Me gusta cómo le sienta a Míster Wolf el sombrero de cuervo. El hecho de que con él pueda planear unos segundos no me importa demasiado. Es una ventaja útil, pero secundaria en mi experiencia. Me gusta ese sombrero por lo que representa: un Míster Wolf que ya ha servido su venganza en bandeja, que ha ido, ha visto y ha vencido, y ahora respira la paz de saberse de vuelta.
Es un sombrero que consigues cuando has superado todos los niveles, como recompensa y también como recordatorio de que la historia de venganza que has recorrido ha sido poco más que una excusa argumental para poner todo esto en marcha. Que la muerte de tus enemigos no tiene más significado que el de dar juego y motivaciones, y que puedes volver una y otra vez a ellos. Vengarte de nuevo. Cuantas veces quieras. Y cada nueva venganza será la misma y a la vez será distinta —sin duda mejor que la anterior.
Cada nivel en Bloodroots te invita a subir a una pista en la que nunca has bailado y con una canción desconocida sonando, así que lo más que puedes hacer al principio es empezar a moverte lento, no dar demasiado la nota, aprender a fluir a través del espacio. La primera toma de contacto con este baile macabro siempre es un ensayo: toma esa hacha tan sugerente, acércate al primer enemigo, comprueba desde qué distancia y a qué velocidad puedes golpearle; otro se acerca por la derecha, lee sus movimientos, no dejes de moverte, agarra ese tronco y lánzaselo con todas tus fuerzas; ya solo queda uno, endíñale con esa…¿zanahoria?; demasiado tarde, en este baile no hay tiempo para las dudas y el enemigo no las ha tenido antes de acabar contigo. En todo caso, puedes volver a probarlo.
Aprender a dominarlos es todo un desafío. Habrá quien se mueva con soltura tras un par de intentos, pero habrá también a quien le cueste unos pocas más. Yo soy de los segundos. Ni ritmo, ni adaptación, ni costumbre: verme bailar debe ser una experiencia, y de ahí mi mala calificación al final de cada uno de los niveles. C, B, alguna A… pero ninguna S. Así fueron mis primeros compases en Bloodroots, un desastre en todos los aspectos medibles: nula variedad, pocas combinaciones, demasiada lentitud.
Y que es cierto que el proceso de aprendizaje es en sí mismo un juego en el que, paso a paso, descubres que eras capaz de hacerlo. Que la dificultad estaba en memorizar, practicar y mejorar la ejecución de cada movimiento, y aprender cuándo y dónde usarlos, y no en una predisposición previa (que facilitaría las cosas, pero no es imprescindible). Pero también es cierto que la motivación puede perderse antes de llegar a dominarlo, y que es fácil sentirse incapacitado, y acabar convenciéndose de que es mejor no bailar que bailar mal. Y no volver a la pista de baile.
Es algo que casi me sucede con Bloodroots. La novedad en los primeros niveles fue suficiente para mantenerme atento, probar nuevos objetos con los que golpear y moverme (mi favorito sin duda, es la escalera, casi tan efectiva para hacerla girar sobre tu cabeza y dejar K. O. hasta a tres enemigos como para usarla como trampolín hasta esa zona más elevada), aprender el mejor recorrido para superar cada nivel sin perder el contador de combo, diseñar una estrategia completa para acabar en el menor tiempo posible con la mayor cantidad de enemigos. Todo eso me resultaba muy atractivo en los primeros niveles, pero poco a poco los añadidos empiezan a pesar menos que lo rutinario de someterse una y otra vez al mismo proceso. Porque siguiendo con el paralelismo del baile, Bloodroots solo conoce un estilo de danza, aunque introduzca variaciones en cada nivel, tanto formal como contextualmente.
Además, tengo que admitir que soy ese tipo de jugador que, de forma inconsciente, tiende a sobrevalorar la importancia a la trama, sobreinterpretando los elementos narrativos incluso cuando está claro que éstos no son dominantes dentro de la obra. Y esto también ha influenciado en mi relación con Bloodroots. La historia que se plantea en las cinemáticas es más bien parca y hace muy poco por darte una motivación explícita para sembrar todo el caos que supone superar sus niveles. Y aun así le quise dar demasiada importancia.
