Hay una cosa fascinante del estado de las cosas actual de los videojuegos desde la perspectiva de su evolución como género cultural: la diversidad; de propuestas, de géneros, de presupuestos y hasta de identidades. Desde luego, la heroica irrupción del desarrollo independiente vino como agua de mayo para estimular la creatividad, hasta el punto de que su relato formal está influyendo en el de las grandes producciones. Esta fascinante realidad, sin embargo, a veces toma un cariz de agobio, de prisas, pues el ritmo de las publicaciones es más elevado de lo que tus manos son capaces de jugar y tus bolsillos pagar. Eso cuando directamente ni siquiera conoces que este o aquel juego estaba en desarrollo, sobre todo si, aparte de los videojuegos, te gusta hacer otras cosas y seguir su actualidad, como el cine, la música, la literatura o las series, y además tienes que trabajar y vivir tu vida fuera de tus aficiones.
Por suerte, he aprendido a valorar (y explotar) los contactos que uno va haciendo en la era digital, como el de mi compañera en Nivel Oculto Mariela González, cabeza a seguir donde las haya. Fue por ella que conocí de la existencia de A Musical Story (algo para lo que el calendario de este mismo sitio que estás leyendo se presta la mar de práctico, pero se me pasó), no hace ni un mes, al ver que compartía un recordatorio de Glee-Cheese Studio, desarrolladores del título, sobre el inminente lanzamiento. Y claro, excitando mi libido lúdica como lo hacen los juegos musicales, unido a una estética inmediatamente epigámica, solo pude marcarme a fuego la fecha de salida y prometerme que lo jugaría del tirón, aunque tuviera que hacer, como así ha sido, una pausa en mi periplo por las Tierras Intermedias. Lo de jugarlo del tirón, por cosas de la vida, al final no pudo ser, pero vaya por delante que es asequible y una muy buena decisión; de hecho, más allá de la obligada recomendación de jugarlo con auriculares, os lo propongo encarecidamente.
Hasta donde sé (y hasta donde he podido saber), A Musical Story es el primer trabajo del estudio francés Glee-Cheese Studio. Al menos en su web no se recoge ningún otro título, lo que no quiere decir que por separado o en otros estudios los miembros del equipo no hayan creado o participado en la creación de otros juegos. De hecho, me costaría creer que no lo hubieran hecho, por lo bien que luce su carta de presentación. Al menos en lo que se refiere a lo audiovisual… Porque A Musical Story, es cierto, presenta un conflicto entre observar y jugar. No es, en absoluto, un conflicto que merme hasta lo infumable su valía y su calidad, pero si lo más obvio que aparecerá en tu cabeza alcanzado cierto punto del progreso.
Por un lado, la imagen y el sonido de A Musical Story son espectaculares; un espectáculo que no descansa sobre la estimulación más basta (pornográfica, estoy tentado a escribir) sino sobre la suavidad, la belleza, el trazo casi impresionista que presenta el discurrir de la historia, acompañado por unas composiciones musicales que por simples no dejan de ser geniales. Es curioso que el estilo gráfico, visual, de los setenta tuviera ese recuerdo impresionista, sobre todo si nos fijamos en que entre el impresionismo y los setenta había transcurrido, año arriba año abajo, un siglo. Más allá de cábalas absurdas (pero siempre pintorescas) es estimulante la coincidencia en la mirada impresionista con la mirada de los setenta. En Cómo mirar un cuadro, Françoise Barbe-Gall, profesora de L’École du Louvre, decía lo siguiente a cuenta de Los nenúfares de Claude Monet:
Siempre ha querido pintar lo que se escapa. El aire, un rayo de sol sobre un vestido, las olas que rompen contra el acantilado, la nieve que empieza a derretirse… Al principio todo eso no inspiraba demasiada confianza. Las personas que buscaban en la pintura las certezas que les faltaban en la realidad no comprendían esa obstinación. No percibían en ella más que una desfachatez y un mal oficio, miserables bocetos que intentaban hacerse pasar por auténticos paisajes…
Esa percepción de la realidad como «pintar lo que se escapa» estaba también en la generación X, la que vino después del baby boom y antes de los millenials. Una juventud alienada a la que antecedían unos años sesenta marcados por el cambio cultural e ideológico, con el Mayo Francés y los jipis como cliché historiográfico; cliché que no anula su realidad histórica, no solo en Estados Unidos, sino en el resto del globo. La lucha por los derechos civiles, por los derechos de la mujer, por los derechos de identidades sexuales y de género, por los derechos de una juventud a la que la guerra mundial y los nazis ya les quedaban lejos; una juventud a la que el capitalismo y la sociedad de consumo, les espoleaban unas ganas tremendas de querer escapar. El cambio de mentalidad que nació en los sesenta se concretó en los setenta, que vería otras impresiones más que relevantes no solo en la cultura popular (el punk y el rap en la música a finales de la década, lo mismo que los videojuegos), sino también en la ciencia (por ejemplo, la consumación de la teoría del caos).
