Cerca de la casa del astronauta de Samorost 3, al otro lado de unos peñascos de piedra blanca, hay un bosque lleno de setas y fantasmas, y un setero que te presta su navaja si le cuentas una historia. Para hacerlo te presta una cajita de madera que saca de su cesta, en la que hay pintados los ingredientes básicos de una cosmogonía: el sol, la luna, una mariposa, un par de calaveras, muchísimas setas, un juego completo de dientes y un montón de ojos rodéandolo todo para que la creación del mundo no ocurra sin testigos. También te da un puñado de cartas con dibujos para que puedas armar tu relato, entre los que hay un grupo de cazadores, algunos animales, una hoguera, una charca y una casa con dos personas que tienen hambre. Mezclando las imágenes en el interior de la caja y experimentando con combinaciones puedes contarle al setero cómo los cazadores persiguen un cerdo, un mamut y un ciervo, cómo hacen para sacar el gusano de una seta bailarina y lo usan como cebo para un pescado, cómo lo asan todo al fuego y luego la pareja se los come uno a uno, se pone contenta y tienen un hijo. Y cómo, aunque sea intrascendente para lo del hambre y su historia, juntando la carta de los lanceros y la de la charca estos se paran a descansar y nadar un rato entre risas y júbilo.
En este increíble puzle de Samorost 3 —uno de tantos— puede verse la chispa original de Pilgrims, «una aventura en la que recorrer una tierra a tu aire mientras compartes risas con tus compañeros viajeros y les ayudas a completar sus pequeños relatos a tu manera». Bajo el pretexto de hacer amigos y contar historias, la gente de Amanita Design recupera el corazón de aquel rincón de la travesía de su cosmonauta y lo pone al servicio de otro lugar y gente, pero manteniendo su misma esencia. La caja-mundo se expande hasta ocupar toda la pantalla, y dentro le crecen un nuevo bosque, un río y un folklore, formando un territorio lleno de recovecos por los que se reparten todo tipo de personajes. Está, por ejemplo, la iglesia con el cura gordo y sonrojado en el centro, la anciana que pide en el puente y el diablo que se esconde bajo tierra en el extremo del paisaje que ha perdido el verde y solo le queda humo y tierra caliente. Juntos, cada habitante se hila en una red de encontronazos, relaciones y posibilidades que se unen para contar cuentos.
Todo comienza, cómo no, con el elenco de personajes principales de Pilgrims sentados alrededor de una mesa en la que se juegan unas monedas y toman cerveza. Hubo una vez una noche en que un grupo de lo más variopinto apostó más de lo que debía, pues cuando se acabaron el oro pasaron a empeñar cosas más valiosas, desde la propia alma a un caldero de papas hervidas, y entre discusiones, promesas de cobro y mucha bebida arrancaron decenas de pequeñas historias. Luego llegó la mañana y un peregrino despertó en medio del bosque, salió de su tienda de campaña y siguió con su viaje, y ahí nos unimos nosotros para acompañarle y ver cómo terminan. Lo hacemos, también, con las cartas en la mano, siguiendo la estela de aquel puzle original de formar parejas, solo que ahora uno de los naipes será el contexto local, la situación determinada de cada momento, y la dinámica pasará a ser la de combinarlo con los objetos y personajes que recopilemos mientras andamos. Así, las cartas pasan a estar tanto en el origen de su cosmos paseable como en la dinámica comunicativa con el mismo: son la chispa del relato y la manera en que lo convertimos en juego.
En esta recursividad hay algo muy Amanita, muy de esa identidad detallista y juguetesca marca de una casa que teje sus mundos a pequeñas puntadas y con mucho mimo. No solo por como toda la estética de Pilgrims se enhebra por el concepto de la baraja, desde el aspecto de los menús a sus bases interactivas, sino por cómo son capaces de construir un espacio jugable tremendamente apropiable y acogedor, repleto de invitaciones a la experimentación. Cada parada en el mapa es, por separado, un matraz al que arrojar ingredientes con la simple voluntad de ver qué resulta de la mezcla, pero como conjunto articulan un gran ejemplo de eso que Sicart llama playgrounds en su Play Matters: lugares para la exploración creativa del juego.
