La saga Wolfenstein, al menos en sus últimas entregas, es una producción que entre tanto disparo y masacre de nazis ha sido capaz de dejar espacio a la tristeza, al silencio, a la reflexión melancólica que te deja impotente anclado al asiento pensando «¿y ahora qué…?». En este pequeño espacio, precioso contrapunto en la orgía de sangre, creo que es donde surge uno de los mejores finales de videojuego que he tenido la suerte de experimentar, como es el de Wolfenstein: The Old Blood (MachineGames, 2015). En realidad es un final que no destaca, no es artificioso, no llama a la epicidad, porque además se sitúa en una precuela, y será en las siguientes entregas cronológicas donde la aventura tendrá su pico visual. Por esto hace que como final sea más especial que en otros títulos. No es porque unos pocos hayamos alcanzado el enlace genial que da sentido a todo, sino porque, precisamente, no quiere destacar, no pretende ser más de lo que es. Es un final porque la historia deja de ser contada, pero es un no-final porque nada termina nunca, y como decía Santayana, sólo los muertos conocen el final de la guerra. Es ahí donde se desvela lo trágico de la vida de Blazkowicz y de todos sus actos, y se cuestiona la necesidad de todo lo que está pasando. La conmoción surge no de que en el imaginario del juego y en la mente de Blazkowicz otro pasado hubiera sido posible y por ende otro futuro, sino que, en el estado de cosas presente, cómo asegurar que todo lo que ocurre no ocurre bajo una necesidad desconocida. Eso es lo que te deja sin armas, y eso es lo que agota y conmociona al protagonista.
La premisa de The Old Blood es sencilla: es la preparación de los eventos del inicio de The New Order (MachineGames, 2014), el primero de la nueva saga de Wolfenstein. Los protagonistas necesitan información para asaltar el centro de operaciones del Dr. Calavera, y para ello tienen que infiltrarse en territorio nazi. El ambiente se torna más opresivo. De la tecnología hipertrofiada y el brutalismo del futuro pasamos a una miseria gótica, un reflejo de la personalidad ocultista de la antagonista del juego, la arqueóloga de las SS Helga. El asunto sale bien, y al final del juego consiguen lo que necesitan para el asalto final que debería terminar la guerra con los nazis. Pero esta victoria sólo se siente como arrancarle unos minutos a la muerte, como una última esperanza, ni siquiera al borde del precipicio, sino ya en él, con la mano a punto de aferrarse a un saliente. Desde la derrota de Helga y su monstruo, toda la escena final está empapada de derrota, de haber ganado, sí, pero esta vez. La victoria en una carpeta. Todo por una carpeta. Es todo lo que había que hacer. Esto es lo que queda, y no queda otra. Eso es incluso lo que denotan las palabras finales de Fergus ya en los camiones dispuestos para la próxima —y definitiva— misión: «Esta es nuestra última oportunidad de derribar al imperio nazi. Es el momento de hacerlo, ¿eh? El mundo cuenta con nosotros y todo eso. ¡Sin presiones!». La victoria se siente como una conjuración temporal del fracaso, como aplazamiento de lo peor.
No hay otra cosa que queramos sino la paz. Una paz que conculque las leyes del tiempo, de la corrupción. La paz en vida, el descanso, el dejar de luchar constantemente contra los elementos como si todo estuviera en nuestra contra. Pero la paz nunca llega. La paz es un instante, inesperado, prácticamente indisfrutable, porque allí siempre está esperando, afuera, la guerra.
Eso dice Blazkowicz: «Tengo un sueño. Algo importante. Se va cuando me despierto. Supongo que no hay tiempo para sueños». A él sólo le quedan los sueños como lugar de reposo, de descanso. La vigilia para él es continuo combate, porque incluso el momento de inactividad obligatoria que requieren los trayectos, las preparaciones, las noches, la presión del espectro de la lucha, del demonio nazi que todo lo puebla, como una pesadilla informe que se mezcla con la atmósfera, sigue ahí. El triunfo que supone encontrar la ubicación del complejo de Calavera sabe a aperitivo amargo de una comida envenenada. Pero es un triunfo, porque se genera la oportunidad de la paz. Representan como buenos actores el eterno conflicto dualista, para el cual son meros peones, y donde al final la luz —la paz, la unidad— gana, frente a la oscuridad, la guerra, el caos. Pero no esta vez. Se dirigen a la boca del lobo, nerviosos, taciturnos, en los camiones, esperanzados, pero no es esta la lucha que traerá la paz.
