Umurangi Generations se presenta como una exploración de género. Si vas a su tutorial, lo primero que hace es preguntarte si alguna vez has jugado a un FPS (First Person Shooter; juegos de disparo en primera persona), porque básicamente «esto se juega igual». WASD para moverte, espacio para saltar, control para agacharte; click derecho para apuntar, izquierdo para disparar. En su descripción de Steam, no obstante, hay una pequeña matización, un giro que abre la puerta de la experimentación formal al sustituir la última letra de las siglas. En realidad,Umurangi Generations es un FPP, un First Person Photograper que transcurre en un «futuro de mierda» en el que sobrevivimos a base de hacer fotos por encargo. En (los últimos coletazos de) la generación de los modos foto (ignorando por un momento que la división cronológica en generaciones es una práctica industrial y absurda más allá del plano tecnológico), este es uno de esos juegos que le da una vuelta a la forma habitual en la que se incluyen estas opciones, en el que ya no es un extra, un parche o una obligación, sino la herramienta principal que le sirve a la obra para proponer su particular diálogo jugadora-mundo. En Umurangi existimos cuando miramos por el objetivo, enmarcamos un pedazo de mundo y le extraemos una historia. Cada vez que disparamos.
Para dibujar bien el espectro de consecuencias que tiene el cambiar un arma por una cámara de fotos, nada mejor que aquel texto en el que Dia Lacina, una de las mejores fotógrafas de videojuego en activo (en práctica y en teoría), proponía hacer exactamente esto en Hitman. En el arranque de esta pieza, Lacina regresa a una cita fundamental del Sobre la Fotografía de Sontag, en el que la célebre ensayista conceptualizaba esta actividad como un «asesinato subliminal». Fotografiar a la gente, «mirar como nunca podrán mirarse a sí mismas a base de tener un conocimiento sobre ellas que nunca podrán tener», es objetualizarlas, convertirlas en algo que puede poseerse, atraparlas en un espaciotiempo de apropiación del que ya nunca podrán zafarse. Lo que se lleva Lacina de esto cuando encara la manera en que jugamos a Hitman, a parte de esa violencia inherente que relaciona el disparo de un obturador y el de un gatillo, es la imaginación de la muerte inmortalizada: un doble asesinato en el que primero matamos y luego podríamos hacer una colección de últimos suspiros. Algo mucho más allá de la simple captura de pantalla, mucho más centrado en el proceso de mirar, componer, enmarcar y relatar. Cada asesinato sería una superposición de historias: quién y por qué muere, dónde y cómo le matamos.
Aunque lo que propone Umurangi Generations es algo superficialmente mucho menos violento que Hitman, hay un residuo de tensión en todo lo que arrastra de ese FPS que tiene como punto de partida. Su dinámica base tiene un doble eje de coordenadas; por un lado, está el que hila cada nivel del juego, entre los que vamos saltando sin mediación interna, mostrando ese futuro podrido de su premisa a base de fogonazos; por otro el de los objetivos que debemos cumplir a cada parada para poder desbloquear la siguiente. El primer eje es el que establece nuestra relación ontológica con lo mundoficcional, que adquiere mayor peso y significado según se va dejando ver que algo está pasando en la ciudad en la que nos encontramos, y que baña de significado el ser un cuerpo con una cámara en medio de unos acontecimientos muy determinados (estoy haciendo todo lo posible por evitar spoilers). El segundo es el que nos ancla a una manera determinada de movernos, de mirar y de apuntar nuestra cámara, sin un antes ni un después a cada uno de esos encargos que nos piden fotos de cosas entre las que es difícil encontrar una relación más o menos evidente: un par de rotuladores, quince paneles solares, un rollo de cinta adhesiva. Si completamos la lista de turno, podemos entregar las fotografías y terminar el nivel, aunque nunca sabremos por qué esas fotos. Ni para quién.
