Análisis: Lair of the Clockwork God

Análisis: Lair of the Clockwork God 5
Análisis: Lair of the Clockwork God 2
Fecha de lanzamiento
21 febrero, 2020
ESTUDIO
Size Five Games
EDITOR
Size Five Games
PLATAFORMAS
Windows, MacOS, Linux

Creo que el metajuego es una de esas herramientas que hay que sacar par disparar. Cuando un videojuego se retuerce sobre sí mismo para mirarse, reflexionarse y jugar consigo mismo, el enfrentamiento a las estructuras en las que se incrusta es siempre un arma de doble filo. No es solo una cuestión de qué estás haciendo, sino en de la manera en que te apropias de un marco de normas, restricciones y lugares comunes que se pretenden poner bajo los focos, como si por un momento nos pusiéramos delante de un espejo, o nos desdoblásemos para observarnos por encima del hombro. Metajugar es habitualmente un ejercicio crítico, que a veces nos empuja a cuestionarnos de qué hablamos cuando hablamos de jugar, de las condiciones materiales, simbólicas e ideológicas en las que lo hacemos, pero que si se hace sin una intencionalidad clara suele tener el efecto contrario. Cuando lo meta emerge más como un dedo que señala que como algo a lo que señalar, el resultado es la pura complacencia, y en vez de sacudir el circuito, simplemente lo apuntala. Y deja de ser crítica para ser opinión.

Lair of the Clockwork God es un claro ejemplo de este segundo caso, un juego que aparenta un acopio de autos pero que nunca llega a tejer nada con ellos. Es un juego que se propone como autoconsciente, autocrítico, autoparódico, pero que en su ejercicio de arrastre gestual acaba por ser demasiado autorreferencial, girando una y otra vez alrededor de su ironía autocomplaciente en un piloto demasiado automático como para poder detenerse de tanto en tanto para que arraigue alguna de las muchas cosas que dice. Interpelando al mismo tiempo al pasado y al presente del videojuego, mofándose de las rigideces de cómo jugábamos antes y de las pretensiones de cómo jugamos ahora, Lair of the Clockwork God tiene opiniones sobre todo lo que somos y del lugar del que venimos, envueltas en un papel hiperrecargado de florituras y encerado de cinismo. Pero, pese a tener tanto que decir de lo que cree nos define (siempre según desde su posición rígida y sesgada), en ningún momento parece tener algo que decir sobre lo que sea que tenemos por delante. Ante la falta de horizontes, decide hacerse un ovillo, y desde su posición fetal opinar sobre todo lo que está mal, sin nada más que proponer que aceptar su desastre autodiagnosticado y recetar una huida hacia adelante.

La premisa aquí es doble. El mundo se va al carajo porque todos los apocalipsis posibles están ocurriendo al mismo tiempo: llueve fuego, el suelo se parte en dos, un virus asola a la población, a las esquinas les crecen tentáculos… Todos los espectáculos especulativos sobre cómo podría acabarse el mundo coexisten porque una máquina subterránea encargada de mantener el fin a raya (el Clockwork God titular) ha perdido la RAM con la que computaba su simulación de empatía hacia la humanidad, así que ya no sabe cómo salvarla. Es un punto de partida que ya va dejando entrever la manera en que este juego se enfrenta al presente, con un mundo terminalmente enfermo que depende de una máquina que posterga constantemente su colapso. Frente a esta situación, un tipo proveniente de las viejas aventuras gráficas point & click y un protagonista de plataformas de scroll lateral contemporáneo unen habilidades y prejuicios para recuperar los chips de RAM repartidos por la guarida (Lair) de la máquina-dios con los que reconstruirle la biblioteca de emociones. Luego, progresivamente, enchufan los módulos en los que experimentan miedo, alegría, asco o rabia, mientras el ordenador los observa y va añadiendo pedazos a su definición de ser humano, hasta que sea lo suficientemente compleja como para entender que merece ser salvada. Como si la empatía fuese cuestión de ceros y unos.

El tira y afloja entre los dos protagonistas, los dos tiempos y las dos maneras de relación juego-jugadora-obra es la espina dorsal de Lair of the Clockwork God. El aventurero gráfico es demasiado flojo para correr y saltar, odia moverse y cree que con su increíble capacidad intelectual puede resolver cualquier problema que le salga al paso; de los dos, es el que puede hablar con otra gente, el que resuelve puzles, el que para accionar una palanca necesita hacer click en ella y luego en la opción de utilizar. El plataformero va demasiado rápido por el mundo como para pararse a charlar, a pensar, a hacer cualquier otra cosa que no sea dar saltos, matar cosas o mejorar sus habilidades motrices; es el que corre, dispara y aprieta botones pisándolos. Combinando sus dos visiones del videojuego van atravesando pantallas de camino a la simulación empática definitiva, mientras van soltándose puyas entre sí, riéndose de la manera en que las aventuras clásicas sobrecomplicaban todo, mezclando pollos con poleas, y de cómo los plataformas de hoy se empeñan en ser algo más que saltos y piruetas, con montañas que simbolizan la lucha contra la depresión. Sin embargo, es justamente eso lo que proponen, ligeramente mezclado, pero sin agitar: dos mitades que se miran sin tocarse, sin comprometerse, sin hacer más que opinar la una sobre la otra. Sin ofrecer nada más que lo que creen que critican.

