Ember es una llama azul que despierta en mitad de un bosque de ruinas desconocido. Nuestro viaje es el suyo: un viaje a través del mundo al que van a parar las almas perdidas cuando su luz comienza a desvanecerse. Un recorrido de huida hacia delante, de búsqueda y persecución, de escapar adentrándose. En ese lugar desconocido, pronto se nos encomienda la misión de ayudar a las almas en pena, aquellas que han perdido su ascua y se han dormido en esta tierra de paso, despertándolas de su letargo y devolviéndolas al calor de la hoguera.
Todo este discurso pretendidamente poético con el que se presenta The Last Campfire, acerca de las almas que se pierden, las ascuas que se apartan de la hoguera y la luz que se enfrenta a la oscuridad, se aterriza desde muy temprano en una historia concreta. Lo alegórico pretende filtrarse entre las gritas en el camino de Ember y su avance por el mundo, los conflictos que encuentra, los personajes que conoce, los fracasos que sufre y lo triunfos que alcanza. Todo esto, además, se traduce en una estética jugable que combina exploración del mundo y retos en forma de puzle. Lo alegórico como una sucesión de desafíos y conversaciones.
Se trata de explorar un mundo estructurado en grandes zonas que determinan nuestro avance y que están construidas alrededor de una hoguera central. En ella habita un guardián capaz de abrirnos la puerta hasta la siguiente zona, para lo que necesita que avivemos la llama buscando y trayendo de vuelta algunas de las almas perdidas. Nuestro camino, dice, servirá de guía para que otras almas no se pierdan en el futuro. Cada zona constituye, por tanto, un espacio de búsqueda en sí mismo, y se construye con la idea de libertad de exploración en mente. Podemos tomar el recorrido que queramos, siempre que descubramos dónde se han dormido las almas y las despertemos. Es una libertad que se agradece —una libertad, como siempre, dirigida; en este caso por pequeños puzles ambientales, atajos que descubrir, puertas que abrir— en un juego que quiere hablarnos de algo tan poco definido como es el camino que tomamos y la forma en que lo recorremos. Ember se ha perdido, pero es libre de reencontrarse en su propia búsqueda.
El problema es que la búsqueda de esas almas convertidas en piedra se traduce en una mera sucesión de desafíos. Puzles en los que debemos liberar la llama interior de las almas para que éstas recuperen la luz. En ellos, por desgracia, no hay nada de poético: son demasiado tradicionales en forma y fondo, una acumulación de ideas y elementos que se van conjugando, apareciendo y desapareciendo, sin tejer un discurso u aportar nada más que la sensación de reto ligero. En ningún momento consiguen encajarse en el marco alegórico del camino recorrido, sino que pueblan esa intención inicial de mecánicas y sistemas, cuya libertad de acción está encorsetada, en la mayoría de las ocasiones, en un proceder rígido que hay que averiguar punto por punto. Nada hay en ellos de libertad, de búsqueda o de descubrimiento.
En paralelo a este avance por el mundo, la historia de The Last Campfire también entorpece la tendencia hacia lo simbólico que parecía transmitir en sus primeros compases. Estos retos en forma de puzles, que ya de por sí marcan el devenir de nuestra aventura, se amenizan con la aparición de personajes secundarios que, aunque en muchos casos resultan interesantes por sí mismos, vuelven a pecar de traducirse a lo jugable como meras misiones secundarias mal disfrazadas de actos desinteresados. Así el cocinero que anhelaba conseguir el plato perfecto y, de tanto intentarlo, vio como su alma se apagaba, se convierte en un encargo: busca tal ingrediente y tráelo de vuelta para despertarlo. Así, también, el robot-constructor que perdió su ojo y se durmió en la cueva: busca y trae de vuelta su ojo para reanimarlo. A cambio, ellos te ayudarán a avanzar un paso más en tu camino.
Porque a pesar de su discurso, en The Last Campfire nada sucede de forma desinteresada: despertamos a las almas para poder avanzar, ayudamos a otros personajes a cambio de algo, actuamos siempre en pos del interés propio, de acercarnos un poco más hacia nuestro objetivo, de recorrer nuestro camino hacia los títulos de crédito. De algún modo, la historia de Ember se resume en la tensión del qué y el cómo. El discurso frente al gameplay, la historia frente a las mecánicas, lo poético al margen de lo jugable. Y su diseño no solo es incapaz de ser lo que dice querer ser, sino que además se mueve radicalmente en contra, empuja en la dirección opuesta.
Esta tensión se materializa de forma radical en el tramo final del juego, en el que, lo que a todas luces debería ser un clímax jugable, se convierte en un anticlímax en el que se arrebata el control a les jugadores en favor de una larga cinemática. The Last Campfire parece asumir lo contradictorio de su propuesta: su discurso de búsqueda no es capaz de construirse en la práctica. Lo que queda es una intención poética y alegórica enterrada bajo el peso de una propuesta cuadriculada y demasiado tradicional.
La brecha entre lo que se dice y lo que se hace se mezcla, además, con una intención de aterrizar el discurso —que quiere recordar, desde el diseño visual de las almas, a Journey— en una historia concreta, con sus conflictos, sus altibajos, sus giros de guión y sus personajes principales y secundarios. Y no se consigue, puesto que la historia de Ember y el resto de personajes no hace sino que encauzar las posibles lecturas abiertas hacia una concreta, demasiado guionizada para incitar interpretaciones libres a los ojos de quienes la juegan.
The Last Campfire parce un intento de Hello Games por recuperar la libertad creativa que, desproporcionadas campañas de marketing mediante, perdieron con la publicación de No Man’s Sky. Frente a los tratos con Sony, los años de desarrollo y la implicación de todo el equipo que supuso su anterior juego, este llega sin exclusividades, con un ciclo de producción mucho menor y con un equipo cuyo núcleo se ha reducido a solo tres creadores: Steven Burgess, James Chilcott, Chris Symonds. Es una reacción lógica tras el desafío que ha supuesto contentar al gran público al que se dirigió No Man’s Sky, que se ha llevado años de actualizaciones y publicación de nuevo contenido casi de forma constante. Recuperar la frescura y la intimidad de los desarrollos más pequeños.
Y es una decisión que se aprecia, aunque solo sea como primer paso en el camino: despertarse en mitad de un bosque después de un tiempo dormido, emprender la búsqueda de una llama que reavive la esencia, y en el proceso aprender de tus viejos errores, cometer nuevos, seguir avanzando. Aunque nunca se termine de llegar al lugar que se buscaba.