En paralelo a este proceso reiterativo, todas las fotografías que tiremos, estén o no en la lista de demandas, nos reportan un beneficio. Umurangi Generations tiene un sistema de valoración que cruza valores de producción, como el posicionamiento, el encuadre o el tipo de objetivo que utilicemos, con la posproducción de los colores, la exposición o el grado de saturación. Cada vez que producimos una imagen el juego le otorga una definición: moody action standard portrait, vivrant minimalist telephoto landscape, colorful detailed wide angle duo. Pero también le asigna un valor monetario, una cantidad de dólares que, aunque en la práctica no sirve para nada, jerarquiza todas nuestras tomas siguiendo parámetros que van más allá de nuestra ejecución documental y artística, que les da una pátina de producto que no termina de encajar con el ambiente general, vibrante, colorido y detallado de Umurangi. Una foto de 1,78$, otra de 6,98$, una tercera que casi llega a los 15$.
Esta tensión entre dos formas de ver, hacer y entender el acto fotográfico baña todos los rincones de Umurangi Generations y poco a poco va diluyendo la intencionalidad que se insinúa en los primeros pasos que damos por la obra. En mi texto anterior sobre la ciudad jugable de Cosmo D, en el apartado dedicado a Tales From Off Peak City Vol.1, escribí que la cámara de fotos que te daban en este juego era inútil, que estaba ahí como una herramienta de mirar y encapsular pedazos de un mundo en cuyo interés se demostraba total confianza. En Umurangi, como contraste, hay casi una contradicción entre sus variables: haces fotos porque es tu trabajo, tu sustento en esta realidad distópica, y aunque recibes dinero por cualquier foto que tires (incluso si las repites una y otra vez), no puedes progresar si no terminas tu lista de tareas; y si lo haces a toda velocidad, en menos de diez minutos, recibes una bonificación. La sensación que va permeando poco a poco es que el giro performativo que se propone sobre los cimientos del FPS, pese a su innegable interés, no termina de ejecutarse al completo, y muchas de las marcas tradicionales del género, como la estructuración en misiones, la munición (los carretes), el plataformeo y la sensación de ser una contra el mundo se mantienen. Hasta el punto en el que me siento más cómodo si termino por colocar el eje de mi crítica en cómo es Umurangi en cuanto a título de disparos, y no tanto en si es un buen juego de fotografía.
Porque, al margen de esta relativa crisis de identidad, Umurangi Generations tiene muchos gestos verdaderamente interesantes. Sus dioramas están repletos de detalles interesantes que fotografiar, la progresión de nuestras habilidades se transfigura en una adquisición paulatina de objetivos y modificadores visuales, y el feel de la cámara devuelve un disfrute considerable. La manera en que va contando su relato, puramente ambiental a través de escenarios suspendidos en el tiempo, deja que sean los lugares, los objetos, las trazas de vida y la gente que los puebla se mezclen en una materia prima narrativa que luego, a base de fotografiarla, precipitamos en un relato concreto. Buscarlos es, al inicio, seguir un reguero de migas, hasta que llegado un punto Umurangi Generations te enseña medio cuscurro, y a partir de ahí todo es seguir el olor del pan. Y aunque no logra profundizar del todo en su potencial, tanto en la exploración de esa violencia (simbólica y representativa) que recuperaba Lacina, como en lo de ponernos en la piel de alguien retratando una generación que sobrevive al fondo de los acontecimientos que la aprisionan y la dominan, la suma de sus esfuerzos apunta sólidamente en esa dirección. Hacia la posibilidad de que fotografiar a esta gente quizá no sea (solo) objetualizar su existencia, sino atestiguar que estuvieron ahí, haciendo cola, comiendo hamburguesas, fumando y bailando, mientras el mundo se iba al carajo.
