Análisis: GRIS

GRIS

GRIS

Análisis: GRIS 2
Fecha de lanzamiento
13 diciembre, 2018
ESTUDIO
Nomada Studio
EDITOR
Devolver Digital
PLATAFORMAS
PC, Mac, PS4, Switch

La obra de Conrad Roset es una constelación de rostros. Los trazos y las manchas de color que configuran la imagen global de sus ilustraciones conforman un imaginario de caras de ojos penetrantes, pelos de cientos de colores y ese rojo de mejilla que el tiempo ha convertido en una de sus señas de identidad. Su recopilación de Musas —su trabajo más popular y personal— es buen testigo de esto: páginas y páginas de juegos cromáticos y anatómicos del cuerpo y sus codos, sus vertebras, pezones, dedos y sobre todo caras bañadas en arcoíris de acuarela. Rostros que suelen esconder la mirada, pero que de vez en cuando la devuelven desde el otro lado del papel casi con reproche. Como si se sintieran observadas.

GRIS comienza con uno de estos rostros. Lo hace desde el material promocional, esa nueva chica-estrella que viene uniéndose a las demás desde hace meses, con esas pecas, ese pelo turquesa y esos párpados amarillos que anunciaban desde el primer momento la estética a la que apelaban los de Nómada. El nombre de Conrad Roset siempre fue por delante, y a ello llegamos nada más comenzar la aventura. A pocos centímetros de la cara de la protagonista de GRIS, somos cómplices de ese momento en que abre los ojos sorprendida porque parece perder la voz, de cuando se agarra la garganta como intentando exprimirla.

En ese momento la chica se desploma, y su mundo se derrumba con ella. Todo se mueve y se agita, los centímetros pasan a ser metros, y las manos y las piernas se desdibujan. Desde una mayor distancia la figura se simplifica y deja paso a aquellos gestos característicos del arte de Roset: el pelo coloreado, los dos pómulos rojizos y la cara como centro de gravedad emocional. Todo fluye casi con artesanía, con ese ritmo propio de lo que se mueve a mano, pero entonces la chica cae, y mientras atraviesa las nubes en su descenso, la cámara va quedando cada vez más lejos.

Han transcurrido apenas un par de minutos cuando, tras el impacto y desde el suelo, la mirada de quien va a jugar está ya lo suficientemente apartada como para hacer hueco al juego. GRIS arranca con la firma de Roset, cumpliendo su promesa con una animación llena de carácter y potencia, pero tras esta secuencia inicial hay que recorrer todo un mundo hasta poder volver a ese rostro, a ese punto de encuentro, a ese arte hecho bandera.

Allá abajo, en ese desierto blanco en el que tomamos el control de la chica, todo se vuelve rápidamente una cuestión de proyección. GRIS pasa bruscamente de ser esa ilustración jugable a ser un juego ilustrado, uno con un despliegue tan marcado y un desarrollo tan rígido que le impide insertarse con un mínimo de contundencia en el género que lo vertebra. Esto es, de por sí, disonante, ya que un título que aparece con una voluntad tan contundente de establecerse como algo firmadamente destacado en su identidad visual no hace lo propio en la esfera mecánica. Y en el choque entre estas dos realidades la narrativa, como la voz de la chica, pierde potencia hasta que prácticamente no puede ser oída.

GRIS apuesta todo a la metáfora. Tan alejado como está de su protagonista, el camino al que recurre es el de intentar cargar ese mundo contra el que la proyecta de significado y abrirse a la interpretación como herramienta comunicativa. Desde esta noción, la labor artística —que, pese a que el marketing lo haya obviado, es un esfuerzo no solo de Roset, sino también de Ari Cervelló y Alba Filella— se vuelca en la búsqueda asociaciones con las que poblar los escenarios para que recorrerlos sea un acto de interpretación. En ello, no obstante, la obra se va perdiendo poco a poco hasta no saber muy bien qué quiere contar ni cómo lograr contarlo.

En el núcleo de GRIS parece haber una tensión insalvable que termina por aflorar en prácticamente todos sus rincones. Al apoyarse tanto en la particularidad estética de una mirada concreta —la de Roset— mientras, al mismo tiempo, tiene que aislarla para ser jugable, la fórmula que hila todo el juego no logra encontrar una base comunicativa sólida. El imaginario habitual del artista tiene que adaptarse y reconfigurarse en torno a este paradigma, adaptarse a ese alejamiento que no solo es enorme sino constante, pero no logra crear una estructura semiótica consistente. Hay colores que intentan articular, imágenes que aspiran a simbólicas y composiciones que quieren ser poesía, pero entre ellas GRIS se ve en la necesidad de recurrir a lo literal y directo de algo como una estatua que se tapa el rostro o una mano resquebrajada para sentir que está hablando de algo.

Así, los hitos de la senda de GRIS son, en realidad, lugares demasiado comunes. Está la lluvia que es llanto que es laguna, la oscuridad que es un desdoblamiento que persigue, el pájaro que vuela libre y el mundo que da la vuelta como vistiéndose de una nueva perspectiva. Todo es absolutamente directo cuando GRIS quiere narrar y por ello es inevitable que emerjan tanto una disonancia comunicativa como una jerarquización a su aspiración poética que llevan a que se banalice a sí mismo. Dicho de otra manera: entre parada y parada corremos, saltamos y observamos, buscando nuestro encaje personal en la experiencia, pero cuando la obra se detiene todo es demasiado directo. Y en esa confrontación se pierde la multitud de significados que derivarían de esa inserción personal en la historia.

