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Deadly Premonition 2

Los eventos que no pueden suceder

No es posible hacer Deadly Premonition en 2020.

Casi como si de un décimo aniversario se tratase, con un recibimiento tan controvertido que pronto se transformaría en obra de culto: una crisis del diseño contemporáneo que, apelando a la visión autoral sobre las propias convenciones de aquello que se presupone como mínimos del buen hacer estético, acabó dando luz a un juego que mostraba las costuras de toda una tendencia inscrita en las grandes producciones. De Deadly Premonition y de Swery se ha dicho de todo, pero lo fundamental ha sido cuestionar que toda creadora tiende necesariamente a la asimilación.

A Blessing in Disguise aparece como una secuela no pedida a algo más próximo a una construcción colectiva que un videojuego con intenciones claras, uno que no había sido capaz de uniformar una visión coherente sobre sí mismo. Afuera las preconcepciones de bien y mal, durante años reiterando decenas de ideas sobre por qué algo como esto podía gustar. Discusión que, por sí misma, se antojaba bastante poco interesante, quizá revelando una renuencia a afrontar el videojuego como medio expresivo más allá de meros convencionalismos.

Durante años atrapado en numerosas retóricas que le observaban desde la condescendencia, una creación que no consigue lo que se pretende y allí, en esa incapacidad de ser, es donde revela un espacio nuevo para la representación, una sensibilidad de lo incómodo que, a través de su protagonista, Francis York Morgan, encontraba en el minuto a minuto de su absurdo un anhelo por ser tomado en serio. El darle la oportunidad a algo como Deadly Premonition de participar del discurso en torno a los videojuegos de la séptima generación es, a mi entender, otra más de tantas consignas que se dieron durante ese período.

Lo cierto es que no hay nada que siquiera se le asemeje en dicha torpeza, ni algo que parezca indicar que los resultados fueron los esperados, pues lo pretendido no pudo llegar a suceder. Lo que tenemos es un un regocijo muy consciente sobre la propia técnica bajo la que se está produciendo, ni tan malo que es bueno sino que auténtico, pues pocos autores disfrutan tanto como Swery del jugueteo de su comunidad, tanto a nivel de mimo como de sátira, allí evidenciando las imperfecciones de su trabajo.

No poder sobrellevar las expectativas que el público se ha armado sobre el original es solo una de las tantas complicaciones que afronta una secuela, pero quizá la más importante, que también la que se percibe más oculta, es el temor a dilucidar que nuestras ideas sobre el mismo fueron impresiones erróneas. Tratándose de un juego tan extraño, tildado más desde el no poder ser que de una agencia propia, crear cualquier clase de continuación a Deadly Premonition enfrenta a la propiedad con dos paredes imposibles de sortear: ¿espera la gente lo mismo pero hecho bien? ¿Cuánto del original era realmente una consigna deliberada?

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Lo cierto es que ambas preguntas se antojan irrelevantes ya no por mera cualidad interpretativa de cada jugadora, sino porque aquello que condiciona su lugar en la cultura del medio solo puede existir desde esa imposibilidad. Desde el propio apartado gráfico existe una contradicción donde Deadly Premonition adquiere su identidad en la fealdad, que sin ser deliberada, orienta el discurso en torno a la fijación de sus asperezas. . Valorizarlo supone reconocer que la quimera de enfoques y decisiones de diseño son la única forma en que el juego halla sentido expresándose. Que un Deadly Premonition bueno hubiese sido otro juego más de su generación.

A Blessing in Disguise, ya como subtítulo, retrata la paradoja que supone enfrentarse a un título de Swery: una fascinación que no lo aparenta en un primer contacto. Esta estética de fachada es un elemento clave dentro de su autor, pues da igual cuál sea el título suyo que estés jugando, siempre disuenan. Inclusive los más próximos a un estándar de producción independiente tradicional se caracterizan por una torpeza en el control, el peso, los saltos, cualquiera sea la dinámica desde la que la relación con el mando no consigue ser ideal. Tanto The Missing como D4: Dark Dreams Don’t Die se muestran como aparentemente funcionales, pero algo falla, como si de un muñeco de cuerda del que es imposible acabar de tirar del cordel se tratasen. La diferencia fundamental entre estos y Deadly Premonition es que si bien los otros buscan caracterizarse en dicha imprecisión, este lo es profundidad. Se trata de un título que se niega a servir como herramienta.

