Hace unas cuantas semanas Larian Studios anunciaron que daban por terminada su relación con Baldur’s Gate y el universo Dungeons & Dragons. La extraña y provechosa asociación de los belgas con Hasbro llega a su fin con un éxito incontestable entre crítica y público; esto no ha impedido que la subsidiaria del gigante americano, Wizards of the Coast, sufra su particular “reestructuración” por necesidades en la “creciente competitividad” del panorama comercial. Lo que viene siendo despreciar a tus trabajadores por llevar a cabo una machada inconcebible —¿quién hubiera imaginado hace unos años que la tercera parte de Baldur’s Gate iba a generar semejante revuelo?— , y encima tener toda la jeta de escupir unas palabras vacías para justificar la ceguera del cortoplacismo y las fantasías húmedas de un puñado de empresas con actitudes predatorias. El capitalismo es ese maravilloso sistema en el que cuando las cosas van mal, nos llevamos un golpe de remo, y cuando las cosas van bien, pues también nos llevamos otro. Al parecer, la culpa de que un contubernio de cerebros galaxia decidiera que se podía alcanzar la singularidad de beneficios infinitos —sí, esa que suspende las leyes de la física curvando la luz y el patrimonio neto a su alrededor— es de los trabajadores, no de los iluminados que creyeron que la sociedad se comportaría exactamente igual hubiera o no una pandemia confinando a la gente en sus hogares.
Esta situación dramática contrasta con la tranquilidad que se respira en Larian, ejemplificada por las palabras de su director, Swen Vincke, en todas las ocasiones que ha tenido para hablar del tema desde que los reconocimientos por Baldur’s Gate 3 se sucedieran tras su lanzamiento. Quizá se pueda argumentar que es fácil hablar desde la posición de prestigio y seguridad financiera de la que goza el estudio, pero lo cierto es que como acabamos de ver, el fantasma de los despidos masivos no ha discriminado entre triunfos o fracasos. Dada la accidentada historia de los belgas con las productoras, el nuevo estado de cosas no deja de ser irónico. Para llegar a ese limbo de paz, han atravesado un desierto de traiciones, descalabros y supervivencia in extremis que a punto estuvo de obligarles a echar el cierre en más de una ocasión. El suyo es un caso de excepcionalidad, una anomalía que ahonda en la cicatriz de un mercado cuya mano invisible lleva un cuchillo homicida y no un cedazo con el que separar la ganga de la mena. Y nada mejor para entender esta tristísima realidad como echar la vista atrás y comprobar qué tal fue la irrupción del videojuego que les puso en el mapa, el pionero de su saga propia y el culpable de que a pesar de todas las zancadillas decidieran seguir adelante —conscientes de que eran, de verdad de la buena, un grupo de creativos con talento—. Me refiero a Divine Divinity, ese RPG tan rarito como excepcional al que nadie llamó y al que nadie esperaba.
Una gestación enrevesada
Para llegar a ser uno de los videojuegos con peor título de la historia tuvieron que pasar muchas cosas. El primer equipo de Larian era pequeñito, pero audaz; cuatro personas se juntaron en 1996 para tratar de hacer su particular Ultima VI, y contra todo pronóstico, lograron pergeñar un prototipo resultón al que llamaron Unless: The Treachery of Death. El viento sopló a su favor, porque Atari se interesó por el proyecto y todo parecía marchar sobre ruedas… hasta que en el último momento la productora se echó atrás por cambios en la política de distribución.
Esto no arredró a Vincke y sus compañeros, que aun así siguieron adelante remodelando su primer vástago, al que renombraron The Lady, the Mage and the Knight, paseándose sin pena ni gloria por otra tanda de empresas que no quisieron darles ni los buenos días. Para que por fin su sueño rolero húmedo se concretase, se vieron obligados a demostrar que podían terminar una idea y no solo abocetarla sacando al mercado LED Wars, un RTS que casi nadie recuerda. Tras este pequeño intermedio, se aliaron con la otrora ilustre y ya extinta Attic Entertainment. Fueron dos años de colaboración prometedora que sin embargo también desembocaron en desastre: las posibilidades de financiación se esfumaron cuando se descubrió que Attic no podía aportar el dinero necesario.
