Este año SpaceWar!, el primer videojuego oficial para mucha gente, cumple 58 años. En el tiempo que ha pasado desde su exhibición en el MIT, hemos tenido tantos cambios y crisis como cualquier otro “arte” que se precie, y la cosa no parece que vaya a ralentizarse en el tiempo que nos queda por aquí. Es posible que distintos actores y situaciones propicien un cambio radical en nuestro entendimiento de cómo deberíamos aproximarnos a los videojuegos en tanto que mercancía cultural, o al acto lúdico en su conjunto, pero mientras persistan las condiciones actuales, la existencia de esta particular forma de expresión queda supeditada a la lógica rupturista y productivista que los gigantes de la electrónica de consumo han impuesto desde hace décadas.
Con todo, incluso un medio sometido a un infantilismo permanente y una perversión constante de su propia historia debe afrontar la madurez de cuando en cuando, y cuando ello sucede, llega la cuestión del legado y de cómo lidiar con él. La mayor parte de los juegos populares que hemos tenido que tratar en los últimos años están siendo secuelas directas o espirituales de alguna obra anterior. Muchos juegos independientes aspiran a ser recreaciones fidedignas de modelos pasados o marginalizados. Es una estrategia artística comprensible, sobre todo cuando entendemos que la mayoría de los videojuegos actuales proceden de diseñadores que crecieron enamorados con los juegos de los noventa. Sin embargo, es importante separar entre los juegos que, como Celeste y Dusk, se limitan a recrear algún estilo visual nostálgico para apoyar una idea contemporánea, y los juegos que, como A Hole New World y Shovel Knight, intentan ser recreaciones fidedignas de los títulos de aquella época. Al mismo tiempo, es importante separar los remakes como Wonder Boy o Spyro Reignited, porque la conversación que estos juegos tratan de iniciar es que la experiencia que guardábamos en nuestras mentes de aquellos juegos era perfecta en sí misma, y que lo único que teníamos que hacer era que nos lo recordaran un poquito. El legado simbólico que estas obras manejan es uno que, a su juicio, debería ser atesorado y exhibido como pasos de Semana Santa.
Sería razonable suponer que, si los adornos estéticos tenían un papel innegable en hacerme sentir esa nostalgia, éstos tenían que provenir de algún sitio. Si tuviera que situarlos en algún encuadre temporal específico, diría que me recuerdan a los parajes exuberantes de Sonic CD o al estatismo majestuoso de Ecco the Dolphin. Pero lo cierto es que ninguno de estos ejemplos hace justicia a la variedad y coherencia de la que el mundo de Iconoclasts tiende a hacer gala a lo largo de su historia. Este esfuerzo es más habitual de ver en Metroidvanias actuales, pero en la época que Iconoclasts nos habrían recordado a un juego de rol. Y es en el estilo de progresión de estos juegos donde más se puede notar la inspiración de esta obra. Moverse por Iconoclasts evoca mucho menos la ida y venida constante de los subterráneos de Hallownest, o las incursiones a las ruinas de Sundered, y mucho más los mundos cerrados y episódicos de Final Fantasy VI, Lunar y muchos otros.
Hay algo más que Iconoclasts comparte con estas obras japonesas de mediados de los noventa, y es el sentimiento de teatralidad que impregna su narrativa y conflictos. En muchos juegos contemporáneos (por no decir la mayoría) hemos asumido o robado estrategias retóricas que nos permiten presentar las mismas historias con un aire más sofisticado. Ya no es de buen gusto que una voz en off nos cuente la historia de, por ejemplo, Kratos y su venganza personal; ahora la inferimos con la magia del lenguaje cinematográfico y con juegos de contraste superpuestos sobre actuaciones digitalmente capturadas. En un juego como Iconoclasts es imposible transmitir conceptos medianamente complejos si el texto no comporta la carga emotiva necesaria, o las animaciones no transmiten lo que tienen que transmitir del modo más exagerado posible. Esto es algo que, convenientemente, entienden muy bien dibujantes de cómics, pero que también podría aplicarse a cualquier formato donde la secuencia y la animación son el principal repertorio gramático. De un modo que me recuerda a los momentos finales de Shovel Knight, las escenas de Iconoclasts se aseguran de desnudar las emociones de sus personajes de un modo que historias más introvertidas tendrían problemas en articular. En vez de dejar sus emociones soterradas para que nuestra lectura las desentierre, somos espectadores pasivos de sus exhibiciones y no podemos hacer nada salvo recibirlas. Cuando Mina quiere expresar su malestar, no duda en hacerlo de la forma más estridente. Cuando nuestro hermano quiere expresarnos su angustia, recoge los chillidos de James Dean, pero pasa del método. Incluso nuestros enemigos parecen cómodos en su condición de egocéntricos villanos de anime, con el general Cromado haciendo las veces de siniestro líder fundamentalista, y la Agente Negro haciendo las de nuestra némesis personal.
Y es precisamente este intento de empezar una conversación el que más quiero atesorar de obras como Iconoclasts, Owlboy y tantos otros proyectos personales. Desde los aciagos tiempos de Indie Game: The Movie, hemos estado alimentando el mito cada vez más dañino de que el esfuerzo personal es la llave al estrellato, y que cada año que dediques a tu obra maestra será un año bien aprovechado. Pero 2018 y 2019 vieron el estreno de estas dos obras con más de un quinquenio de producción a sus espaldas y el mundo no se detuvo por ello. Ya fuera porque la época del hit indie pasó, ya fuera porque el público no estaba como para plataformas abiertos, ninguno de estos juegos recibió la pompa y el fausto que todo su trabajo debería haberles ofrecido, al menos en principio. Pero se nos olvida demasiado a menudo que lo que entendemos como “principios” en este mundillo no suelen aplicarse a la realidad, y que al final del todo, lo único que realmente perdura es la intención que había detrás de lo que se quería compartir. Owlboy era, a su modo, un melancólico repaso a nuestros recuerdos más felices, con la resolución final de que habíamos de dejarlos ir. Iconoclasts fue un canto a la esperanza, un mitín ovacional en el que se nos recordaban nuestros logros y lo que podríamos conseguir entre todos si nos lo proponíamos de veras. Como las imágenes de los mítines de Bernie Sanders, o pósters pseudo-irónicos celebrando la victoria de Podemos, Iconoclasts rezuma el heroísmo de los desfavorecidos. Como aquellas historias monas de anteayer que iban de jóvenes enfrentándose a los males del mundo con estilo, Iconoclasts es el esfuerzo titánico de jóvenes bellos luchando por mantener la esperanza en un mundo en el que sus líderes la han abandonado del todo. Ninguno de ellos está realmente sano, y ninguno sale bien de las terribles tareas que les han tocado acometer. Pero ninguno está aquí por la fama, por el dinero o por el reconocimiento. Como héroes de verdad, están aquí porque alguien tiene que luchar por la tierra, y si el establishment no va a hacerlo, serán ellos. Puede que, por el camino, sean increpados y humillados por no tener la perspectiva suficiente, o no sean capaces de ayudar a todo el mundo. Pero la gente que les amonesta es la misma que decide encerrar a niños pequeños y adoctrinarlos en un culto apocalíptico que castiga a los más débiles en exhibiciones grotescas de escarmiento público ¿Qué saben esos baby boomers de la esperanza?