La fijación en York es la principal baza de esta continuación, dotándolo de una extravagancia todavía más marcada, que sumado a una nueva oportunidad para participar de capturas virales en redes sociales, lo enfrentan directamente a la lógica del estándar por la que se rigen las preconcepciones contemporáneas que tenemos del buen arte. Como protagonista, sigue existiendo en una obsesión constante, muy instintiva suya, por encontrar personalidad en ser la voz de aquellas opiniones que nadie más comparte.

Quizá la primera contrariedad que evidencia respecto a su antecesor es en el propio pulimiento mecánico del que hace gala. Contrario a lo que podría parecer y más allá de precisiones evidentes, como un mejor apuntado o control general del personaje, su motivación no es realmente mejorar al original, pues sigue resultando en un título farragoso que no congenia bien entre las manos. Varias inclusiones se vuelven absurdas desde un primer momento, como poblar Le Carré de animales que podemos cazar para obtener recursos y dinero, contrario a la sobriedad enrarecida de la Greenvale original, que cada veinticuatro horas se nos descuente dinero como cuota por hospedaje, los diferentes estados alterados que podemos padecer o el que ahora podamos equiparnos amuletos para potenciar diferentes características de nuestro personaje. Y, sin embargo, el juego prácticamente nunca te enfrenta a nada de esto, ni te exige tener un dominio general de su economía, ni el tiempo cumple una función alrededor de la gestión. Incluso se ha hecho del reloj algo muchísimo más laxo al punto en que, contrario al primero que incluso podía interpretarse como un juego sobre equilibrar horarios y atender con cierta urgencia, aquí las horas transcurren demasiado lentas como para suscitar urgencia a cualquier jugadora. Los sistemas se han acomodado para dar una mayor sensación de libertad y acción, pero a cambio solo han conseguido trivializarse. Peor aún, tenemos ahora una colección de estampas con diferentes premios que se basan exclusivamente en la reiteración infinita de diferentes ciclos de juego que desbalancean todavía más una rutina orgánica.

Contrario a lo que podría parecer, hay una cierta genialidad en esta manera de proceder, pues se ha hecho reparo exclusivamente en los elementos que más podían denunciarle como un título desfasado, integrando opciones que se esperan lógicas del videojuego contemporáneo, cuestiones del original que no tienen cabida ya en este año. En otras palabras, Deadly Premonition 2 no arregla los problemas de su predecesor, sino que crea unos nuevos que resuenan con las sensibilidades y carencias del diseño actual. Al buscar producirse como título moderno, pero uno donde todas sus mecánicas no terminen de funcionar, la jugadora se ve forzada a trabajar en la propia auto-consciencia del mismo. Si se trata de una obra que no facilita el disfrute, a pesar de claramente pretender ser un viaje entretenido, la única invitación posible es a encontrar un espacio recreativo en su caos.

Es en el uso del skate, aquello que evidencia de forma más evidente los lastres propios de su desarrollo al rebajar el frame rate (la tasa de fotogramas por segundo) a números lamentables, donde el juego pareciera demostrar su idea particular de modernización, con un York que deja el automóvil atrás para desplazarse en patineta, ambos igual de poco responsivos. Aunque estas particularidades también se extrapolan al resto de apartados, es ya desde la torpeza misma en el movimiento que resulta posible entender  que Deadly Premonition no se trata de  las inexactitudes del primero, ni tampoco de  existir como potencia de una versión mejor de sí mismo.

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Quizá lo más importante de esta forma de crear está en facilitar la exploración de un espacio que nos conecta con algo que orbita en un punto mayormente muerto donde no se le puede catalogar como mera aspiración de superproducción ni como suficiencia de un diseño consciente en lo indie. No en cuanto a lo económico, que sería su motivación, sino en términos de funcionalidad. Abrir la puerta a esas entidades intermedias supone revalorizar la contradictoria búsqueda que intenta dar cabida a la estética de algo que no es posible de rentabilizar. Allí en una pretendida ofrenda de crowdfundings (micromecenazgos) que a duras penas logran concretar los mínimos y juegos que se instauran alrededor de su posición de culto, emparentado a retóricas que desestiman géneros, enfoques y estilos interactivos como más o menos próximos al videojuego promedio. Como más o menos meritorios de ser llamados productos culturales.

