Análisis: Spiritfarer

Análisis: Spiritfarer 4
Análisis: Spiritfarer 1
Fecha de lanzamiento
18 agosto, 2020
ESTUDIO
Thunder Lotus Games
EDITOR
Thunder Lotus Games
PLATAFORMAS
Windows, Mac OS X, Linux, Nintendo Switch, PlayStation 4, Xbox One

Cuando despiertas en Spiritfarer, un viejo Caronte a punto de jubilarse se despide entre advertencias. Apenas quedan unos minutos para que le llegue su turno de cruzar la última puerta, de dejar atrás este mundo a medio camino entre la vida y la muerte para poder, por fin, descansar. Pero en su adiós hay algo que tiene un tono casi burocrático. Estás a punto de heredar una «una responsabilidad», una tarea «complicada», la gran carga de recoger, guiar y asistir a las almas descarriadas para dirigirlas hacia sus últimos alientos. En su monólogo, Caronte salta constantemente entre la insinuación poética y la necesidad de introducirte desde el primer minuto al engranaje sobre el que va a sostenerla. Es un estallido mundoficcional, una propuesta estética rematada en la música, el sonido ambiente, la animación detalladísima, pero también el chispazo que va a encender toda una maquinaria inmensa, ambiciosa, exigente y dilatada. Eres la nueva guía de las almas y todo comienza donde todo termina, en ese arco circular en el que «la existencia llega a su umbral», el lugar en el que «se completan todas las misiones» («ninguna tarea es más importante que esta: no lo olvides nunca»). Luego te entrega la “luz eterna”, que es tanto el símbolo del lugar que ocuparás en el mundo (en el juego) como la herramienta multifunción con la que podrás llevar a cabo todo tipo de labores. El destello en tu mano, la última esperanza de las que están perdidas, «puede resultar muy pesada y fastidiosa», y seguro que te abruma al inicio, pero «te irás acostumbrando». Ya solo te queda el barco, pero ese tienes que procurártelo tú. Por ahí puedes empezar tu primer día de trabajo.

A partir de aquí, y mientras cumples con ese cometido inicial, la introducción sigue progresando a través de su vertiente funcional: aprende los botones para moverte, saltar y subirte a tejados; asimila las mecánicas de navegar, manipular la infraestructura de la nave y a cultivar un huerto; encájate en la dinámica de interactuar con tus pasajeras, identificar sus necesidades y cumplir con sus peticiones. Spiritfarer, «un juego de gestión sobre la muerte», es un compendio de sistemas, una superposición inmensa de propuestas, una construcción espacial llena de recovecos, retos y cosas que hacer. Una amalgama que precisa una curva de entrada suave para que no te abrumes, tal y como advertía Caronte, pero no tanto por el peso simbólico de quién eres, quién depende de ti o cómo te relacionas con esa gente que te rodea, sino por la visión de un panel de mandos lleno de botones, palancas y resortes. Hasta que la imagen general de cómo se juega a Spiritfarer no queda perfectamente dibujada la obra no arranca, a medias entre ser una necesidad autoimpuesta y una dependencia en estructuras de juego muy tradicionales sobre las que intentar derivar en nuevas significaciones. Están el ferry, los materiales, la fabricación, la edificación, la exploración, el desbloqueo de habilidades, las misiones, la manipulación de las emociones, la adquisición de mejoras, la gestión de la economía. Y luego están las vidas de los demás, a parte, al lado, en paralelo. Hasta el punto en que más que un juego sobre la muerte de los otros, Spiritfarer se siente a menudo como un juego en el que tú haces tus cosas, y mientras los otros se están muriendo.

Enfrentar esta separación (manifiesta) entre lo que la obra quiere contar y la manera en que se juega requiere llevar la discusión a la manera en que esas dos caras de Spiritfarer se conectan entre sí, cuánto espacio se dan para crecer y qué lugar ocupan en el conjunto estético del juego. Enfrentadas por separado, la calidad de ambas esferas es notable: como juego de gestión y manipulación de recursos Spiritfarer es progresivamente complejo, denso, lleno de opciones, sinergias y posibilidades; como narración espectral sobre la idea cultural de la muerte, su enfrentamiento y lo que sea que haya más allá es una obra sensible, diversa, a veces algo atrapada en clichés y lugares comunes, pero que sabe mezclar con habilidad sus ingredientes para crear momentos con cierta vibración poética. Como conjunto, no obstante, lo que se va haciendo cada vez más evidente a medida que vas sumando horas y horas de recorrido es la manera marcadamente jerarquizada en que Spiritfarer opera, que el tiempo para la reflexión, la comunicación y la creación de sentido está supeditado a lo mecánico y a lo productivo. No hay ni un solo elemento en el juego liberado de su papel en el gran ciclo de retroalimentación que vertebra el título, lo que hace que a la larga cualquier tipo de interdependencia entre personajes, temas e ideas sea, en realidad, de carácter eminentemente material. Estamos aquí para enfrentar juntas la muerte, pero en la práctica todo gira en torno a cómo podemos servirnos las unas a las otras en el tiempo suspendido que nos separa de ese momento final en el que vamos a la Puerta Eterna para despedirnos de cada compañera. Y para terminar sus misiones.

