Hay un problema con la luz del bosque. Hasta hace nada colgaba de las ramas de un árbol, hecha bolitas luminosas, como semillas de semillas, el origen simbólico de toda la vida que crece a lo largo y ancho de este territorio, pero alguien se la ha llevado. Otro alguien, tú, tendrá que recuperarla, recorriendo cada palmo del bosque, hablando con sus habitantes, resolviendo las maneras específicas que el robo les está afectando y, ya que estás, haciendo algunos amigos. El bosque es un lugar de encuentro poblado de una diversidad increíble de criaturas: plantas, flores, setas, insectos… El espacio, pese a todo, hierve de actividad, y cada pliegue parece vibrar armónicamente, como una red de relaciones superpuesta a las ramas de un espacio por las que te mueves de obstáculo en obstáculo, siguiendo el camino de trocitos luminosos hasta el corazón mismo de la oscuridad que se lo está comiendo todo. Y allá adentro, donde habitan los monstruos, cuando parece que el abismo va a vencer, toda la energía que hemos tomado prestada a lo largo de la aventura consigue plantar cara a la negrura, que se desvanece para que un nuevo árbol crezca y la vida comience de nuevo. Un instante de triunfo que no es importante en sí mismo, sino por todas esas nuevas amistades con las que podemos compartirlo. Bailando, cantando y riendo.
Botanicula, como es marca de la casa en Amanita, es un juego que, pese a partir de un conflicto concreto y bien delimitado, no está tan preocupado por la manera en que podemos resolverlo sino por cómo afecta a cada una de las criaturas que lo pueblan. Puesto sobre el papel, el asunto es bastante terrible: si el bosque se queda sin luz, lo lógico es pensar que poco a poco se irá muriendo, hasta quedar cubierto en sombras y sin rastro de toda esa riqueza vital que destila toda la obra del estudio checo. Pero, por suerte, esto nunca llega a ocurrir, porque lo que emerge a cada pantalla es el encuentro con les otres, las conversaciones, las entradas y salidas en las vidas ajenas para ver cómo podemos echar una mano, si es que se puede. Y de encuentro en encuentro ir haciendo camino, sin importar realmente a donde lleve, o cuanto se tarde en recorrer, porque esto no va de luchar contra la oscuridad, sino de cómo podemos reencontrarnos bajo su amenaza. Botanicula es un juego construido como un bosque: es caótico, ruidoso e impredecible, un lugar con muchísimos recovecos, detalles y secretos escondidos por el que movernos guiades por la más pura curiosidad. Sin más premio que lo que sea que encontremos cuando removamos una hoja, hagamos crecer un capullo o nos paremos a charlar con alguien.
Botanicula y las dos entregas de Ori son prácticamente dos caras de una misma moneda. Hay muchísimos paralelismos entre los dos juegos: su premisa, su arranque, su desenlace, su aspiración, su espacio… Pero se diferencian en algo capital: se juegan de maneras muy diferentes, prácticamente opuestas. Mientras que Botanicula canaliza su apuesta por la curiosidad y la exploración a través de poner un mundo reactivo en pantalla, Ori se sirve del contexto para construir un laberinto de caminos que serpentean arriba y abajo ocultando coleccionables, objetos de progreso y habilidades que abren cada vez más rutas, hasta que todo su espacio haya sido caminado. Frente al bosque jugable de Amanita, Ori es más un jardín en el que, si bien los senderos se bifurcan, en el fondo no es más que pura geometría que no contiene tanto una colección de vidas ajenas con las que entrar en contacto, sino pasos en los que poner a prueba lo alto y lejos que podamos correr, saltar y pegarnos. Algo que, de manera aislada, no está cargado de significado negativo, pero que puesto en contraste con las intenciones retóricas (y, por qué no, poéticas) de la obra devuelve muchos roces. Porque cuando habla, Ori no para de decir que esto va de un bosque y su gente.
El original, Ori and the Blind Forest, hilaba de fondo una reflexión sobre la muerte, el duelo, la ausencia y las múltiples maneras en que puede afectar una catástrofe ambiental, cómo es la vida después de la vida en un bosque lleno de seres muy diversos, y cómo a veces hay enfrentamientos imposibles de evitar. Su bosque también había perdido la luz, de manera absoluta y dramática, y en el día del desastre se perdieron muchas vidas, amigas y familiares de cuyos huecos crecieron todo tipo de posturas: resignación y resiliencia, voluntad de lucha y restauración, furia vengativa y odio visceral. El juego se esforzaba en que entendieses que el estado de las cosas postapocalípticas justificaba todo el espectro de comportamientos porque las consecuencias habían sido brutales para todes, pero enmarcaba su discurso en una rigidez maniqueísta que se traducía en luchar y luchar con casi todos los bichos que quedaban en el bosque hasta que trajeras la luz de vuelta. Era un juego sobre recuperar la vida a base de sembrar muchísima muerte.