A pesar de todo, y el caso que nos atañe lo deja claro, el videojuego existe primero como resultado, ya después como intención. La idea de una obra que sobrepase los límites de sus condiciones de producción se antoja cuanto menos desabrida, y ninguna obra de arte es capaz de explicarse más allá del único modo en que es realmente comprensible: tal y como resultó siendo. Existe, entonces, una cierta imprecisión intrínseca al acto de crear que vuelve difuso el tomar a la creadora como regente absoluta del significado, y es allí donde vuelven a relucir las ambigüedades.

Esto es importante porque Deadly Premonition 2, más que muchísimos otros videojuegos, se encuentra en una posición bastante agresiva de cara a cómo referirse a los detalles que componían al original. Similar a su propuesta jugable, está más emparentada a ser una oposición a la totalidad de sus componentes que una mera evolución técnica. Es en esta incapacidad de decir lo que cada jugadora interpretó del original, de una secuela que no encuentra el modo de referírsele, que se destapan varias de las observaciones más interesantes del mismo, pero sobre todo aquellas que terminan por capturar su esencia: un videojuego del que no es posible extraer una verdad.

En el apartado visual, por ejemplo, si bien salta a la vista que mantiene la fealdad típica con la que se le ha asociado (una naturalización de sujetos antes que de personajes idealizados), es un juego que sabe lucir mejor, prestándose menos para las expresiones fuera de contexto y gozando de colores bastante vivos. Sin embargo, la identidad visual se encuentra muchísimo menos clara, la dirección de escenas ha sufrido un retroceso considerable que únicamente se emparenta a la funcionalidad, de meramente narrar lo que le sea posible, dejando en evidencia las debilidades de su motor gráfico y la tosquedad de sus animaciones, todo oculto tras un filtro nebuloso que vuelve difícil a ratos interpretar correctamente cómo fluye el recorrido por la ciudad. A Blessing in Disguise ha venido para exhibirse como un juego con una consistencia en la imagen considerablemente mejor, pero no pudiendo sobrevivir al escrutinio de una composición más autoral, siniestra incluso, de la que hacía gala el original. Casi pareciera que ha buscado hurgar desde el ángulo contrario.

Lo mismo puede decirse de la banda sonora, con Satoshi Okubo marcando su regreso tras más de una década desde que nos cautivó con Hotel Dusk: Room 215 y Last Window: The Sacret of Cape West. Una musicalización con sensibilidades muy pauteadas, agresiva a la par que meditativa, una coherencia general en toda la sonoridad que acompaña el recorrido y una fuerte influencia del francés para enmarcar esta mezcolanza entre terror, parodia y drama. Lo raro, una vez más, es que parece operar de forma opuesta al original, que contaba con una banda sonora extraña, de producción indescifrable y plagada de momentos donde la propia composición parecía un chiste que no acababa de tener sentido. A pesar de ello, sabía dónde posicionar cada uno de sus temas, estando ligados de manera estricta con un momento de la narrativa, cosa que en su secuela brilla por su ausencia, con canciones que teniendo todo para ser memorables, se cortan de improvisto ya sea por malas inserciones como por errores de programación. De nueva cuenta, casi parece que deliberadamente el título buscase oponerse a lo conseguido en su predecesor.

Por la parte puramente dialógica se filtra también esta nueva inspiración. Deadly Premonition 2 se cuenta de forma bastante más brusca que el original, todavía siguiendo el mismo caudal que motiva una historia lineal y guiada con cierta libertad de exploración para mimetizarnos con lo onírico de su ciudad, pero sin interés alguno en que erremos o nos confundamos. Las penalizaciones han sido limitadas aún más, al grado que el juego busca activamente que fluyamos en la dirección de su guion siempre que se pueda, con ciertas desviaciones muy mal puestas para, digamos, justificar la inclusión de algunas de sus mecánicas marcada por ciclos reiterativos.