Cada pasajera de tu ferry carga con una historia personal, un pasado más o menos turbulento en torno al cual se ha conformado tanto una manera de afrontar esta prórroga del fin, como una recapitulación con la que hallar un sentido a su vida pasada. Tienen un relato, unas ideas, una filosofía: hay quien se lo toma con pragmatismo, quien se cubre de nostalgia, quien está cubierto de puro miedo porque se fue demasiado pronto, demasiado sin saber cómo funciona el mundo. Del otro lado, y como contrapunto, todos los personajes están ligados a una serie de elementos fijos que hacen las veces de plantilla al desarrollo de sus existencias. Siempre pasa igual: te piden que construyas un taller concreto y que aprendas a usarlo, que les diseñes una casa, que se la decores, que les hagas algún favor, y, al final, que atestigües que se van y que les recuerdes cuando se hayan ido. A cambio, cada nueva incorporación desbloquea un nuevo evento que da acceso a algún tipo de material nuevo, con el que poder ir avanzando en los árboles de mejoras del barco. Esa es la rueda que hace avanzar todo Spiritfarer, hasta el punto en que incluso esos adioses entre abrazos que nos damos en la frontera con el más allá devuelve objetos necesarios para pagar reformas, que a su vez hacen falta para abrir nuevas regiones del mapa, donde encontrar nuevos pasajeros, recursos y planos. Y así una y otra y otra vez, hasta que todo el mundo se haya ido, no quede nada que construir y se hayan agotado las leguas de viaje. Hasta que hayamos peinado cada isla del mar de los muertos.

Así, el tono optimistamente elegiaco (entre una celebración de la vida y una asunción de la muerte) al que apunta Spiritfarer se va diluyendo en la acumulación de espaciotiempos, en la manera en que la geografía, los días y las personas existen, primero, como puntos de paso al siguiente nivel de complejidad manipulativa, y luego como todo lo demás. Y esto es así no solo por lo que puedes hacer con cada una de ellas, sino por todas esas cosas que no puedes hacer. Alguien te pide que le des un hogar temporal, que lo decores con plantas, un sofá y una televisión, pero no puedes ir a visitarla para estar allí con ella, para compartir un momento de tranquilidad en ese sillón, delante de esa pantalla, bajo ese techo. Es solo un ejemplo, pero la cuestión primordial es que las herramientas que Spiritfarer te da para construir sentido son, en el fondo, muy limitadas, tanto por su comunicación absolutamente unilateral como la tendencia que emerge de manera natural a aprovechar cualquier tiempo libre entre eventos: regar, cocinar, cortar leña, machacar piedra, fundir cristales… Entre una isla y otra hay que dejarlo todo listo para que la maquinaria siga en marcha a ralentí, a riesgo de que, si decides pararte y simplemente estar y suspender la inercia superimpuesta, todo se eternice, se estanque, se acumule en el fondo de una lista de tareas que nunca deja de crecer. Una parada que, de realizarse, tampoco encontraría lugares a los que agarrarse para proyectar una cotidianidad conjunta, porque si te acercas a alguna pasajera tus opciones están limitadas a darles comida, un abrazo o un oído para lo que sea que tienen que contarte, si es que les toca. Si no tienen hambre, si hace poco que ya les abrazaste o si todavía no se ha abierto el siguiente pedacito de su relato no hay nada que hacer: tu lado de la conversación no existe, tu posible necesidad de ser abrazada se ignora, y aquí solo comemos si tenemos hambre. Da igual que sea una lubina al horno que un puñado de caramelos. Un café no es un lugar de encuentro, un tiempo compartido, sino algo que sacia el apetito. Que da puntos de felicidad.

La pregunta por el valor expresivo del enorme abanico de acciones posibles en Spiritfarer creo que es, entonces, inevitable. No es solo que el estado emocional de cada personaje figure en un cuadro que registra qué cosas le están afectando positiva y negativamente, y en qué punto de la cadena de tristezas y alegrías posibles se encuentran, sino que en la manera en que las dinámicas jugables te empujan a construir rutinas, dar de comer y abrazar a las demás acaba siendo poco más que un punto más de una lista interminable de tareas. Las plantas regadas, los metales fundidos, la gente alegrada. Docenas de recetas para cocinar, de rincones que poder compartir, de eventos cósmicos increíbles como una lluvia de relámpagos, de medusas o de meteoritos, pero ni uno solo de ellos compartibles allá de la mera coincidencia física en el barco. Lo cotidiano, lo costumbrista, lo litúrgico, todo ello está inmovilizado en un utilitarismo que antes habría llamado muy de videojuego, pero que a estas alturas me resulta ineludible comparar con obras que orbitan los mismos núcleos que Spiritfarer habiendo visto en la conversación, en la coexistencia, en la cosmicidad compartida y la poética hipertextual mecanismos alternativos de una gran expresividad y poética. Mutazione, Kentucky Route Zero, Samorost 3 son los tres primeros ejemplos que me vienen a la cabeza, en los que jugar es pasear con los demás, visitar sus parcelas de existencia y explorar sus mundos en compañía. En Spiritfarer esas parcelas se parecen más a las que construimos para plantar semillas y tubérculos (para conseguir ingredientes y materiales) que a regiones cósmicas personales desde y con las que comunicarnos. Y cuando lo son, brevemente, es porque el resto de componentes se hace a un lado a un momento y deja que lo que el juego coja aire. Aunque sea para poder seguir corriendo hacia adelante.

