Existen muchas maneras de afrontar la crítica. No hablo de aspectos técnicos o de si volcar el texto hacia un lado más o menos literario. Me refiero al primigenio acto de enfrentarse a la obra, a cómo establecer ese diálogo entre obra y usuario que comienza, en el caso que nos ocupa, en el mismo momento en el que arranca Streets of Rage 4. Su colorida propuesta y su diseño en 4K promete una comunicación limpia y concisa con el usuario. Aquí se viene a golpear pandilocos y a avivar viejos recuerdos entre los que ya peinan canas. Sin embargo, el triunvirato formado por Dotemu, Lizardcube y Guard Crush Games parece tener una conversación propia que no parece dirigirse al usuario, sino a los anteriores títulos de la saga. Hablarle al pasado siempre es complicado, pero lo es aún más cuando ese pasado toma forma de fantasma idealizado por miles de recuerdos. Streets of Rage 4 quiere ser un “yo contra el barrio”, pero acaba siendo un “yo contra el tiempo”.
Han pasado 26 años para nosotros y 10 para Axel, Blaze y Adam. El diseño de los personajes lo demuestra en mayor o menor medida. Axel lleva barba, que como hemos aprendido en los últimos ocho años de diseño de personajes en videojuegos, es el elemento necesario para indicar que nuestro personaje masculino ha madurado. Se le intuye incluso una barriguita, pero nada que le impida ser un Axel perfectamente reconocible. Adam, que al principio no está, pero hará su aparición, es sustituido por Floyd Iraia, que es básicamente Dr. Gilbert Zan en joven. Por supuesto está Blaze, cuyo diseño me cuesta mucho comprender. Es quizás aquí donde comienza ese diálogo con el pasado, con las ataduras de quienes en 2020 lo pasan muy regular con las animaciones y se ven obligados a poner un cinturón colgante actúe de forma clave durante algunos frames. A Axel le salió barba, Adam desapareció sin que a nadie le importara demasiado, pero Blaze es un recuerdo idealizado en alta resolución a 60 frames por segundo. Por último tenemos a Cherry Hunter, hija de Adam, guitarrista que se une a repartir tollinas because yes, y cuyo modo de juego, basado en gran medida en no tocar el suelo, resulta interesante en combinación con otro jugador e incapaz de encajar en solitario.
Eliges tu personaje. El juego empieza. Todo huele a “Yo fui a EGB”. Es el objetivo, y se consigue. Como decía, han pasado diez años, pero nunca lo parece. Los pandilocos son los mismos. Son la otra cara de la sociedad. Gente que haría que te cruzaras de acera. También hay policías malvados, pero están engañados y tienen su momento de redención. Los malos, los que hay que golpear, son los mismos que podría haber señalado Reagan o Thatcher como “prescindibles”. Los años pasan, pero los lados de la sociedad en los que se colocan los unos y los otros permanecen inalterables. Ellos, raciales (Dylan), marginales (Signal) y poderosos (Max Thunder). Ellas, raciales, sensuales y marginales hasta rallar la parodia (Garnet, Diva, Nora, Sugar). Bien podría ser el elenco de villanas de la estupenda GLOW, pero aquí no hay una doble lectura y la parodia no existe porque no ha habido la más mínima intención de crear un contexto. No hacía falta. El contexto es el pasado.
Este pasado termina afectando a todos los aspectos, incluido el gameplay. Streets of Rage 4 propone actualizar las mecánicas ya consagradas en Mega Drive a nuestro tiempo, y para ello realiza un notable en esfuerzo en que las sensaciones sigan siendo las mismas a pesar de estas actualizaciones. Aprender a jugar a Streets of Rage 4 si jugaste a los anteriores es cuestión de minutos, cifra que apenas aumentará si es tu primera vez en la saga. Los controles son precisos y el game feel se siente actual a pesar de unas restricciones, que nuevamente, se sienten autoimpuestas, y lo que es peor, suponen la oportunidad perdida de armar una propuesta que alimente a una generación que no parta de la nostalgia. Es cierto que la cosa mejora con los personajes desbloqueables. De hecho mejora tanto que se convierte en un juego mucho más fresco, pero aún queda muy lejos de los estandartes actuales del género como Fight’N Rage o incluso otros títulos no tan redondos como Mother Russia Bleeds.
Cualquier elemento discursivo en forma de diseño o gameplay se encuentra completamente supeditado al recuerdo, a encajar las piezas de un puzle que no sé si tiene tanta importancia como para centrar el diálogo. Es ese efecto Star Wars, donde todo el mundo ha de ser pariente o heredero espiritual de algo, donde cualquier idea nueva debe permanecer atada a lo viejo porque nada puede ensombrecer el recuerdo, como si este se fuera a romper por cualquier mínimo cambio. Streets of Rage 4 afronta esa fragilidad desde lo pecato, dejando demasiado espacio al pasado para que este tensione. Así, cualquier avance tiene su contrapunto en el espejo del ayer, pues hay un temor casi paranoico a que aquel usuario de hace más de dos décadas se enfade. Su magnífica banda sonora puede ser sustituida por las bandas sonoras clásicas, ahí está el filtro pixelizador en las opciones y los viejos personajes pixelizados desbloqueables. Una espada de Damocles constante que deja fuera de ese diálogo al jugador actual.
Me lo he pasado bien jugando a Streets of Rage 4. He disfrutado de la propuesta y he tratado por todos los medios de entrar en esa cacofonía referencial. No soy un fan de la saga, por lo que entiendo que no soy el target de toda esa infinidad de guiños. Pero también me he sentido incómodo en medio de esa dicotomía que supone golpear punks y elegir si los ítems han de ser vegetarianos. Entre el enésimo personaje ultrasexualizado y el menú que me ofrece diferentes ayudas para no dejarme fuera y adaptarse a mi habilidad. Entre la búsqueda del combo perfecto y una arquitectura que pide a gritos una mayor versatilidad coartada por el espíritu de las navidades pasadas. Streets of Rage 4 nunca habló conmigo, y es muy posible que ni siquiera quisiera dirigirse a mí. Tengo la sensación de que estaban muy ocupados idealizando mi yo del pasado, y sinceramente, no era para tanto.