Encontrar alguien a quien no le guste la música se hace raro solo de pensarlo. Yo, desde luego, no conozco a nadie. No hablo de gustos musicales, sino de alguien que rechace la música en su totalidad. No es necesario que sea un melómano, pero pensad en alguien que no tararé o silbe nunca una melodía (si quiera alguno de los pegadizos y vulgares jingles de la publicidad), que no muestre cierta predilección por cierto tema, que no tenga más de un buen o mal recuerdo asociado a una canción. Sería digno de un personaje de novela. Aunque supongo que entre los más de 8000 millones de personas que hay en el mundo, alguno habrá.
Esa extrañeza que nos invade al pensar en alguien que sienta rechazo por la música es más que comprensible, al ser una actividad, una expresión, una manifestación antropológica que probablemente acompañe a la humanidad desde el principio de su existencia. O antes, incluso, en otras humanidades y en otras especies. En yacimientos del Paleolítico Superior (de 50?000 a 10?000 años atrás) se han encontrado restos óseos con agujeros interpretados como flautas. También en Eslovenia, en yacimientos de neandertal (otra humanidad). Aunque el debate científico, especialmente en la flauta neandertal, es activo sobre si se trata de un instrumento musical o no. Para los cantos de ballenas o de aves, por ejemplo, hay poca duda de su musicalidad, aunque sea entendiéndolo estrictamente en términos humanos (es decir, para nosotros es música).
Quizá por esa autonomía de la música, esa autoorganización, la música tardó en llegar a los videojuegos. Sin irnos a los primeros prototipos como Spacewar! o Tennis for Two, tanto Computer Space (el malogrado primer arcade) como Pong (el primer arcade de éxito), así como los juegos de Magnavox Odyssey, eran inquietantemente silenciosos; un silencio solo roto por el sonido repetitivo del disparo o de la pelota rebotando en las palas, más el de marcar punto o similares. Dos sonidos en toda la experiencia. Algo empezó a mejorar con Space Invaders, que incluía una tímida línea de bajo, in crescendo, que representaba el avance de las hordas extraterrestres y que se sentía como un trasfondo musical. Luego ya fue evolucionando hasta el primer hit de la música de videojuegos: la melodía de Super Mario Bros.
Por su parte, los videojuegos en los que la música formaba parte activa del diseño de juego tardarían bastantes años más en aparecer. En Dance Aerobics, desarrollado por Human Entertainment para NES, que se acompañaba con el Power Pad (un mando-alfombra, similar al que utilizarían luego otros juegos), al realizar los pasos de aeróbic se generaban sonidos que formaban música. Pero aunque la idea estaba ahí, era un efecto más que una causa del diseño. No se pedía seguir el ritmo ni marcar ciertas notas, simplemente sonaban cuando se presionaba el botón.
Llegados a este punto, conviene recordar que lo que en la mayoría de ocasiones se consideran juegos musicales, son en realidad juegos de ritmo, donde también entra en juego la armonía. Haciendo de los jugadores, básicamente, un metrónomo humano, ejecutor de lo dictado por la máquina. A pesar de la sinonimia de los términos (juegos musicales o de ritmo), conviene recordar que, salvo contadas excepciones, aún no se ha conseguido introducir la música como mecánica lúdica de otra manera, y cuando se ha hecho ha sido para dar más la sensación de, que siéndolo realmente.
Asimismo, los juegos de los que voy a hablar obedecen en su inmensa mayoría a mi experiencia y valoración subjetiva, sin obviar los casos que deben ser destacados por el enorme éxito que cosecharon en el mercado de masas.
De este modo, el primer videojuego musical, de ritmo, reconocido incluso por el Libro Guiness, es Parapa the Rapper, obra de Masaya Matsuura y NanaOn-Sha que publicó Sony en 1996, durante los primeros años de vida de PlayStation. Fue la primera vez que se nos decía qué botones teníamos que pulsar y en qué justo momento, para que la canción en curso no se viniera abajo entre terribles cacofonías. Recuerdo jugarlo por primera vez en casa de un amigo (el primero que se compró una PlayStation) y quedarnos prendados con la demo que venía con la consola, que era solo el nivel del Maestro Cebollino. Su kick-jump-jump-kick-block se nos quedó grabado como recuerdo imborrable que hoy, casi treinta años después, seguimos recordando. Y pese al rap paródico, más cerca de Vanilla Ice que de Wu Tang Clan, mi amigo alquiló el juego entero por varios días y asistimos, igualmente obnubilados, a lo que se nos presentaba como una nueva forma de jugar a videojuegos.