Toda el ansia por escapar de la juventud de la época se refleja en A Musical Story. Desde el comienzo, donde vemos a los protagonistas desempeñar trabajos que no les placen ni les congratulan, hasta su periplo On the Road, con un nada desangelado tributo a Jack Kerouac, para escapar de esa tibieza existencial y poner rumbo a Pinewood, un festival en el que esperan poder liberarse de todos los pesados tributos vitales con los que cargan. Y mediante, nos encontramos con imágenes parecidísimas a Los nenúfares de Monet, sobre todo cuando Glee-Cheese se recrea en la mirada a la naturaleza. Unas imágenes acompañadas de una música original que podría haber firmado el mismo Jimmy Hendrix; de hecho, no es nada sutil el parecido del protagonista principal con el icono del rock, que murió el mismo año de 1970. Las estructuras de psicodelia, incluso de un primitivo stoner, son el acompañamiento perfecto para unas imágenes que desfilan ante nosotros con la magia, la elegancia y la sencillez de un cisne que se mueve por un lago; o de un cisne que desea volar lejos de ese lago.
La estimulación audiovisual es sin duda el plato fuerte, fortísimo, de A Musical Story, y lo que nos hará olvidar los peros objetables a su diseño de juego.
Lo resaltan Marta Trivi y Caelyn Ellis, en sus críticas al juego, respectivamente, en Anait y Eurogamer, y es algo que se encuentra sin demasiado esfuerzo investigador en los primeros comentarios en redes sociales y foros. No es que el diseño de la única mecánica no sea apropiado, de hecho es bastante habitual en los juegos musicales de ritmo, de hecho, en este sentido, A Musical Story se parece más a Mad Maestro! que a la obra de Tetsuya Mizuguchi. La propuesta es simple. En el trazo de un círculo se van sucediendo los golpes de cada instrumento (guitarra, batería, órgano); primero se nos da una muestra, y luego debemos replicarlos, pero sin ninguna guía o ayuda, solo con la intuición (aquí recuerda poderosamente a Mad Maestro!) del ritmo. En los primeros compases del juego se hace con relativa sencillez, el problema llega con los picos de dificultad, donde hacerlo a la primera es un reto comparable a un no hit en un soulslike. Si erramos demasiadas veces seguidas, sí aparecerá una guía, un punto que se mueve por la línea del círculo y al que podemos seguir con la mirada para saber el momento justo en el que tocar, a veces mostrando el recorrido completo y otras solo un poco; y en los momentos más difíciles, con esa ayuda, será como consigamos superar cada pico de dificultad.
Es cierto que hay una asimetría en el diseño de la mecánica: con la guía resulta tremendamente fácil, y sin ella, a veces, demasiado difícil. Pero con todo el desánimo que esta deficiencia es capaz de causar, no creo que haga el juego menos disfrutable, al fin y al cabo, no te quedarás atascado durante más de un minuto, tres a lo sumo. Y, además, te vas a quedar con ganas de volver a jugarlo, aunque sea a través de los capítulos y no de una tacada. No hay que olvidar que se trata de un juego, que debe ofrecer algún aspecto de rejugabilidad, más si se trata de un título corto, como este, que se puede completar sin problemas en tres horas. Son aspectos más orientados a la satisfacción de compra, pero necesarios. Y la verdad que se agradece haberlo terminado y que te sigan quedando ganas de hacer todos los niveles perfectos, sobre todo si se te va a dar alguna recompensa. El verdadero problema no está tanto en la mecánica, sino en la calibración de la dificultad y en la resolución de los conflictos para progresar. Glee-Cheese ha optado por una solución fácil, manida: disparar la dificultad en ciertos momentos, que coinciden con un mayor dramatismo de la historia, y esos momentos, al menos durante la primera partida, interrumpen una experiencia fantástica, especialmente por el estridente sonido de un rasgado de guitarra a destiempo que atormenta nuestros oídos al fallar.
Pero, salvo eso —que ya digo que no debería suponer mayor tragedia que repetir una, dos o cuatro veces hasta que salga, con una mínima inversión de tiempo, el itinerario de ritmo— no veo razón para no decir que A Musical Story es un título que merece la pena disfrutar. ¿Habría sido mejor la experiencia utilizando la guía todo el tiempo? Probablemente no. Quizás, al final, lo único que se le puede achacar al título es que no incluya una selección de modo de dificultad, pues tal vez así hubiera contentado a todo el público. Aunque esto, para mí, no deja de ser peccata minuta para un título que posee un atractivo innegable.