Esa duda por lo expresivo es la que termina de marcar esta remediación del mito de Caronte hecha demasiado videojuego. A este lado de la eternidad hay un juego de exploración con toques de metroidvania en el que tenemos que comprar nuevas mejoras con los óbolos que nos pagan los muertos para cruzar este Aqueronte tan ensanchado que se vuelve todo un océano; las flores espirituales que dejan atrás quienes trascienden pueden canjearse por un rompenieves, un romperrocas o un rompenieblas para el barco. El más allá es un juego de plataformas por el que tienes que ascender a saltos mientras te muestran escenas de tu propio pasado, en cuya cumbre espera un Hades que tiene forma de lechuza etérea, inmensa, exquisitamente animada, que habla en acertijos hasta que toque encarar el fin del juego. Entre medias lo que hay es un inventario virtualmente infinito de frutas, verduras, metales, maderas, tejidos, relámpagos, ectoplasmas, fuegos de luciérnaga. Y aquí debo regresar para insistir a aquella división que parte en dos este Spiritfarer, porque quien busque un juego de gestión tendrá horas y horas de una obra notable, larguísima, compleja, muy disfrutable desde esa mirada. Quien busque poética encontrará conatos, pequeños momentos de intensidad casi como premios por todo lo demás. La duda está en torno a la interrelación, a la manera de construir puentes entre ambas orillas, a cuánto estás dispuesto a trabajar en lo primero para llegar a lo segundo. Si acaso treinta horas de labores forzadas mientras decimos que tenemos que irnos son demasiado obstáculo para esos minutos en que nos vamos.

Encajadas en este planteamiento, en esa búsqueda por la composición del esqueleto de Spiritfarer, soy consciente de que hay un peligro obvio en criticar más lo que el juego no es que lo contrario. La mezcla de la predisposición apriorística y de los encajes personales durante la experiencia propia de juego es, al final, el elemento más determinante. Spiritfarer puede ser una resignificación de unas fórmulas de juego tradicionales (suelo decir fosilizadas) y relativamente estancadas, una manera de darle un nuevo sentido, dirección e impacto a lo que hacemos dentro de la obra a través de los porqués y los paraquienes. Spiritfarer puede ser una voluntad poética enterrada en mecanismos obsoletos de construcción y estructuración videolúdica. Si recorro todos los caminos de sus ramificaciones solo encuentro premios, continuaciones, movimientos perpetuos e interminables encajados en lo laboral: cada elemento es solo el eco de aquello en lo que puede convertirse a través de la manipulación, la mezcla, el intercambio. Pero cuando Spiritfarer habla de sí misma va con las palabras “juego de gestión” por delante, con la muerte como acompañante, así que desde esa óptica creo justo valorar sus esfuerzos por conjugar lo emotivo y lo expresivo tras cada mandado. Aunque lo haga desde esa lógica industrializada que lo tilda todo de premio y de misión a completar. A pesar de que por ello exija una cantidad de tiempo casi inabarcable y contradictoria.

Quizá la respuesta definitva a todo este enredo tenga mucho de personal, pero en su fondo laten cuestiones tan básicas como la pura accesibilidad a un juego cuya premisa es una de esas que siento que necesitamos. Sobre el papel, Spiritfarer es una obra importante: un juego sobre ayudar a los demás a morirse es algo que suena absolutamente contemporáneo, fresco, un paso firme hacia el asentamiento de nuevos qué, cómo y porqué jugamos, pero que depende demasiado de mecanismos y concepciones del juego considerablemente arcaicas. Una obra que aglutina tantas ideas y abarca tanto territorio que termina por ser, a la vez, tan vanguardista como tradicional en la manera en que concibe el concepto de responsabilidad como sustancia ludonarrativa y como terreno construible. Esa es su primordial contradicción, la que lo marca durante todas y cada una de sus horas, de sus leguas, de sus barreras: responsabilizarnos de los otros no tiene por qué ser (solo) darles de comer, abrazarlos cuando tienen mala cara o procurarles un techo, sino (también) un encuentro, un silencio, una interdependencia emocional que nos incruste como existentes en pleno crecimiento, vulnerables, intérpretes las unas de las otras y con tanta capacidad de afectar como de ser afectadas. En Spiritfarer a veces eres compañera, pero durante la mayor parte del tiempo existes solo como una gestora: la misma Caronte de siempre, pero con un barco más grande, más tareas y más necesidades. Un espacio inmenso, un tiempo infinito, una velocidad de crucero. Entre medias, un puñado de gente que depende de ti para no pasar hambre, para dormir bien, para no deprimirse. Y, cuando toque, para que las lleves a terminar de morirse.

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