El éxito de Parapa the Rapper, espoleó el interés por los videojuegos musicales y la consecuente producción, especialmente en Japón, desde donde saldría casi todo hasta la irrupción de Guitar Hero y Harmonix en Occidente. Así, en 1999, Konami lanzó la recreativa Beatmania, que nos ponía delante una mesa de mezclas para que simuláramos que éramos un DJ. Beatmania se convirtió en fenómeno social en los game centers japoneses, tanto que Konami le cambió el nombre a su división de videojuego musicales para llamarla Bemani, en honor al título. Durante veintisiete años, Bemani lanzaría series de videojuegos musicales tan conocidas como Dance Dance Revolution, que nos hacía marcar el ritmo de las canciones con pasos de baile en un mando-alfombra como el Power Pad de Nintendo, GuitarFreaks (que se adelantó un tiempo a Harmonix y Guitar Hero y directamente los inspiró) o DrumMania. Además de excentricidades como Martial Beat (recreativa y PlayStation), que recogía nuestros movimientos con pulseras y nos hacía repetir los movimientos de instructores de artes marciales que veíamos en pantalla.
En 1999, Masaya Matsuura y NanaOn-Sha volvieron a la carga con otro título musical, pero bien diferenciado de Parapa the Rapper. Si este se llevó el éxito, Vib-Ribbon se llevó el culto. Con una estética minimalista, de gráficos no solo vectoriales, sino reducidos a líneas, incluía otras mecánicas para hacer que el conejo protagonista supere los niveles plataformeros con sus movimientos sin perder el ritmo. Ahí ha quedado para la historia como intento de transformar un género en ciernes y, desde luego, como un ejemplo de quererse salirse de unos moldes ni siquiera aún impuestos.
Hasta la llegada de Harmonix y Guitar Hero, entre finales de los noventa y principios del segundo milenio, aparecerán verdaderas joyas, y también después. Un tótem como Rez, sin ir más lejos, se lanzó en 2001, con un Tetzuya Mizuguchi en estado de gracia. Lo rompedor de Rez, aparte de su espectáculo visual y de su historia a lo Tron, fue combinar el shooter con la música. Así, los sonidos de disparos, explosiones, movimientos y demás, se armonizaban para que cada vez que disparáramos, no solo viéramos las consecuencias de nuestro disparo, sino que también la escucháramos en un ritual sinestésico, formándose canciones según íbamos deshaciéndonos de los enemigos y jefes finales. Creo que fue aquí cuando me fijé en Mizuguchi como uno de los diseñadores a los que más atención prestar. La experiencia de Rez, tan absorbente como hipnótica, alcanzaría un grado todavía mayor con su lanzamiento para VR. Si no es el mejor juego musical que se ha desarrollado, cerca está.
Pero es que en 2001 también se lanzaron otros dos títulos brillantes. Gitaroo Man’ de iNiS (hoy Liona Corporation), que se especializó en juegos de ritmo, y el refrescante Mad Maestro! (conocido en Japón como Bravo Music) de Desert Productions, publicado en Japón por la misma Sony, pero en el resto del mundo por Eidos Interactive.
Gitaroo Man’ se basaba en enfrentamientos uno contra uno, como cualquier juego de lucha, pero en vez de resolver los problemas a porrazos, se hacía con piques a la guitarra, lo que resultaba en un delirio mecánico y también lúdico, en el que teníamos que hundir la barra de vida de nuestro oponente con cargas, ataques y defensas realizados siguiendo el ritmo de la canción. Esto, unido al estar rodeados de personajes de diseño estrafalario, paródico y que, en general, daban vida a un universo tan atractivo como excéntrico, le ha conferido popularmente la denominación de japonesada, con todo lo fantástico que ello implica.
Mad Maestro!, por su parte, se alejaba de la música popular y se adentraba en la música clásica. También con una historia en la que debemos conseguir que un joven termine por convertirse en maestro de orquesta. Para ello, el sistema de juego se diferenció de los que hasta entonces existían. Si bien teníamos que seguir presionando cada botón según marcaba el ritmo, se introducía la variable de la mayor o menor fuerza con la que ejerciéramos la presión. Algunas veces con un golpe seco, otras levemente y otras hundiéndolo lo más que pudiéramos. Contando con obras de Brahms, Mozart, Tchaikovski, Beethoven, Schubert, Strauss o Bizet, reproducirlas jugando se presentaba como una nueva experiencia. En Japón fue muy bien recibido por crítica y público, lo que le hizo contar con dos expansiones y una secuela, Let’s Bravo Music (2002), que no llegaron a Occidente debido a la tibieza con la que fue recibido el primer título.
En 2003, se publicó Donkey Konga, desarrollado por Namco y publicado por Nintendo. Cargado de canciones pop (Blink 182, Supergrass, Queen, Chumbawamba, Devo, Jamiroquia), su reclamo principal consistía en que se jugaba con los Bongos DK, que llevaban un micrófono en medio de ambos. A veces había que golpear un bongo, otras el otro, en ocasiones los dos, y en otras dar una palmada que era cogida por el micrófono. Los afortunados que, como yo, poseen no solo un set de Bongos DK sino dos, saben las tardes de diversión en compañía que acababan de madrugada gracias tanto a la primera entrega como la segunda, con una tercera que no salió de Japón.
