El anuncio de un título protagonizado por un gato iba a atraer irremediablemente la atención de gran parte de quienes esperan con mayor o menor énfasis el anuncio de nuevos videojuegos. Y más en la era 2.0 (o 3.0 o 4.0, uno no se aclara ya), en la que el cat loving se ha convertido en una tendencia explotada mercadotécnica y memeísticamente. Y más si al felino en cuestión se le introduce en un contexto cyberpunk. Y más si quien está detrás de su publicación es Annapurna.
La editora comandada por Megan Ellison no da un paso en falso en este sentido, y maneja ya unas formas, una suerte de molde fractal para algunos de sus juegos, en el que todos son iguales y distintos a la vez. Un molde en el que se combinan un trabajo artístico genuino que huye del mainstream, un eclecticismo en el diseño de juego y un diseño narrativo a la altura que apuntale el conjunto final. Es lo que pasó con Sayonara Wild Hearts, Journey, Outer Wilds o Florence, por ejemplo, pero mutantis mutandis, es lo que encontramos en todo el catálogo de Annapurna: sobriedad estética, multirreferencialidad lúdica y esfuerzo literario.
Como con la mayoría de juegos que me llaman la atención, no quise saber nada de Stray hasta el momento de ponerme con él. Soy de los que les vale con ver el tráiler y, a veces, un poco de gameplay. El juego empieza bien, con calma, controlando al felino callejero en su hábitat, con un conflicto principal (el gato cae a una ciudad y debe volver al exterior) que se presenta de manera natural, sin forzar mucho la a veces absurda imaginería narrativa. Pronto descubrimos las reglas y mecánicas que Annapurna ha supervisado, y nos encontramos de nuevo con esa multirreferencialidad (a veces indeterminación) lúdica, ¿qué (sub)género es Stray? Es difícil establecerlo con precisión matemática, ¿es Sayonara Wild Hearts un juego sobre raíles, un quick time events, un plataformas, un arcade? Con Stray sucede tres cuartos de lo mismo. ¿Es un mundo abierto?, sí, además con una estructura narrativa en embudo, con misiones secundarias y objetos que recolectar que nos conducen a un mismo final. ¿Es un plataformas? Hay que saltar mucho, pero aquí el quid no es tanto calcular bien el salto sino encontrar la ruta adecuada, ya que los saltos están preestablecidos. ¿Es un juego de infiltración? El stealth es una parte importante, y se combina con las plataformas. ¿Disparos? Pues haberlos haylos, como también hay puzles que resolver y ocasiones en las que simplemente debemos huir.
En toda esta coctelera lúdica lo más relevante, sin duda, es el puntual balanceo de la dificultad. Sin querer, leí en algunos tuits antes de jugar al juego que era muy fácil. La verdad es que la dificultad excesiva no es una de las características de los juegos de Annapurna. Yo perdí en varios momentos del juego, pero, por lo general, Stray no presenta grandes aprietos. Recuperando la ya citada multirreferencialidad lúdica, no debería sorprender la afirmación de que por momentos se siente como un walking simulator. Y yo desde luego es algo que agradezco, porque me permite ir descubriendo el juego e ir adaptándome a sus necesidades, a la vez que yo me adapto a él y me calma, porque ya tuve 225 horas de desafíos extremos con Elden Ring. Esa interacción de ánimos entre quien juega y el juego es algo que BlueTwelve Studios (o Annapurna, quien sabe, en estos casos la autoría se difumina), la desarrolladora gala detrás del juego, ha tejido con excelencia en el que es su debut como tal.
El primer acto del juego me pareció sensacional, porque me lanzaba in media res a la exploración felina de una ciudad cyberpunk en vertical. Fue cuando más disfruté «haciendo el gato» y también, y esto es un acierto del diseño narrativo, cuando comencé a hacerme preguntas sobre el mundo que comenzaba a explorar. En especial por la inaugural sensación de vigilancia totalitaria a la que se me sometía, sin duda el rasgo más cyberpunk del que hace gala Stray. Tener que huir de uno de los dos tipos de enemigo que aparecen en el juego lo observé como una evolución lógica, pero llegado a la mitad del juego mi interés empezó a decaer, especialmente cuando el foco de la historia, en un ampuloso giro antropocentrista, se aleja del felino y comienza a centrarse en la humanidad.