Llegados a este punto, con tantos tortazos y tanta miel en los labios, todo parecía indicar que Larian iba a quedar desdibujada en el interminable libro de los estudios efímeros. Como bien sabemos, no fue el caso, aunque para salir del agujero en el que habían caído tuvieron que dedicarse a sanear las arcas trabajando en proyectos secundarios, mientras seguían llevando en volandas a su hijo rolero no nato entre bambalinas. Y así fue como por fin una distribuidora sin escrúpulos se decidió a darles otra oportunidad real de traerlo al mundo: CDV Software financió su trabajo durante casi tres años, lo que permitió —¡por fin!— que los belgas estrenaran la obra por la que se habían metido en este berenjenal de los videojuegos: el primer Divinity llegó a nuestros ordenadores en 2002, marcando un hito maravilloso y terrible para su historia.
Su visión rolera se había cristalizado, aunque la gesta se cobró unos cuantos peajes horripilantes; el más obvio, que CDV decidió cambiar su nombre original (Divinity: The Sword of Lies) por una absurda aliteración que los tipos trajeados consideraban importante para su éxito: Divine Divinity. La menos obvia fue un contrato draconiano que impidió al estudio sacar rédito del éxito en ventas de su ojito derecho, un primer golpe a traición —al que después seguirían otros similares— y que explica muy bien las palabras de Vincke en 2024 sobre la estupidez de un modelo de negocio dirigido por gente que no entiende nada del medio que canibaliza.
La divina divinidad
A pesar de su nombre estúpido, a pesar de las prisas por sacarlo y a pesar de que en efecto la primera versión estaba plagada de bugs, Divine Divinity fue ensalzado por crítica y público como un soplo de aire fresco, extravagante y divertido. Y no es para menos, porque dentro de los baremos de la época se le puede considerar uno de los grandes en su género, no tanto por el refinamiento de sus mecánicas como por la originalidad de su implementación. Oculto y olvidado durante años por la trastabillada trayectoria de Larian hasta Original Sin, ahora se le reivindica como lo que siempre fue: un híbrido intencional con más swag que un toreador bailando La Macarena.
Puede resultar extraño decir esto ahora mismo, cuando se les identifica por haber creado una historia con un elenco de personajes memorable, pero en sus primeros trabajos la narrativa y sus aledaños no eran una de las prioridades. La forma de afrontar el argumento con Divine Divinity fue la aceptación sin remordimientos de la fantasía épica más trillada imaginable; orcos, elfos, demonios, enanos… todos ellos viviendo en Rivellon, un mundo igualmente rebosante de tópicos —rivalidades ancestrales entre elfos y enanos, check; espada maldita, check; demonio ancestral del caos, check; hechicero excéntrico para dirigir al héroe, check—; sin embargo, sí que hubo algo que les distinguió frente a los grandes nombres de la época: en vez de adoptar un tono grave, tomando demasiado en serio la candidez de su relato, optaron por una actitud ligera, incluso desenfadada, dándole el porte de un dandy guasón y estrafalario.
No nos engañemos, en rigor, la historia del protagonista es una fantasía de poder, el clásico ascenso exponencial de un mindundi con ínfulas de santidad. Ascenso y santidad indeed, dirán los que lo conozcan, porque el título no es casual: el objetivo último será convertirse en un avatar divino que haga frente a un malvadísimo demonoño que amenaza, mira tú qué cosas, con sumir a Rivellon en el caos. Dicho así, parece un argumento sacado de un molde estándar, un videojuego de rol prototípico sin chicha ni limoná, pero entonces nos sentábamos a jugar y una pantalla de carga nos invitaba a matar a los pobres cerdos de Otto, uno de los primeros NPC que nos salían al paso; «¡Le gustará mucho que lo hagas!» apostillaba el consejo, desafiando nuestro escepticismo. Por supuesto, Otto se pillaba un buen mosqueo si se nos ocurría atacar a su piara, y en caso de que insistiéramos en nuestra furia homicida, nos borraba del mapa a la velocidad de la luz. ¿La moraleja? El propio juego te la daba en otra pantalla de carga: «No te creas todo lo que lees».
