros medios, como el cine, la novela o el videojuego (Falllen London, o Entrevista con el vampiro, de Anne Rice). Esta versión del gótico retoma los temas clásicos del género (el pasado que vuelve, la tensión entre la sociedad y lo que está al margen de ésta, la cuestión del poder, etc.) y los traslada a la realidad urbana de las últimas décadas del siglo XIX, renovando y adaptando además sus convenciones estéticas a un escenario urbano. Presenta la tensión entre las luchas obreras y sociales de principios del siglo XX con el statu quo tradicional de Reino Unido, así como el concepto de imperio. Utiliza además la estética, los temas y las obsesiones del gótico para hablar sobre relaciones de poder, e identifica el conflicto entre Skals y el Club Ascalon con el existente entre la clase dominante (capitalista, blanca, aristócrata y patriarcal) y el resto de la población (mujeres, migrantes, personas racializadas y clases trabajadoras).

Sin embargo, la relación entre la ciudad (o el espacio), lo social y lo económico se explora con más profundidad en un movimiento posterior, que en 1918 estaba en plena efervescencia: a pesar de considerarse un movimiento casi exclusivamente centroeuropeo, el expresionismo tiene un papel fundamental en el discurrir cultural de la Europa de entreguerras, en todas sus vertientes artísticas, desde el cine, con películas como Nosferatu (1922) o El cabinete del doctor Caligari (1920), a la poesía o la pintura. El movimiento expresionista es uno eminentemente urbano, que reacciona tanto al trauma de la Primera Guerra Mundial como a la brutal industrialización de la Alemania de Weimar, y los cambios que sufren las ciudades y sus habitantes a raíz de ésta. La ciudad expresionista es monstruosa, demoníaca, un ente al que se dota de independencia y que consume a sus habitantes; y, a pesar de que Vampyr es en otros aspectos un juego exageradamente británico, hay algo de esa Berlín-Baal en las calles en penumbra de Whitechapel. La Londres que nos presenta Dontnod es una ciudad “sobrenaturalizada” además de hostil. Reutiliza otro de los temas del expresionismo, la alienación asociada a lo urbano, y nos presenta un protagonista que vive aislado pero rodeado de gente. La enfermedad que asola la ciudad (en sus dos vertientes, la común y la sobrenatural) se ceba especialmente en las clases obreras, resultado más directo que indirecto de la miseria en la que sobreviven. Y, yendo un paso más allá, quienes ostentan el poder en el juego, el Club Ascalon, promotor y protector del Imperio Británico y la máquina de consumir y crear riqueza que es Londres, vampiriza literalmente a los habitantes de ésta.

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En conclusión, se podría considerar que Vampyr es heredero de una tradición con bastante solera que en los últimos veinticinco años está viendo una nueva época de oro, de la mano de géneros como el gótico o lo weird y un nuevo interés en la psicogeografía, y las partes del juego que se centran en estos aspectos son muy interesantes: la misma dificultad de los combates está incrustada en sus mecánicas, pero Vampyr gana enteros si intentas centrarte en la exploración, las conversaciones y los paseos. Como la ciudad de Confesiones de un inglés comedor de opio, la Londres de Jonathan Reid es una Londres oscura, en la que siempre es de noche y, en la tradición flâneur, él es más observador que habitante, poco más que un paseante nocturno.