El hecho de plantear los escenarios como un espacio habitado por un número fijo de enemigos —con unas posiciones preestablecidas, un rango de movimiento y un timing concretos—, al que llegas como una apisonadora ejecutando cadenas de golpes y evitando que alguien te golpee, dejando como resultado una estampa de cadáveres y sangre, por fuerza recuerda a aquellas salas de muerte que Hotline Miami te obligaba a recorrer después de haberlas generado. Pero allí el gesto era una forma de cuestionar tus actos, de hacerte explícita una miseria que tantas veces pasa desapercibida cuando jugamos. Y Bloodroots hace ciertos guiños hacia esa lectura. Cuando Mr. Boar, primera de las Bestias Sangrientas que cazamos, nos pregunta: «¿Qué motiva esa pequeña cabeza llena de pelos?, ¿qué mueve tu corazón?, ¿qué te impulsa?: la muerte y la destrucción parecen ser los medios y no el objetivo, ¿a qué objetivo te llevan?»; o cuando Miss Bison, la segunda de las Bestias, dice que «una Bestia conoce la verdadera libertad en el caos de la vida»; son momentos en que el juego parece abrir una puerta a un discurso que no está en la obra más que de manera anecdótica, y que —quizás por mis propias inclinaciones— me predispusieron a esperar una posición discursiva que nadie me habían prometido.
Esta falta de peso narrativo, junto a la frustración que puede generar la estructura del juego, me han hecho sentir como Bloodroots me daba la espalda en algunos momentos. Disfruté, sobre todo, las fases basadas en pequeñas variaciones jugables, y las batallas contras las Bestias Sangrientas, que suelen cambiar radicalmente la dinámica de los combates. En esos momentos en que la rigidez del baile dejaba paso a un espacio de improvisación me pareció que Bloodroots recuperaba la emoción que había perdido en sus niveles corrientes.
Pero si me gusta el sombrero de cuervo es porque simboliza el renacimiento silencioso de Mister Wolf. De hecho, acabé la primera vuelta tan hastiado que ni si quiera me di cuenta de que el sombrero estaba colgando junto al resto en su improvisado armario. Y al encontrarlo, más tarde, me ha parecido una forma tan explícita de recordarme que nada de esto terminaba en la primera vuelta, que me he sentido la obligación de regresar al baile. Esta segunda vez con un traje distinto, menos apretado, y un sombrero que me recuerda que ya he pasado por aquí, que sé cómo puedo moverme. Que ya puedo bailar sin miedo.
Y es cierto que Bloodroots es mucho más agradecido cuando te das cuenta que su mejor baza no tiene que ver con generar espacios de improvisación, y que lo limitado de las acciones que te permite ejecutar no es negativo per se, sino que el foco está puesto en el propio proceso de enseñanza y aprendizaje: el placer está en dominar cada uno de los pasos que este baile contempla, saber ejecutarlos a la perfección, conseguir que el ritmo sea tu única guía, y sentirte cómodo en la pista. Entonces sí surgen huecos para la apropiación. Y esa es la gran baza de Bloodroots y sus combates: cuando ya conocemos (y reconocemos) el espacio, surgen ciertos márgenes de experimentación que hasta entonces no se apreciaban.
Me queda, eso sí, el regusto amargo de una pista que solo se toma por la fuerza y en la que bailar con —y no sobre— el resto no se contempla. Pero a pesar de las similitudes jugables, Bloodroots no habla el mismo discurso autoconsciente que Hotline Miami, y tampoco reflexiona sobre las convenciones de un género como podía suceder con Superhot y su gestión del tiempo y el espacio. No tiene sentido perdirle metalecturas, ni narrativas ni más mecánicas que las que ofrece. En Bloodroots el placer del juego gira sobre sí mismo, y detrás del ritmo de sus golpes letales solo hay una canción violenta cuyo baile es crudo y frío como la venganza.