Fuera de estas escenas, en esos momentos en que exploramos su mundo entre acontecimientos es cuando más se notan las limitaciones narrativas de GRIS. Pese a todo el empeño que tiene en sugerir, no puede evitar dirigir constantemente. Su desarrollo queda a medio camino entre una notable linealidad y la presencia de coleccionables y rutas secundarias que hacen que la navegación por su espacio se tiña constantemente de esa voluntad de no perderse nada. Cada vez que un camino se bifurca emerge una codificación entre pista principal y vía alternativa por la que llegar a un premio. Es como si la poesía tuviese que luchar constantemente con demasiados inputs jugables.

La propia sintaxis de su territorio sufre por todo esto. Muchas de las barreras que limitan el recorrido no dialogan con su apartado visual, hasta el punto de que descubría muchas de ellas cuando chocaba. No hay una gramática gráfica consistente: a veces los cambios de tonalidad en el color de un objeto o su posición respecto al plano jugable hacen de frontera, pero otras veces permiten el paso, y todo se intensifica por esa necesidad de rebuscar por todos lados si se pretende completar la obra.

Salvando todo esto, mientras jugaba y reflexionaba sobre el mundo de GRIS exploraba la posibilidad de que todo fuese una topología interior a la protagonista, como si su cuerpo real se hubiese expandido en este acto de autoexploración que lo hubiese transfigurado en un lugar recorrible. Su mundo compuesto de desiertos y bosques de pelo verde, sus pobladores frágiles hechos de cerámica y su invitación a caminar por las estrellas se mezclan para hablar de sentirse vulnerable y partido, de pérdida y ausencia, de encontrar la manera de recomponerse mientras se aprende a aceptar que las grietas resultantes no son sino las costuras de la vida. Es algo con lo que es fácil conectar, que tiene su valor pero que en su superficialidad es capaz de alojar cualquier historia, cualquier proyección personal. Todo el mundo se ha sentido roto, así que en esa rotura conectamos.

Frente a ello, como GRIS no lleva esta idea mucho más allá de su concepción y propuesta, no admite mucha más reflexión que la que cada uno traiga de casa. Este mismo año Celeste proponía algo muy similar —lo que ha valido un considerable reconocimiento mundial— y lo hacía también sirviéndose del puente metafórico: superarse es escalar una montaña. Y hacerlo cuesta. Hay que tirarle una y cien veces a la subida para ganarle metros al asunto, y así es como comenta su concepción como juego de plataformas, quedando encajado a la perfección dentro de su clase y subclase.

Si además se mira de cerca la metáfora central de GRIS, ese cuerpo petrificado y castigado como lugar del que emana su pretensión poética, su reiteración quita todavía más oxígeno a la interpretación. La imagen se repite tanto que poco a poco pierde contundencia. Hellblade ponía todo el peso de su clímax en este mismo tropo, pero como punto de llegada a un período de convivencia con las voces de una mente destrozada que desvirtuaba el espaciotiempo por el que se movía. El mundo de Senua era el territorio de una lucha que le castigaba un cuerpo que al final se presentaba absolutamente mutilado y abrasado, que a su vez se contraponía a la imagen final de su integridad recuperada como epílogo de una guerra que quizás la chica no ganó, pero que vivió para contarla.

Cuando la batalla de la joven de GRIS termina, en ese único instante en que volvemos a acercarnos a su rostro para ver qué siente y padece, para mí es inevitable ser preso de una distancia que el juego no ha me ha permitido salvar. No es como Inside, que dibuja un niño sin rasgos y lo aplasta contra una realidad que lo envuelve de manera hostil y cargada de significación, negándose a dar una conclusión directa y abriéndose a lo que cada uno lea . Aquí pude saber cómo reaccionaba la chica a la pérdida de la voz y qué cara puso cuando abrazó su dolor para poder recuperarla, me lo dijeron su gesto, sus ojos muy abiertos, su boca que buscaba desesperadamente un sonido, primero, y que luego, por fin, cantaba. Pero entre medias, mientras luchaba, jamás supe cómo le afectaba. Esta jamás pudo ser mi historia, no hay puntos de contacto entre los que articularme como presencia, entre los que ser la Y de la X de esta metáfora. Este es el cuento de ella, pero apenas me dejan leer un par de páginas.

El mismo día de su publicación, GRIS se convertía en trending topic sobre la frase de «el arte hecho videojuego». Quizá ese fue el obstáculo desde el principio, literal y figuradamente, porque lo que insinúa durante los breves minutos en que se comporta más como una versión interactiva del trabajo de Conrad Roset que como un juego, funciona. Y al mismo tiempo, la sensación de que la firma de un ilustrador se haya visto desde ciertos sectores como el marcador indiscutible de que el videojuego se abre, de repente, a la posibilidad de ser interdisciplinar, es algo que hay que tratar con mucho cuidado, aunque sea porque supone ignorar los mecanismos y herramientas propias de la narrativa, composición y estética de un medio que lleva mucho tiempo relacionándose, sin ir más lejos, con el mundo de la ilustración. Uno al que van y vienen artistas de toda disciplina y con suficiente historia como para recitar sus propias poesías.

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