Este cachondeíto inerme se replica sin cesar, ya sea por las posibles respuestas a nuestra disposición en los diálogos o por las situaciones disparatadas que nos cruzamos. En la primera mazmorra, un par esqueletos reanimados charlan sobre el sentido de su existencia, hasta el punto de cuestionarse cómo es posible esta movida tan rara de que dos cadáveres vayan por ahí blandiendo espadas; inmediatamente, caen al suelo fulminados por la paradoja. Más tarde, caminando por las praderas, dos hombres discuten porque sus carros de mercancías han chocado, acusándose de borrachos mutuamente; y así seguirán cada vez que pasemos cerca del “siniestro”, con insultos cada vez más elaborados, hasta que finalmente decidan que lo mejor es sellar el malentendido con una buena pinta de cerveza. La generosa pantalla de atributos y estadísticas, canónica en cualquier videojuego de rol, viene acompañada de descripciones ácidas sobre los diversos grados de incompetencia que demostraremos en los primeros niveles. Y así, una tras otra, estas gansadas alimentan el feeling de bobada inofensiva que transmite su relato.
No está de más subrayar que el hecho de que una ficción sea una bobada inofensiva no le resta necesariamente valor. Muy al contrario, Divinity se desmarcó de sus competidores precisamente por esta característica que muchos consideran indigna de un medio que debe ser grave, profundo y muy adulto como sin duda, sin dudísima, lo es The Last Of Us o Atomic Heart. Por desgracia, siempre habrá puristas, académicos y enteradillos variopintos instalados en su condescendencia, listos para cubrirse de gloria y endilgar la etiqueta de entretenimiento banal al cine de Hitchcock o desdeñar a la madre de Kennedy Toole porque la novela de su hijo es demasiado tonta e intrascendente. Dejando de lado a esta gente de mente preclara, enemiga de las boberías inocuas, cuya persistencia es común a todas las épocas —y que en la nuestra, hasta hace dos días, consideraba Bioshock Infinite como el epítome de la narrativa videolúdica—, hay otras cuestiones que quizá sí que puedan ser criticadas con razón. Y es que aparte de sus habituales frivolidades, lo cierto es que la historia de la Divinidad Divina es larga, expansiva y repleta de recovecos secundarios en los que perderse. Cuando una narración adquiere cierta magnitud, el hilo conductor puede rastrearse con relativa facilidad: la estructura, desposeída de los chascarrillos, no es más que la mentada historia del ascenso del héroe, una leyenda contada tantas veces que ha dejado de tener sentido. Sea como fuere, lo único que incita a desvelarla es su tono festivo.
Para Larian el mundo de su criatura siempre ha sido un campo de experimentación, un lienzo base sobre el que proyectar ideas atractivas. Así fue en su estreno, en su malogrado spin off y en las posteriores secuelas y precuelas. No hay apenas atisbo de continuidad, solo ese marco pragmático para delimitar un RPG de tremebunda ambición. La diversión, el concepto maldito del medio que hoy en día nos trae de cabeza, es quizá uno de los motores principales: sus tópicos son ese lugar seguro donde ir a pasar unas vacaciones tranquilas, el pueblo de nuestra infancia en el que echarnos unas risas y saltar al embalse para darnos un chapuzón que nos recuerde los gozos de una vida en la que solo importaba disfrutar.
Ligero como un Diablo, complejo como un Baldur’s Gate
Dice Swen Vincke, probablemente con toda la razón del mundo, que no quiere volver a rejugar Ultima VI por temor a mancillar el buen recuerdo que le dejó en su juventud. A pesar de la enormidad que la obra cumbre de Richard Gariott alcanzó en un lejanísimo 1990, sus peculiaridades de diseño no se ajustan bien a los cánones actuales. Aun así, la ingenuidad hipnótica de sus propuestas sigue resultando sorprendente; la riqueza mecánica del último gran título de Ultima —luego vinieron otros, pero siempre estuvieron a su sombra— se palpa en Divine Divinity gracias a un flexible sistema de interacción que se esconde tras la aparente banalidad de sus combates. Para bien o para mal, los primeros minutos que median entre juego y jugador pueden llamar a engaño: la influencia de Diablo y su continuación había sido descomunal, transformando el paisaje rolero de formas aún insospechadas. En estos primeros años se tradujo, por ejemplo, en que el videojuego destinado a ser el sosias hipervitaminado de Ultima VI terminara erigiéndose como una mezcla de estilos y un puente de transmisión entre épocas.