Y es que Pilgrims no solo está explícitamente abierto a ese «hazlo a tu manera» en la forma en que Amanita presenta la obra en sociedad en su web, sino que es algo que emerge en cada reacción de sus existentes a nuestras cartas, en la libertad para movernos a nuestro antojo, en esa pantalla de logros que hace las veces de registro de todos los nudos de su árbol narrativo, los encontrados y los que aún esperan en algún recoveco del título.
Así, Pilgrims llama a volver a jugarlo una y otra vez por el simple placer de encontrar cadenas de objetos y personajes que devuelvan situaciones aún sin descubrir. Aquí no importa el punto y final de la obra, ese punto a partir del cual el peregrino deja atrás esta región y se va a seguir con lo suyo, sino que, literalmente, Pilgrims es los amigos que hacemos por el camino. Esto es algo que emana de cómo Amanita moldea esa narración remediada del cuento popular y folklórico, pero que permea hasta las mismas esquinas de las cartas de cada personaje que podemos invitar a hacernos compañía. Cada uno de ellos está ligado a través de esas esquinas a un carácter, a un objeto y a unos relatos concretos, y nunca será lo mismo si el que se encarga de hablar con el oso que vive en la cueva del norte es el cazador bravucón que aspira a ser rey o la anciana molida que lo único que quiere es recuperar la escoba y la casa que le robó otra vieja haciéndose la desvalida.
Por todo esto, Pilgrims es un cuento hecho de muchos cuentos, plagado de inicios y finales por todas partes y que tiene esa valiosísima cualidad de generar constantemente nuevos contextos fugaces a partir de un mismo gesto. Porque aquellas mismas esquinas del párrafo anterior son solo indicaciones, puntos de partida que dicen que si juntas al cazador con la bellota o si llevas al diablo a la puerta de iglesia van a pasar cosas, pero que pruebes a hacerlo de cualquier otra manera porque hagas lo que hagas va a pasar algo. A veces será solo un ceño fruncido o un gesto de confusión, pero muchas veces algo inesperablemente esperado, y siempre entre gestos y detalles apuntalando la construcción de esa riqueza mundoficcional inscrita en el ADN de Pilgrims, de Amanita y de todos sus integrantes.
Una riqueza en la que, además, siempre se dejan huecos para que lleguemos y nos insertemos, para que coexistamos y paseemos, hablemos con los demás y nos escuchemos. En la apertura de los espacios lúdicos, dice también Sicart, hay un camino de apropiación en la que un título como Pilgrims da margen y libertad para simplemente ser con los otros. Con la particularidad de que aquí nos convertimos casi en una voz narradora, en el orador incorpóreo que toma algunos elementos de una tradición popular para saltar de relato en relato. Moverse por el mapa es aquí una recopilación de esos elementos —y una genial introducción a lo regional ajeno—, y las elecciones y ramas que escojamos a cada momento será simplemente la expresión de una posibilidad, nunca de un resultado. Porque da igual que ruta elijas, que combinaciones se te ocurran o quien elijas para enfrentar cada obstáculo, al final te irás siempre por el mismo río y en la misma barca, y lo que variará será la senda que hayas escogido.
Y en esta forma de irse abriendo, Pilgrims tiene algo de lugar de paso y de encuentro, de mundo en el que ser juguetones, atrevernos a ver qué ocurre si le disparamos bellotas a un basilisco o si nos aprovechamos del agujero en el pantalón de un mesero para beber cerveza de grifo hasta caernos al piso. Y poco a poco ir escribiendo las crónicas de un viaje breve y contenido mientras las cartas se van apilando en el centro de la mesa, contando qué pasó el día después de aquella timba de locos y bebidos que se convirtieron rápidamente en nuestros amigos. Porque los cuentos de Pilgrims son tanto suyos como nuestros: un tiempo y un espacio compartido.