(Atención: hay destripe de la película).
En Mantícora viven monstruos y videojuegos. La película, nominada a mejor dirección, guion, actor y actriz revelación en los pasados Goya, nos cuenta la historia de Julián, un joven artista 3D que trabaja en un estudio de videojuegos. Julián sale, bebe, liga, intenta vivir, pero no parece ser feliz del todo. Un día salva a un niño, un vecino, de un incendio. Pero su heroísmo se torna pesadilla para el espectador cuando vemos cómo Julián crea un modelo 3D del niño, se pone las gafas virtuales, se sienta en un sofá y se baja los calzoncillos. Parece la condena total, el final de la película, pero esto ocurre en el primer acto. Durante el resto del filme —majestuoso, incómodo y extrañamente bello— vemos cómo Julián se enamora de una chica, mientras lucha contra su monstruo interior.
No creo que Carlos Vermut escogiera los videojuegos, como elemento para dar forma al personaje de Julián, al azar. Ya sabemos, no es nuevo, que una de las cualidades de los videojuegos como medio, como género cultural o como arte, es poder manipularnos a su antojo a través de la avataridad, es decir, en palabras de Víctor Navarro Remesal en Libertad dirigida: «… la medida y el modo en que él o los sujetos controlables encarnan al jugador dentro del videojuego, tanto en su reglamento como en su ficción». Una de las genialidades de Mantícora es que consigue (no es imposible para el cine ni para otros géneros culturales) manipularnos como lo haría un videojuego. Ahora bien, ¿por qué no vemos un planteamiento como el de Mantícora en los videojuegos? ¿Por qué no hay un videojuego donde controlemos a un Julián y se nos muestre su conflicto, su agreste condición humana? Hay varias razones que nos pueden llevar a responder a esas preguntas, y lo más probable es que el conjunto de la interacción de todas ellas sea la respuesta.
En primer lugar, está la industria. Lo conocemos. Le gusta poco mirar a la condición humana, porque siempre va a vender mejor un shooter, un battle royale, un FIFA o uno de coches, donde la historia, si la hay, esté ahí porque de algo tiene que ir el juego. Son sus lugares comunes, sus clichés, que no por ello dejan de darnos suculentas alegrías. A ojo, me atrevería a decir que algo similar a lo de Mantícora solo lo hemos visto, por ejemplo, en Silent Hill 2, el eterno Silent Hill 2, salvo que en este, la monstruosidad de James la conocíamos al final y no al principio, y no estaba libre de los tópicos lúdicos del medio: explorar, investigar, atacar, huir… Aunque la industria se ha diversificado en los últimos veinte años como no lo había hecho antes gracias a la escena independiente, no es menos cierto que lo ha hecho porque ha cosechado éxito; esto es: porque ha producido dinero. La diversificación, la apertura a nuevas formas de expresión, sin embargo, no iban a ser eternas, y parte de esos aires renovadores se apagaron para volver al paradigma dominante. Lo señalaba Miguel Sicart en una reciente entrevista: «Me desilusioné de los juegos cuando pasamos de una estética punk a una más conformista. Hoy es más difícil que artistas como Messhof (Nidhogg) sean reconocidos. Me aburrí del videojuego cuando apareció un mainstream indie que era mucho menos curioso de manera expresiva». Un mainstream indie que ha llegado incluso a Itch.io, el todavía santuario del videojuego underground, como sabe cualquiera que se dé una vuelta por la categoría de los juegos más populares. Por eso la inmensa mayoría de los videojuegos se expresan atrapados en la cárcel del viaje del héroe, haciendo que una persona o un ser (alienígenas, seres mágicos, que pueblan otras épocas y otros mundos) deban salvar el porvenir colectivo, a otras personas o seres o a sí mismos, o luchar contra el mal, sin más movimiento que la acción y sin más miramiento que su propio ombligo.