El título ya lo avanza. Umurangi es un paseo por la vida sin horizontes de la generación del cielo rojo (que es lo que significa esa palabra en Teo Reo), en el que nuestras fotos son testigos de cómo un estado de excepción sociopolítico puede acabar asumiéndose como eso que estos días no para de repetirse: una nueva normalidad. Un shitty future facetado, que a veces es un barrio de chabolas labertínticas velando a una amiga muerta, o unas azoteas en las que fuman, duermen y vigilan los cascos azules de las Naciones Unidas, o un tren repleto de banderas americanas en el que el restaurante separa el vagón de pasajeros del de los soldados con las caras ensangrentadas. Sueltas en cada uno de esos microcontextos, somos libres para apuntar nuestra cámara a donde queramos (menos las botellas azules de agua que hay por todos lados; uno de los misterios a descubrir en el juego), aunque para que todo fluya mucho mejor sea recomendable activar desde el menú de opciones la interfaz minimalista y quitamos de la pantalla el marcador de tiempo y de dinero. Algo que encapsula la gran contradicción de Umurangi Generations, esa sensación de que para poder jugarlo con comodidad haya que limitar la imagen que tiene de sí mismo como juego.
Porque la discusión que creo más interesante e inevitable en torno a esta obra es sobre si esos cimientos de FPS reman a favor o en contra de su propuesta. Aquello de no necesitar explicaciones si ya has jugado a estos juegos puede segregar más de lo que parece a a primera vista, más empeñado en deconstruir lógicas heredades que en construir unas nuevas desde un terreno más común, que no imponga barreras apriorísticas en su manipulación. Encajarnos como interpretes, narradoras y fotógrafas del mundo de Umurangi es de por sí una actividad exigente, que requiere un grado de predisposición considerable para que lo que cale sea la importancia de las fotos que hacemos fuera del marco de lo que se nos pide. Pero también es justo aludir a las condiciones materiales que dan fruto a una obra pequeña, íntima y exploratoria como esta. Aquella mezcla a la que aludía mi compañero Mario García en su reflexión sobre la jugabilidad, ese «choque entre el funcionamiento, las intenciones y los contextos específicos de cada obra con la idiosincrasia propia de cada jugadore». Umurangi quizá necesita ser un juego de disparos para poder existir, aunque el precio por ello sea que la entrada sea mucho más fácil para un perfil de jugadoras con un bagaje y una experiencia que les permitan ser con suficiente libertad como para tomar el control total de su cámara.
Ante esta disyuntiva, el poso de mi experiencia está casi todo en lo que creo que es un alma muy humana, un costumbrismo a-pesar-de-todo, un viaje en el que nunca estás sola porque por muy negra que se ponga una escena tus amigas siempre están ahí para hacerte compañía. Nunca caminas sola, y que esa sensación sea capaz de cuajar en medio del retrato de un territorio en plena fragmentación es, creo, un logro considerable. Umurangi no es lo que pasa mientras juegas, sino a quién le pasa, y la fotografía, cuando es libre, es una forma de asegurar que ha pasado. En la obligada, por dirigida y desontextualizada, sí que siento la carga violenta de Sontag y Lacina, y lo noto de igual manera en el plano simbólico, en cobrar por robar pedazos de intimidad y entregarlos en un paquete, como en la manera de ejecutar en la que lo único que importa es que se cumplan las directrices, sin que importe para nada el valor de la foto que obtengas como resultado. Porque el hecho es que no importa, aunque los motivos estén algo dislocados.
Lacina resumió lo de Hitman en una (como siempre) definición muy certera: es una cacería. La tendencia a darnos cámaras de fotos, diégeticas o no, nos ha convertido en mayor o menor medida en buscadoras de momentos, y la manera en la que miramos los mundos de juego es, generalizando, muy diferente ahora a como era hace unos años. Nos paramos más a observar, a pensar en las maneras en que los territorios jugables nos están contando cosas, pero a cambio no paramos de objetualizarlos. Hacemos colecciones de instantes, de puntos de vista, de PNJs que no existen más allá de lo que enmarcamos. En medio de esta transformación es donde creo que Umurangi Generation encaja mejor, entre la comodidad de jugarse como siempre se han jugado a los FPS y la constatación de que sus lugares comunes son algo que nos estamos esforzando por dejar de lado. Y porque la generación del cielo rojo sobrevive, a pesar de todo, y nada mejor para dejar constancia de ello que salir a fotografiarlo.