Larian, azuzado por el ímpetu de la productora CDV, tuvo que priorizar los beneficios para hoy y dejar la visión creativa para mañana —concretamente, para el año 2013, cuando vio la luz el Kickstarter de Divinity: Original Sin—. La acción de Divine Divinity es, en apariencia, indistinguible del rumor cosificador del click and reward en Diablo; hay que subrayar, sin embargo, eso de en apariencia, porque esta similitud juega mucho al despiste. Tras una toma de contacto liviana, destruyendo esqueletos y zombis cabreados, subiremos de nivel y llegarán las primeras sorpresas. El sistema de desarrollo de personaje tiene categorías alejadas del combate, como la habilidad para robar a los NPC, un hechizo de visión a través de las paredes, el regateo de precios o la telequinesia. Tanto la lista de competencias como las quests que se multiplican en nuestro diario dejan claro que no estamos ante un simple grindfest, sino más bien ante un CRPG rasgando las vestiduras del hack & slash que lo contiene.
En realidad es difícil comprender el alcance de la obra fundacional de Larian en la primera hora de partida —quien dice una hora, dice dos; puede que incluso tres—, porque su estructura es un poquito extraña. En rigor, estamos ante un mundo abierto que podemos visitar tan pronto como nos apetezca; en la práctica, la mayoría de los jugadores limitarán sus primeros pasos al pueblo inicial. Y así es como debe ser, porque hace las funciones de tutorial camuflado, de toma de contacto amable frente a los enormes marrones que nos aguardan fuera de sus fronteras. El inconveniente de este prólogo es que el ritmo resulta engañoso: pasaremos la mayor parte del tiempo abriéndonos camino a través de una clásica mazmorra llena de enemigos repetitivos, cimentando esa impresión inicial de que no se trata más que de un diablolike sosete. Y aunque habrá también alguna secundaria peculiar si nos tomamos el tiempo necesario para explorar el pueblo, la estrella de la función es conquistar la mazmorra de marras.
La razón de que se dé tantísima importancia al combate puro y duro seguramente sea cosa de la injerencia de CDV, aunque siendo justos también nos prepara para el innegable hecho de que Divine Divinity tiene afán conciliador entre los mundos del roleo clásico y de la acción directa. En cuanto salgamos de Aleroth —el nombre de esa primera aldea—, todo el sustrato complejo que se intuía en la pestaña de subida de nivel cobrará su sentido. Ahí fuera está Rivellon, un mundo enorme con pueblos amistosos y bosques hostiles por igual; encontraremos ciudades gigantes, cuevas misteriosas y villorrios miserables. Allí hablaremos sin cesar con sus habitantes, leyendo esas líneas de diálogo extravagantes y accediendo a resolver quests estrambóticas. Hay secuencias complejas de acciones que conectan historias y misiones, pero también situaciones aisladas peculiares que se resuelven en cuestión de minutos; leeremos libros con pistas ocultas, chistes cuestionables, anécdotas graciosas, mapas del tesoro, claves secretas… la riqueza del universo Divinity alcanza su esplendor en el momento en el que comprendemos que lo suyo no es solamente darnos carnaza que sacrificar en pos de la dopamina de los puntos de experiencia.
En principio no deberíamos tener ningún motivo para agradecer a la productora que permitió a Larian desarrollar a su primogénito rolero, más allá del hecho de hacerlo posible. Sin embargo, vamos a entrar aquí en un terreno peliagudo; fuera influencia directa de los tipos con mentalidad de tiburón o no, lo cierto es que Vincke era consciente de que tenía que agasajar de algún modo a las tendencias en boga. Es muy probable que este estreno hubiera sido muy distinto si el estudio hubiese estado a su aire, tomando su propias decisiones. Esto nos habría dejado sin la singular aleación de estilos que contra todo pronóstico funcionó de maravilla: el juego de rol complejo y elegante estaba acompañado por un sistema de combate en tiempo real tontorrón que seguía al dedillo el molde de Blizzard. Mientras viajábamos entre ciudades o explorábamos mazmorras, Divinity se convertía en una suerte de pequeño Diablo con hordas de enemigos y objetos con estadísticas al azar. No fue el primero en intentarlo pero sí uno de los pocos en lograr que funcionara.