Más allá de esta apariencia ortopédica, estamos ante un juego que transcurre de forma bastante más acelerada que el original, con menos momentos prefijados como propios de un juego de terror y más en pasar cada instante que se pueda interiorizando en York y las múltiples conversaciones que toman lugar con Zack. De hecho, este es quizá el punto que más se ha potenciado del mismo, ampliando el rango de referencias fílmicas sobre las que se busca establecer comentario y discusión, con un protagonista todavía más mordaz y disociado de lo que entendemos como habitual.

La propia construcción del diálogo es todavía más rupturista, habiendo un evidente vacío en el flujo de muchas conservaciones que no parecen sucederse lógicamente o con reacciones completamente fuera de lugar, como si faltasen intermedios. El apartado visual tan robótico y la música no sabiendo entender cómo ni cuándo acabar de posicionarse aportan a generar esta sensación de desasosiego en que todos parecen autómatas y, sorprendentemente, también se encuentran muy dispuestos a hacerte reír. El hecho de que el propio creador de estos personajes no haya formado parte del elenco para las voces aparta todavía más esta sensación de pertenencia, de personajes no concebidos con una sonoridad fija. El resultado es un refuerzo de estas sensibilidades marcadamente personales, pero que no pueden evitar hacer ruido.

Sin embargo, la vida sigue. La canción que termina de dar unidad, tanto lírica como temática, es una invitación optimista, muchísimo más incluso que la del original, a simplemente seguir acarreando con todo, pues a pesar de lo irregular de su propuesta, de la cantidad de tonos a los que busca dar cobijo, Deadly Premonition sigue siendo ante todo un videojuego vitalista. Decisiones de diseño que se inscriben en un punto ambiguo donde no es posible determinar del todo qué es carencia y qué genialidad hacen de esta afirmación algo con significado, no una mera ilusión de mejoría: un título que es incapaz de ser otra versión de sí mismo.

Quizá porque reafirma sus decisiones en su imposibilidad de ofrecerte lo que el resto del mercado concreta, por cómo te obliga a tomar vías alternativas para tolerarlo con propiedad o porque simplemente no sabe existir de otro modo que no sea como rareza, A Blessing in Disguise no tiene ni la menor idea de cómo volver a ser Deadly Premonition, y aun así consigue cargar su espíritu, viajando en skate por un nuevo terreno. Uno llamado 2020, que jamás podrá replicarse como lo fue hace ya diez años.

Ante la seriedad que comienza a devorar todo el tramo final de esta aventura, la secuela sabe volver a hacer honor a su nombre, recobrando viejas sensaciones que parecían haberse perdido dentro del género del terror: un final feliz. Si bien el misterio había evolucionado de forma contundente en los últimos años, desafiando varios paradigmas sobre su propia capacidad de renovación y existir como mera exigencia del público, el terror parece seguir allí, atrapado en su propia insistencia por ser ese género que se permite trabajar con los tabús de la sociedad para espantar, siempre evidenciando los códigos bajo los que juzgamos qué se puede considerar monstruoso, pero sin saber cómo suscitar un movimiento marcadamente político.

Por más que la obra propia obra busque catalogarse dentro de la ficción dramática, con elementos propios de los juegos de detectives y el survival horror, ninguno de estos sabe expresarse como la media de los mismos, construyendo una farragosa imagen de propuesta inconexa que solo cuaja con las asunciones previas que se tienen sobre estos géneros: cómo operan a nivel jugable, qué clase de mecánicas deben tener y en qué dirección deben llevarse. El pastiche ornamentado que da como resultado es uno que parece interesado en imitar al resto, de estar sirviéndole más como lastre en su propia necedad a querer percibirse como videojuego, es también una galería de cuán triviales son todos estos elementos cuando se concibe el videojuego como sumatoria de apartados, y cuánto se proponen ocultarlos de tal forma que el acabado se vislumbre como holístico. Pero es solo cuando las cosas no funcionan que una deja de pensar en cuánto le gustaría que los sistemas funcionasen, para dudar de por qué queremos que estén allí, que sean apropiados. Que el videojuego aspire a la unidad y que en lo ideal hallemos la plenitud.

Con todo, uno de los elementos más controvertidos de su lanzamiento ha ido de la mano con lo pobre de su representación de las mujeres trans, que a pesar de presentarse como bien intencionada no logra evitar caer en estereotipos nocivos: arcos de personaje que reiteran conductas depredadoras y una irregularidad bastante inexplicable en el correcto uso de sus pronombres, haciendo difícil precisar cuánto de esto se debe a un entendimiento pobre del tema y cuánto a una traducción y edición del texto deficientes, de las que el juego no está exento.