La tensión entre el ayer y el hoy del videojuego que está en el núcleo de Lair of the Clockwork God se mantiene siempre en el nivel de la puya y la gracia inmediata, absolutamente superficial, y todo lo que dice aterriza en los primeros segmentos del juego, haciendo que el resto de la obra sea un girar sobre sí misma una y otra vez mientras va colando chistes aquí y allá. Hay para todos los gustos: se ríe de que el protagonista aventurero sea virgen y se haga pajas a pesar de ser ya un señor entrado en años, de la manera extraña e incomprensible en que hablan los jóvenes, del uso de las redes sociales y de los vapeadores, de una visión de futuro en que habrá cabinas para la masturbación pública y la entrada en las discotecas se decidirá haciendo bailecitos de esos que hacen los chavales. Pero también extiende la mancha de su humor hacia la disonancia de la no-muerte de los plataformas, la narrativa de los walking simulator o los juegos demasiado accesibles. Rebotando entre el cinismo y la condescendencia, Lair of the Clockwork God se disfraza de edgy pero su (im)postura termina asemejándose a una cierta senilidad. Como si no entiende el estado de las cosas del medio y eso le obligase a estar continuamente a la defensiva.

Así que lo que parecería de lejos un juego lleno de manierismos que aspiran a ser contraculturales, de cerca no es sino el retrato de un ejercicio de anticultura. Esto es algo que puede verse mayor claridad desandando el camino del metajuego hasta, por poner un punto en el tiempo, The Stanley Parable. Aquel, apropiándose de una estética y unas mecánicas que venían del díptico Half Life – Counter Strike, resignificaba todas sus herramientas, sus espacios y sus gramáticas para hacer un comentario sobre cómo jugábamos, la ilusión de libertad dentro de marcos autoriales y la alternativa jugable que suponía soltar el arma para poder observar de cerca el laberinto de nuestra conducta. Lo meta explotaba allá en una disrupción transversal de muchos kilotones, tantos que a día de hoy todavía se pueden sentir los ecos de su retumbe; hoy, en este Lair of the Clockwork God, es un esfuerzo lleno de trabajo y atención al detalle, pero que ya no rompe con el statu quo, sino que encuentra muchísima comodidad en decir que todo está mal sin tener ni idea de qué podríamos hacer para cambiarlo. Y, desde ahí, comenta los juegos de disparos dándote un arma espectacular y megadestructiva, la construcción absurda del espacio de las plataformas mientras construye absurdamente sus secciones de saltos, o la proliferación del simbolismo vulgar mientras te propone revisitar los fantasmas del juego pasado, presente y futuro. Este último en forma de casco VR que, cuando los protagonistas lo encuentran, se preguntan si podría usarse para ver mejor porno.

Desandando ese camino hay también muchas otras obras que han recurrido al metajuego y han dejado un rastro de conversaciones muy variadas para desenredan la relación entre la posición del jugador en el juego y sus dinámicas de producción y ejecución de discurso. Los juegos de Daniel Mullins, Pony Island y The Hex, salen de la materialidad de la obra para enfrentarse a lo ecosistémico, a las dinámicas habitualmente nocivas de un medio industrializado y cómo pueden apropiarse del interior simbólico de nuestras máquinas;  la reversión de Reigns en Her Majesty de Leigh Alexander es el fantasma del capitalismo rosa y su fagocitación de luchas y exploraciones personales; el festival manipulativo de SUPERHOT deconstruye los automatismos violentos y la gramática de la lucha permanente cuando llegamos a un juego y nos reciben poniéndonos un arma en la mano; los de Crows Crows Crows (que salieron de lo de Stanley) llevan la (no)acción a las bambalinas en sus The Temple of No y Dr. Langeskov, The Tiger, And the Terribly Cursed Emeral: a Whirlwind Heist para componer escenarios absurdos y paródicos. El poliedro del metajuego ofrece todo tipo de reflejos según qué cara se enfrente, pero la clave del asunto es, aunque suene a evidencia, enfrentar algo.

Recogiendo cabo, y cerrando mi propio círculo, en ausencia de ese enfrentamiento real, lo que queda es, como escribía al inicio, una colección de opiniones. Lair of the Clockwork God llega al medio y busca su sitio a base de pura yuxtaposición, discutiendo todo lo preexistente mientras perpetua todas sus dinámicas, cayendo en bucle atrapado entre lo que fuimos (cuando podíamos ser otra cosa) y su incapacidad de ofrecer cualquier otra cosa. Es un plataformas solvente, con sus trampas, sus pinchos, sus láseres intermitentes, su doble salto, su agarrarse a las paredes (con unos guantes pegajosos de semen; tal cual); es un point & click relativamente sesudo con su búsqueda, captura y combinación («ahora se dice “crafteo”, que no estás en la onda», se burla su compañero) de objetos, algunas evidentes, y otras tradicionalmente disparatadas. Pero todo está siempre al servicio de reírse y menoscabar precisamente esos mismos clichés, así que, en plena confusión, se tira piedras sobre su propio tejado hasta que este se viene abajo y se lo lleva todo por delante.

El remate del asunto, y esto entra ya en el terreno del spoiler, llega cuando, al final del juego, ante la incapacidad de cancelar el fin del mundo, los dos protagonistas se suben a una nave espacial y se van a buscar uno nuevo. Después de tanto discurso, de tanta emoción simulada, de tanta reconstrucción de la empatía, Lair of the Clockwork God no ve otra salida que, tras haberse paseado por tiempos pretéritos en los que sí había horizontes para revisitarlos desde el sarcasmo y la autoindulgencia, terminar por negar el porvenir. No encuentra salida en el callejón de la cultura y la creatividad contemporáneas y decide huir hacia un espacio exterior en el que, al menos, haya algo de incertidumbre, sin tomarse un momento para darse cuenta de que las dos personas que vayan a bordo de la cápsula sean portadoras y muestren todos los síntomas de esa decadencia cultural que quieren dejar atrás. Y sin ver que allá donde quieren ir necesitarán algo más que cinismo, muecas y chistes malos.

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