Mucho se ha hablado de Silent Hill. Aquí también lo hemos hecho, dedicándole numerosos análisis, un genial artículo sobre lo especial que es su segunda entrega o insertándolo en un texto sobre el auge y caída de los survival horror. Y hoy, de nuevo, otro artículo más.
Hace unos días asistíamos a su decimoquinto aniversario, y lo lógico es que en todos lados se prodiguen hablando de la historia del juego, de sus influencias (mencionando por cienmillonésima vez La Escalera de Jacob) y del pensamiento que hay detrás de su trama. También se hablará de cómo genera terror la saga de Konami, de su acercamiento cerebral y su huida del susto en las primeras entregas. De cómo ha sido de las pocas sagas que, nacidas con el boom de los survival horror de mediados de los 90, todavía mantienen el tipo con cierta dignidad (ahí están Resident Evil, o incluso las últimas entregas de Dead Space, degenerando a gran velocidad). Pero a mí me apetece hablar de otra cosa: de la ciudad Silent Hill, o más bien, la no-ciudad de Silent Hill.
Los que estéis leyendo esto esperad un poco para ir corriendo a los comentarios a contradecirme. ¿Cómo que Silent Hill no es una ciudad? Cualquiera que se haya perdido en su inmensa y espesísima niebla, que haya remado con cansancio por las oscuras aguas del lago Toluca o visitado de manera incesante el hospital Alchemilla en busca de respuestas puede atestiguar que Silent Hill es una ciudad. Un monstruo devastado, lleno de fallas que impiden el escape, de calles con nombres de escritores de ciencia ficción y terror y de horrores que pululan llenando nuestra radio de estática. A todos nos suena la calle Bachman, el infausto hotel Lakeview…Pero al final todo se convierte más en una suma de localizaciones que en una ciudad al uso.
La mutación de la ciudad es algo normal, con cada juego hay que sorprender, y la construcción del lugar cambia para que el jugador no se aburra de vagar por las mismas calles. Los espacios se apilan, surgen entornos nuevos y lo que era un pequeño pueblo va convirtiéndose en una prisión aún mayor. Por una parte, forma parte de lo que pasa con otras sagas: se generan contradicciones porque participan equipos distintos, una localización pasa a otro lugar más idóneo…Pero puede entenderse como un propio mecanismo dentro del juego. Sabemos que Silent Hill reacciona a sus visitantes, y lo lógico sería que cambiara de configuración dependiendo de quién la visitara, comportándose más como una idea que como una localización física. Silent Hill es otro plano de la realidad, una metáfora de la condición humana.
Si lo pensamos fríamente, el único hilo conductor de la ciudad es la incongruencia. Dependiendo del título al que estemos jugando, o bien actúa como catalizador de su culto y dioses oscuros, o como lugar de recuerdo y redención. ¿Qué sentido tiene esto? ¿Cómo puede ser que en el primer Silent Hill estemos simplemente reviviendo la pesadilla de Alessa y deteniendo al culto y luego en el segundo buceemos por el subconsciente de James Sunderland, que recibe el castigo que busca por lo que no puede recordar? No es coherente. Una ciudad maldita no puede ser el nido de entidades malévolas a la vez que una prisión emocional en la que autocompadecerse hasta encontrar la redención.
Tal es la incoherencia que entre las localizaciones del juego nadie se aclara: la guía del primer juego lo centra en Nueva Inglaterra, el único lago Toluca de Estados Unidos está en California y un flyer de un club de striptease que vemos en la cuarta entrega hace alusión a Maine (sito en Nueva Inglaterra, lo que invitaría a localizarla finalmente ahí). No sólo eso, porque el espacio se difumina en torno a Silent Hill. La tercera entrega comienza fuera de la ciudad y nos acaba obligando a visitarla. La cuarta (The Room), salvo por las “incursiones en otra dimensión”, se desarrolla por completo en South Ashfield, a medio día de trayecto en coche. Y Homecoming transcurre en su mayor parte en Shepherd’s Glen, que comparte el lago con Silent Hill. Nada de esto impide que la ciudad invada a los que están condenados a sufrirla, que se traslade a sus sueños o vuelque sus pesadillas sobre pueblos que nada tienen que ver con su maldición.
Para mí, Silent Hill es una prisión. Lo deja más claro que nunca en Downpour (un título al que habría que hacerle mucho más caso del que se le ha hecho). Es una cárcel metafísica que toma la forma que más le conviene, y al igual que los presidios del mundo real, se comporta en base a una única ley: castigar la transgresión. Pero es caprichosa: hay veces que penaliza el incumplimiento de la ley de sus dioses extraños y otras en las que castiga la ley moral humana. A su vez, ofrece para quien expíe la culpa una nueva oportunidad, un renacer espiritual fuera de la “ciudad” y con el pecado perdonado. No lo pone nada fácil, y ahí están los cientos de finales negativos que podemos encontrar en sus juegos (a destacar los de Silent Hill 2, Homecoming y Downpour, por su carácter más intimista), pero quien pasa por sus barrotes tiene esa oportunidad de escape.
No, no es una ciudad. Parece estar en Nueva Inglaterra, pero aterroriza fuera de ella. Bien podría estar en Brasil o en Polonia, porque su ámbito no es el mundo físico. Silent Hill es una necesidad humana, el ansia masoquista por el castigo y el deseo de redención. Sus dioses alienígenas son un pretexto, su poder místico es sólo una metáfora para una saga fantástica de videojuegos de terror. Pero en el fondo, está más allá de eso. Silent Hill es, sencillamente, un deseo en cada corazón.