¿Es el Retrato de Dorian Gray una obra maestra gracias a las presiones de los editores o a pesar de ellas? Las versiones originales del manuscrito, con toda la carga homoerótica over 9000, están al alcance de cualquiera. Wilde tuvo que reformular pasajes para adecuarse a la moralina de un mundo con unas exigencias férreas. El resultado fue un novelón espectacular. ¿Significa esto que las exigencias eran acertadas? No, pero como el mundo es absurdo e incomprensible, premisas falsas pueden dar como resultado conclusiones verdaderas. En ocasiones, la pejiguería de la gente con pasta motiva cambios, y los cambios son dados de veinte caras con posibilidad de golpe crítico. Salvando las distancias, desposeída la situación de todos sus tonos trágicos, la injerencia de CDV es equivalente en el sentido de que sus presiones ayudaron a crear una obra valiosa, una que no hubiera ocurrido de no haber existido ese imperativo comercial. En Divinity es igualmente divertido dedicarse a vaciar una mazmorra de enemigos a golpe de clic que resolver una cadena de investigaciones y recados para completar una quest extraña.
Los pocos aspectos cuestionables que se le echan en cara nada tienen que ver con su naturaleza ni sus intenciones, sino con las repercusiones de unos plazos de entrega imposibles y la actitud mafiosa de la productora, que sacó a la venta el juego sin avisar, antes de que estuviese correctamente pulido. Los sucesivos parches solucionaron buena parte de los problemas, aunque algunos ya no tenían arreglo. Al más puro estilo del rol videolúdico oldschool, el árbol de habilidades tenía una cantidad nada desdeñable de dotes y sortilegios completamente inútiles —o que simplemente no funcionaban como debían—. Algunos de estos errores se convirtieron con el tiempo en gracietas protomeméticas: la capacidad para mejorar las trampas de escorpiones sube el nivel de las criaturas en 100 en vez de en 10, lo que permite crear un ejército de cinco escorpiones de nivel 500 que destroza enemigos y jefes en segundos; la estocada circular del guerrero consume energía pero no rompe la invisibilidad, así que podía convertirse en mejor asesino que el pícaro; el hechizo de polimorfismo, teóricamente temporal, convertía de forma permanente a cualquier enemigo en rana, incluidos algunos jefes. Menos divertido era el asuntillo del tramo final, una última zona diseñada a correprisa y atestada de enemigos irritantes, en la que además había un cambio de ritmo que abandonaba la exploración meticulosa por un festival de combates en escenarios laberínticos.
Nada de esto impidió que Divine Divinity lograra un éxito inesperado. Su personalidad única y la acertada fusión de estilos propiciaron una temporada de prestigio que lamentablemente Larian no pudo aprovechar: las condiciones del contrato trasladaban el 100% de las ganancias a CDV, dejando a los belgas en una situación crítica a pesar de haber logrado un pelotazo. Con el tiempo, la distribuidora siguió pavimentando su camino hacia la desaparición —qué otra cosa se podía esperar de la compañía que creyó haber descubierto la piedra Rosetta del éxito en los títulos con nombres aliterados—; por su parte, Larian, con las cuentas en rojo y el orgullo herido, tuvo que pasar muchos años completando trabajillos degradantes y sobreviviendo a situaciones financieras críticas; en 2014 su suerte empezó a cambiar, lo que a la larga derivó en la oportunidad de desarrollar Baldur’s Gate 3 y petarlo con la fuerza de diez mil soles. En sus oficinas, sin embargo, sigue existiendo el resquemor por los desmanes de CDV. Si allí preguntas cuál fue su primer videojuego de rol, te responderán simplemente Divinity, quizá para respetar la memoria de aquella espada de las mentiras que nunca vio la luz, o quizá (seguramente) porque la Divinidad Divina es un nombre profundamente estúpido y ahora pueden gritarlo sin miedo a que una productora les meta en vereda.