Podemos pensar en Mantícora como videojuego, como un triple A, como un AA o doble I, como el más modesto indie, pero ¿cómo se plantearía, tanto en términos lúdicos como narrativos? ¿Cómo reaccionaría la gente, la prensa, los gurús, la moral de uno u otro lado? Cuando terminé mi proyecto de fin de curso de Unity, un brevísimo walking simulator que como tema central tenía el suicidio, mi profesor (mi mentor, estoy tentado a escribir, por reivindicar una bella palabra que hoy apenas tiene sentido), me dijo, con toda su buena intención, que a la hora de buscar trabajo, a lo mejor me daba problemas por ser un planteamiento oscuro. Y tenía toda la razón. No digo que ello me esté dando problemas para encontrar trabajo, sino que desarrollar un plataformas protagonizado por una rana que debe dejar su charca porque se está quedando sin comida o un FPS que imitara en lo elemental a Doom o Quake, podría tener mejores resultados. En cualquier caso, la respuesta a mi mentor fue que si alguien piensa que detrás de un juego que trata el suicidio hay una persona oscura es porque no entiende la gramática de los videojuegos. Luego, los dos coincidimos en que el videojuego, por ser el último en llegar a la fiesta artístico-cultural, está pagando los platos rotos.
Esto lo he hablado con otras personas implicadas en la enseñanza de desarrollo de videojuegos, o mejor dicho, me lo han confesado ellas: que la mayoría de proyectos finales son copias de clichés de clones, tanto en diseño de juego como en diseño narrativo. Y que sí, al final algunos de los equipos que desarrollaron esos proyectos llegarán a publicar un título; un juego que puede ser fantástico, pero que pocas veces intentará sacar los pies del tiesto que supone el paradigma actual en el desarrollo. Esto me lleva de nuevo a la entrevista a Miguel Sicart, con el que por una vez no estoy en absoluto de acuerdo cuando afirma que «actualmente se hacen puzles o juegos narrativos, y para mi ninguno son juegos. Si quieren contar una historia que escriban un libro». Básicamente, es renunciar a que los videojuegos puedan contar historias, encerrarse en la naturaleza ludológica original de los videojuegos y desdeñar su evolución narratológica. O lo que es lo mismo, pero cambiando los géneros o disciplinas culturales, que si quieres contar una historia no hagas una película o escribas y dibujes un cómic, sino que escribas una novela o una obra de teatro. Se olvida también Miguel de que el contar historias no es algo de ahora en los videojuegos, sino que se retrotrae hasta una fecha tan lejana como 1975-1976, cuando William Crowther escribió Adventure (o Advent, finalmente conocido como Colossal Cave Adventure) y todas las aventuras conversacionales que siguieron después, como Zork (1977) o Mistery House (1980). Y es una idea que está en buena parte de la academia de los Game Studies: centrémonos más en el diseño de juego que en el diseño narrativo. Y eso percola hacia las nuevas generaciones, y hace que busquen su éxito con historias trilladas por décadas de convencionalismos narrativos y evoluciones mínimas de sistemas de juego. Hacen también que haya quien clame por un Ciudadano Kane de los videojuegos y no por una Mantícora.
Otro nodo de relevancia lo hallamos en las reacciones morales o políticas que podría provocar un videojuego que siguiera la historia de Mantícora. Desde luego, no creo necesario dedicar más de una referencia discreta a cómo reaccionaría el espectro político conservador, tan dispuesto, como siempre, a culpar a cualquier cosa que no sean sus ideas de las desgracias más dolorosas que ocurren en nuestra sociedad global. Con las peculiaridades culturales que se deseen, pero es así. No obstante, me preocupa más cómo reaccionaría el espectro político progresista a un videojuego en el que la avataridad nos llevara a controlar la agencia de un pederasta en potencia mientras, a su vez, somos la audiencia de las vicisitudes de su periplo vital o, incluso, de su redención. Se suele hacer demasiado hincapié, desde posiciones progresistas que juegan a videojuegos, en que en ellos, quien juega es a la vez agencia y audiencia, actor y espectador, escritor y lector, etc., y que eso ha de tenerse en cuenta desde un punto de vista de la ética y de la responsabilidad social. No creo que el binomio epistemológico agencia-audiencia de los videojuegos sea impedimento para desarrollar títulos en los que poder saltarnos la norma social de manera virtual. Son juegos. En palabras de Sicart en la entrevista citada ya recurrentemente: «Los videojuegos están domesticando la actividad de jugar. Y el placer del juego, que es el descubrimiento, la curiosidad, la frustración, queda en el olvido. Lo que importa es la historia, los píxels, la resolución, etc. Los domestican y nos infantilizan. Lo que no entienden muchos es que jugar es la única oportunidad que tenemos de portarnos mal y de no ir a la cárcel». Desde luego, Sicart no se refiere a algo tan burdo y vacío de sentido, más allá de la provocación hiriente y facilona, de juegos como Hatred o el aberrante Rape Day, aunque yo tampoco creo que la censura sea la solución pese a que son juegos a los que no me acercaría ni con un palo. Lo hice a Hatred, pero lo abandoné al cabo cuando percibí que, precisamente, no había una historia detrás, un sentido, algo que me hiciera comprender qué es lo que pasaba y por qué, ni tampoco redención, y que se basaba únicamente en matar, sin violencia estilizada.