Esto es algo que llega inalterado en Ori and the Will of the Wisps. Tras lo ocurrido en el juego anterior, Ori y su familia vive con tranquilidad en un bosque renacido, viendo crecer a Ku, su miembro más reciente, una pequeña búha hija de la antagonista principal de aquella obra. Todo va bien hasta que un día, Ori y Ku salen a hacer el primer vuelo de esta, les coge una tormenta y acaban estampándose en una región desconocida del bosque. La vida de las protagonistas vuelve a dar un vuelco, todo se tiñe una vez más de negro y toca salir a pelearse con medio mundo hasta volver a reunir a la familia, sumergiéndote por el camino en la problemática local que enfrenta a sus pobladores con una nueva oscuridad. Como si de una vuelta de tuerca a un ciclo vital de unos conflictos naturales, o al menos del resultado de fuerzas que chocan y se encuentran en el día a día de este territorio complejo, acabas envuelto en un drama ajeno por accidente (literalmente), pero las afectadas no dudan ni un segundo en aprovechar la oportunidad para volver a colocarte en la posición de la salvadora, la elegida y la heroína. Un rayo parte en dos a tu familia, pero no hay mal que por bien no venga.
Todo en Ori and the Will of the Wisps es una reiteración sobre la base de su antecesor, una versión más detallada, más dilatada y estirada: hay más animaciones, más luces y colores, más trabajo pormenorizado para imbuir de sensación de lugar este nuevo espacio. Pero en ese mismo crecimiento hay un redoble de ciertas apuestas que parecen remar en dirección contraria al espíritu manifiesto de una secuela que cuenta entre sus añadidos la posibilidad, ahora sí, de pararte a hablar con gente de tanto en tanto. Sin ir más lejos, el combate que ya era nuclear en Ori and the Blind Forest se vuelve más visceral y espectacular, cambiando la bola de energía que disparaba luz a tus enemigos por una espada que mide dos veces lo que Ori y con la que puede destruir y destrozar a todo el que se interponga entre él y su misión. Cosas como estas, que antes todavía tenían un relativo (bajo) valor simbólico, aterrizan con rotunidad en este Ori and the Will of the Wisps, pero lo hace para caer en lugares comunes y perderse en los fósiles de un lenguaje videolúdico que tiene el matarse por defecto. Que le sigue costando tejer retórica sin recurrir al reto, a la misión y a la lista de objetivos.
Esto no quiere decir que tomándolo como el metroidvania de plataformas y combate que es no sea un juego refinadísimo en cómo maneja las convenciones del género. Ori and the Will of the Wisps hace un barrido concienzudo de juegos precedentes que han influido en ese mismo ámbito y dibuja una genealogía y unas referencias bastante obvias para situarse a la vanguardia de lo de saltar y luchar por un escenario lleno de ramales, esquinas ocultas y barreras superables a base de mejorar las habilidades del protagonista. Hay trazas directas de un Hollow Knight que en su día conjugó de manera sobresaliente lo sistémico y lo ambiental para crear un mundo letárgico, decadente y lleno de cáscaras huecas que luchaban ciegamente sobre los cascotes de sus propias ruinas. La violencia intrínseca a aquel juego venía apuntalada, no obstante, desde la propuesta mundoficcional de un reino que había colapsado sobre sí mismo y en el que el protagonista era poco más que un conjunto vacío, un recipiente de últimas voluntades desesperadas por entender qué podía haber provocado tanta destrucción. Una obra que, por otro lado, sabía dar espacio y tiempo para que el resto de supervivientes pudiesen compartir su visión del mundo.
Ori and the Will of the Wisps replica este movimiento y se abre a una coexistencia que no emergía en el original más allá del cerco estrecho de los personajes muy principales, pero como este crecimiento transcurre en paralelo al del espectáculo y la destrucción, el poso que va dejando es el de una jerarquía de existentes bastante desequilibrada. Algo que, además, viene apoyado desde el despliegue estético que diferencia claramente las criaturas hostiles de las «amables»: lo que tiene cara, voz y sentimientos es amigo, todo lo demás es un obstáculo, un contenedor de esas luces con las que podemos pagar mejoras, trozos de mapa, o nuevos movimientos para matar con mayor eficiencia. Incluidas unas cuya función es la de devolvernos más monedas de luz cada vez que matamos algún enemigo, y que tiene el nombre de «cosechar vida». No existe aquí personaje fuera de la familia cercana de Ori cuya presencia no esté supeditada a una utilidad para el viaje de su héroe: o te da un mensaje, o un objeto, o una habilidad. Hay mucha más gente, más variedad, más posibilidades. Hay más vida, sí, pero también mucha más muerte.
Al final, creo que todo se resume y se pliega en la pregunta por el bosque. El de Ori and the Will of the Wisps es uno compartimentado, hecho de salas y pasillos que a veces se abren con una palanca, otras a base de acabar con todos los enemigos con los que el juego te encierra, y de tanto en tanto descubriendo la cadena diseñada que une los proyectiles de aquel bicho con esa otra pared desquebrajada tras la que hay un foso de pinchos para el que obviamente necesitas o el doble salto o el dash. Aquí el territorio se siete demasiado encorsetado, demasiado al fondo y aplastada bajo la capa jugable que dirige tu movimiento por el espacio, tu mirada, tu misma existencia en un mundo en el que corres como loco de lado a lado buscando el siguiente fragmento azul, verde o amarillo que te hinche de un poder cada vez más abultado. Y así, aquella pantalla de Botanicula y Amanita, tan caóticamente compartida, tan extrañamente viva y tan reactiva al más mínimo roce, acaba plagada de marcadores, de menús, de muchísimas cosas que hacer. Pero ninguna de ellas es estar simplemente allí, en un bosque cualquiera, en un día cualquiera. Sin tener que volver a sumir la vida de Ori en una desgracia constante para poder seguir siendo.