Y lo que había intuido por fin se produjo: darle un arma al michi. Y no es que no me guste pegar tiros, pero en el contexto general del juego rompe la experiencia inaugural más que ampliarla, porque no aporta nada y porque es gratuito y fugaz, y sentí que la creatividad inicial se veía soterrada por la agobiante idea de que en un videojuego siempre hay que matar. En cierto modo, fue una decepción doble: primero por su aparición, y después por observar que se fue tan rápidamente como llegó, lo que acentuó la impresión de «no han sabido por dónde tirar y le han dado un arma que va a utilizar dos veces».
Sin duda, me he sentido lúdicamente más feliz siendo un voyeur no humano de una ciudad poblada por robots. Una ciudad que merece ser destacada, con una arquitectura apabullante, que recuerda mucho a la utilizada por Sega en la saga Yakuza y en su rama Judgment, y que tiene vida propia, una vida en la que detenerse. Pero esto se pierde durante el segundo acto y casi todo el tercero, solo para recuperarse al final. Me sentía más cómodo en ese voyerismo de avatar no humano controlado por un actante humano a través de una máquina; una irónica y rimbombante paradoja interactiva que redunda en la necesidad de quitarnos las «gafas» de Homo sapiens, de modo muy parecido a como lo hace Untitled Goose Game o, para el caso de animales humanos, Ancestors: The Humankind Odyssey. Porque en esa paradoja interactiva se refleja lo que Stephen Budianski sintetizaba en el párrafo final de Si los animales hablaran…:
Siempre es peligroso intentar extraer lecciones morales a partir del proceso ciego y amoral de la evolución. Pero, si realmente podemos sacar alguna lección de aquí, esta sería que todas las criaturas surgidas de la evolución son importantes en sí mismas. Todas ellas han conseguido dar con maneras únicas de sobrevivir contra toda probabilidad. Y eso es algo que hay que respetar y valorar.
Es en este aspecto donde falla Stray: en abandonar su planteamiento inicial para domeñarse al molde de Annapurna. Dentro del petulante cliché contemporáneo respecto a la creatividad, a saber, un escritor se debe a sus lectores, un cineasta a sus espectadores, etc., Annapurna impone la realidad de deberse a sí misma, a la vez que impone su realidad a quien juega, y esa ortodoxia de publisher auteur le empieza a pasar factura.
Quiso el azar que mientras acometía el tramo final de Stray estaba leyendo En defensa de la intolerancia, de Slavoj Žižek. En uno de los capítulos, el esloveno hace referencia a la interpasividad, una noción lacaniana (de la que no sabía nada) que se opone a la interactividad y que Žižek entiende como actuar siendo pasivo a través de otro. Lo resume a la perfección con un ejemplo cotidiano:
Esa situación incómoda en la que alguien cuenta un chiste de mal gusto que a nadie hace reír, salvo al que lo contó, que explota en una gran carcajada repitiendo «¡Es para partirse de risa!» o algo parecido, es decir, expresa él mismo la reacción que esperaba de su público.
He sentido eso al jugar otros títulos de Annapurna y también con Stray, aunque me hayan fascinado: que la misma Annapurna ya me estaba diciendo antes de que lo jugara la reacción que esperaba de mí como jugador, con ese molde fractal al que hacía alusión más arriba, con ese conocimiento maquiavélico de lo que se va a vender o no.
Y pese a todo, Stray es un juego que recomiendo y que he disfrutado, que se ha medido bien (más de lo que dura hubiera sido un completo desastre), que técnicamente luce de maravilla y que cuenta con un trabajo más que fabuloso en casi todos sus aspectos, especialmente en las animaciones del felino, en el diseño de niveles y en su banda sonora, que es sensacional. Sin embargo, aparte de lo señalado en el análisis más plenamente cultural, la historia que nos cuenta, aunque bien escrita, camina por sendas más que trilladas en cuanto a cyberpunk y ciencia ficción se refiere y en cuanto a su resolución. Y esto le pesa sobremanera.
Pero hay un gato, y es monísimo: ¡miau!