El problema es cuando la justificada sensibilidad hacia temas (violencia, explotación, etc.) o colectivos con los que la injusticia se ha cebado históricamente, se torna en un filtro demasiado receloso y demasiado impaciente por definir este o aquel título de una u otra forma. Pasó con Firewatch, en el que algunas interpretaciones lo veían como machista, si bien a la vez existen trabajos académicos que plantean justamente lo contrario, como el de Melissa Kagen en Game Studies. O incluso con Death Stranding, en el que a pesar de su obvia apuesta por una sociedad donde prima lo colectivo se ha llegado a ver una distopía capitalista y antidemocrática. En este sentido, no puedo dejar de hacer referencia a lo que un buen colega dice en su libro, un colega y un libro que no nombraré, porque le tengo un gran respeto y porque esto se trata de debate y no de señalar, de construir y no de destruir. Pero sí, en su libro, no hubo una sino varias cosas que me hicieron enarcar una ceja, pero me quedaré con una para que comprendáis lo que quiero decir cuando hablo de «un filtro demasiado receloso y demasiado impaciente». Al analizar la figura de Ellie en The Last of Us (I y II) se argumenta lo siguiente:
Su homosexualidad es relevante en la historia de la segunda parte del videojuego, pero conforma una historia de romance dentro de los cánones (sí, en el apocalipsis, con sus problemas propios, pero no escapa de lo normativo). Además, el hecho de ser lesbiana no afecta a las mecánicas: mata como si fuera un hombre, o como si fuera un pato con una escopeta.
Obviando el chascarrillo innecesario sobre el pato y la escopeta, la resbaladiza noción de «historia de romance dentro de los cánones», y también que quien escribe lo hace desde una subjetividad heteromasculina, ¿cómo se supone que mata una lesbiana? O ya puestos, ¿cómo se supone que mata un hombre o una mujer? Desde luego, no creo que en algo tan extremo como quitar la vida a una persona existan diferencias más allá del método utilizado. Dicho todo esto, ¿cómo reaccionaría el espectro progresista, en el que me incluyo, a un juego que partiera de las premisas de Mantícora?
He elegido el ejemplo de Mantícora como contraparadigma al estado de los videojuegos como medio o género cultural por ser extremo. Pero podemos imaginar todo lo que se queda en el camino entre ese extremo y el paradigma actual, del que son responsables tanto la industria como la academia, la prensa, las tribunas y los críticos o analistas. Un paradigma actual que limita poderosamente, lastra como una rémora, la evolución literaria de los videojuegos. Hay una variedad de mundos, de mecánicas, de personajes, temas, reglas e historias que están esperando a ser jugados, a ser contados, desde la perspectiva única que ofrecen los videojuegos, y no se hace por miedo: por miedo a fracasar, por miedo a no encontrar financiación para el próximo proyecto, por miedo a que lo tilden con algún ismo, por miedo a resultar demasiado temerario, demasiado oscuro… Y todo sin darnos cuenta de que quizá sea demasiado tarde cuando tengamos la certeza de que sí, de que el problema era el miedo. Un miedo que debiera asustarnos convertir en paradigma, aunque ya se haya hecho.