Problemas de enfoque, al parecer, muy propios de una mixtura de referentes en la que se ven envueltos varios desarrolladores japoneses, especialmente si mantienen una comunicación pronunciada con su público occidental, más cuando sus inspiraciones son prestadas de una herencia norteamericana ya anticuada (como en el caso de las primeras temporadas de Twin Peaks) que es filtrada por sus propios estímulos culturales, los cuales históricamente han motivado el abordar estos asuntos con otros tiempos y delicadezas, llevándonos a este caso, donde ya se habita un punto conflictivo donde no logra entenderse ni desde la distancia social ni desde la mera errata. Similar a otros autores como Kojima o Uchikoshi, reconocidos por una cada vez más grande comunión con sus influencias y público de habla inglesa, la sexualización tan elevada con la que representan a algunos de sus personajes femeninos, más propias de las comunidades colindantes al anime y al denpa-kei  , disuenan muchísimo más de cara a un público ya más acostumbrado a los estándares manejados en occidente, llevando a una hiper-fijación del videojuego japonés como inherentemente problemático, dificultando la comunicación a la hora de buscar solución a estos asuntos.

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Ha sido especialmente delicado puesto que el propio Swery reconoció, de forma muy generalizada, la existencia de errores de este tipo dentro de su juego, proponiéndose corregirlos. El resultado fue un parche que aunque parecía entender algunas de las quejas, ha resultado profundamente deficiente a la hora de solventarlo, dejando una mancha bastante lamentable con la que el juego y su autor deberán cargar a partir de ahora. Ahora bien, si algo bueno puede sacarse de todo esto, es la urgencia por convertir a esta anécdota en algo esperable, que ya no surja como mera sorpresa y se convierta en los mínimos para afrontar una controversia de este tipo. Son pocas las oportunidades en que un autor sale a tomar responsabilidad por los problemas de transfobia en su creación y abrir la puerta inmediata a una revisión de los mismos, especialmente si se prioriza por sobre los problemas de rendimiento, volviéndola en una sentencia que, al menos, deberíamos considerar a la hora de valorar qué es lo más relevante en un producto cultural, y aunque pueda darse la ocasión de que muchos problemas no logren ser resueltos, lo cierto es que no hay ya una distancia real tan grande como para seguir asumiendo que los creativos no escuchan.

Y es quizá como producto que Deadly Premonition 2 se percibe más ferozmente como desastroso. Su tragedia está en habitar un espacio conflictivo donde debe existir como mercancía a pesar de que no puede resistir a los criterios con los que se juzga a un videojuego. De existir como expectativa cuando tiene dificultades para congeniar con cualquier arquetipo. Existe más como apéndice de un hito sucedido hace ya tiempo, mitificado y del que quedan pocos rastros de realidad, que como propuesta independiente que pueda justificarse a modo de posesión económica. Y es que, aunque pareciera mostrarse como una renovación rotunda, lo cierto es que es más un ejercicio sobre cómo no es posible recrear un evento como Deadly Premonition, solo desarrollar sus influencias.

Gran parte de la emoción previa al lanzamiento estuvo en reiterar la idea de que iba a ser tan malo que resultaría bueno. El resultado ha sido una quimera de significados a los que es muy difícil dar orden, más bien demostrando que ningún medio está tendido sobre preconcepciones rígidas, que nos apresuramos a juzgar en términos de bien y mal cuando las conversaciones interesantes van por otro sitio. Que aunque la vida continúe, como bien lo sabe York, cada momento de la misma merece someterse a discusión.

Por segunda vez, Deadly Premonition es un videojuego monstruoso, existiendo allí en la periferia de lo que se considera aceptable, un lugar escondido que da cabida a sensaciones que no terminan de aparecer en ningún otro sitio. No recuerdo ningún otro juego que haya sido capaz de sacarme risas genuinas desde su propia incomodidad en, al menos, los últimos cinco años. Desde que acabé el original.

No es posible hacer Deadly Premonition en 2020, pero eso no significa que no haya valor en intentar recrearlo.