Si preguntáramos a cualquier persona en la calle por un videojuego musical, seguro que algunas de las respuestas que encontraríamos serían Guitar Hero o Rock Band, las dos series estrella de Harmonix. Harmonix ya llevaba tiempo haciendo juegos musicales, sobre todo su serie de karaoke, Karaoke Revolution, pero fue su inspiración en el GuitarFreaks de Konami lo que les llevó a crear su gallina de los huevos de oro. No obstante, de tanto forzar la gallina, terminaron por matarla. Además, perdieron los derechos por cambios corporativos y después de Guitar Hero Encore: Rocks the 80s, la serie pasaría a ser desarrollada por otros estudios como Neversoft o Vicarius Visions. Hay quince juegos de Guitar Hero y nueve de Rock Band, que entre 2005 y 2010 hicieron que el número de consolas vendidas, así como el de usuarios de videojuegos, se disparara considerablemente, hasta el punto de ser considerados por Jesper Juul parte ineludible de la revolución casual que experimentaron los videojuegos en esos años.
Pero en el periodo de dominio de Guitar Hero y Rock Band, en los que hasta tu tía del Opus se colocaba una guitarra para llevar el ritmo de las canciones, también surgieron otros títulos, quizá no tan importantes económicamente, pero desde luego sí desde un punto de vista de la calidad y la diversión. Uno de ellos fue desarrollado por iNiS, Elite Beat Agents (2006), la secuela espiritual de otro de sus juegos (que nunca salió de Japón): Osu! Tatakae! Ouendan! Con su argumento de los agentes que acuden en ayuda de ciudadanos, cada fase o canción dividida también argumentalmente, y el uso de la doble pantalla y el stylus de DS lo presentaban como un juego totalmente fresco, aunque en lo esencial siguiera haciendo lo mismo que Parapa the Rapper.
Desde 2010 hasta hoy, las propuestas se han multiplicado, dada la enorme variedad de plataformas disponibles, desde consolas y ordenadores, pasando por Itch o los teléfonos móviles. Uno de mis juegos preferidos es Deemo (2013). Disponible en móvil, PC o consola, el juego de los taiwaneses de Rayark destaca por su infinita cantidad de canciones, así como por ofrecernos el piano como instrumento sobre el que marcar el ritmo, y una amplia variedad de hándicaps y opciones para hacerlo más fácil o difícil. A resaltar también la sensación que produce, la de estar tocando de verdad un piano. Aunque sepamos que es una ilusión creada por el diseño de juego, no deja de sentirse una magia mucho más sensible que el acartonado argumento que, sorprendentemente, ha dado lugar a una película animada y un manga. Cuenta también con una secuela con las mismas bondades que la primera entrega.
El alemán Philipp Stollenmayer, además de sus alocados juegos de lanzar alimentos como el beicon o la hamburguesa para colocarlos sobre distintos recipientes (desde un avestruz hasta un pintalabios pasando por la piedra Rosetta) también lanzó un juego en 2015, Okay?, para móviles, que si bien no exige que mantengamos el ritmo, tiene mucha carga musical, ya que lanzando una bola deberemos completar una carambola que va generando una melodía, a veces una muy famosa.
¿Y qué decir de la genialidad que es Trombone Champ, la obra creada por Dan Vecchitto y Holy Wow Records? Entre finales de 2022 y principios de 2023, Internet se llenó de gente tratando de tocar sus canciones, algunos incluso habían preparado su propio periférico en forma de trombón. El gran acierto y disrupción de Trombone Champ es el de no tomarse en serio. En permitir jugar sin necesidad de alcanzar la máxima puntuación y, sobre todo, en hacer que nos sentamos ridículos sin sentirnos culpables, pues aunque ejecutes bien todos los ritmos, seguirás sintiéndote un bufón.
En estos años, otros juegos han logrado con éxito fusionar la música y el ritmo con otros géneros, como hizo Metal: Hellsinger (2022) con el FPS o Hi-Fi Rush (2023) con el hack and slash. Una ultimísima propuesta, y no menos interesante ha llegado de la mano de una desarrolladora española: Encounters: Music Stories (2024) de Raquel G. Cabañas, disponible para ordenadores y Switch. En su afán por innovar, Encounters: Music Stories, ofrece lo que otros juegos de ritmo pero con el hándicap de que deberemos tener en cuenta que la canción está partida en dos, y deberemos controlar el ritmo tanto desde un lado como desde el otro, lo que lo hace más desafiante (mucho más que cualquier otro juego de su género), pero a la vez tremendamente especial.
Sería difícil no plantear la conclusión a esta brevísima historia de los videojuegos musicales con una pregunta. A pesar de lo distintos que puedan parecer unos juegos de otros, y a pesar de los encomiables esfuerzos que se han hecho por plantear escenarios alternativos, distinguibles, la realidad es que sigue siendo el ritmo el parámetro de la música en torno al cual edificar el diseño. Así, ¿será posible que en los próximos años surjan nuevas perspectivas, nuevos planteamientos, en torno al timbre, la intensidad, la duración o la altura, por ejemplo? Una cosa es segura: el mestizaje entre géneros seguirá adelante, buscando los juegos de música mimetizarse con otros, porque como decía también Ted Gioia para la música, y que vale lo mismo para los videojuegos, «la diversidad contribuye a la innovación musical».