Esto crea en quien observa un fuerte desconcierto, porque lo que ha visto hasta ahora, más allá de las palabras y del ambiente, es a un hombre que prácticamente en solitario ha acabado con un montón de nazis, seres preternaturales impregnados de magia arcana, e incluso un monstruo enorme, un Grendel renacido que está por encima del peor terror imaginado por cualquiera. Un hombre prácticamente solo. Y este hombre, además, sale a su encuentro final con el mal acompañado de un ejército, de aviones y aviones repletos de soldados. Es la imagen de la futura victoria, pero algo indica que no va a ser así —nosotros lo sabemos, pero ellos no lo saben—. Ahí es donde se articula lo trágico, en el mecanismo que configura la impotencia ante los hechos, que se articula en dos niveles, el clásico y el moderno, lo mítico y sus fuerzas y lo humano y sus contradicciones.
Algo intuye Blazkowicz. Éste es la imagen del mundo, con sus excesos, con su chulería y su virtud arrogante de amo del mundo que se enfrenta al otro exceso del mundo. El sueño de la razón produce monstruos, y los nazis son esos monstruos. Pero su existencia no sería posible sin la perezosa ensoñación del progreso del Occidente civilizado. Y mientras esa ensoñación continúe, seguirá habiendo monstruos. Blazkowicz lo sabe: «El monstruo nunca muere, por muchas veces que lo mate. Sólo muda la piel y cambia de forma». Esa es la condena por su exceso. La hybris de las tragedias griegas: quien reta a los dioses —que no son otra cosa que la totalidad de lo existente—, quien trata de ser más, es castigado. Blazkowicz toma la pose de titán y acepta cual Prometeo todos los males de la humanidad sobre sí para purgarlos: «Siento el peso del mundo que me aplasta. Trato de cargar con él de todos modos. Una última vez. Después podré descansar». Pero nunca termina de llegar la paz, y Blazkowicz descansa, pero sólo para tener que volver a empezar de nuevo en el ciclo de culpa y redención del mundo.
La esperanza viene dada por aquellos que la han perdido, que decía Benjamin, y Blazkowicz ha perdido toda esperanza. La victoria son esos quince centímetros más de tierra que el soldado cava en la trinchera cuando ve venir los tanques: aplazamiento (ilusión de). Blazkowicz quiere cavar esos centímetros, luchar lo que tenga que venir, y terminar. A Áyax sólo le queda el suicidio; a Edipo arrancarse los ojos. El sacrificio. Pero Blazkowicz es más como Antígona: enfrenta conscientemente la legalidad mítica, para —intentar— acabar con el eterno retorno de lo mismo, para romper la rueda del tiempo. Porque él no es un héroe de los mitos griegos, en realidad; él es un héroe de los mitos de la Modernidad. Tras el fracaso es cuando empieza la verdadera historia de Blazkowicz. La derrota es la que marca la redención y la posibilidad de otra forma de historia. Es cuando se agota la tragedia de los antiguos y empieza la de los modernos.
El partisano: el fracaso como victoria
Una presencia inadvertida es la música. A no ser que el jugador permanezca durante los créditos del juego, no se dará cuenta de qué está sonando, y, aun así, la referencia está mediada por la versión. Lo que suena al principio, una vez conseguida la victoria, son unos violines en modo menor (modo triste, melancólico, saturnino) que acompañan las palabras de Blazkowicz. El efecto es burdo, tópico, pero efectivo. Lo que habla a través de la palabra de Blazkowicz no es sólo el cansancio o el hartazgo, es algo más. Se escucha sacrificio, con la nota romántica de que al final habrá unidad y paz en el descanso, como un Hiperión que lucha porque está en su ideal, pero no en la voluntad de sus actos. Lucha porque debe, no porque quiera. La música y las palabras apuntan a la virtud del esfuerzo por la necesidad impuesta por las condiciones. Blazkowicz nunca ha querido luchar, pero ha tenido que hacerlo (lo cual, además, nos trae recuerdos de su infancia). Ahí está la heroicidad trágica de Blazcowicz, pero que ya sobrepasa el mero sacrificio por la soberbia universal y entra en su vida íntima. Del cielo sobre nuestras cabezas a la ley moral en nuestros corazones. Esos violines son un fragmento de la canción completa que empieza a sonar una vez nuestra mirada ha sobrepasado a los aviones que vuelan hacia un destino fatal al encuentro de Calavera, y que señalan a un algo más después del horizonte.
La canción que suena es la versión de Mick Gordon, compositor y diseñador de sonido de videojuegos, de «The Partisan», original de Leonard Cohen. La canción es un homenaje a todas las personas que lucharon en la Resistencia francesa contra los nazis, pero también en un canto a toda lucha contra el fascismo y la opresión —no en vano, el maquis lo formaban principalmente el Partido comunista y afines, en Francia como en el resto de Europa—. «Cuando cruzaron la frontera / estuve persuadido de rendirme. / No lo pude hacer, / cogí mi arma y me desvanecí». Podría parecer un canto chovinista frente a la invasión extranjera, pero no habla sólo de eso. Habla de la «resistencia» como acto político frente al dominio tiránico. En el caso de la ocupación armada, es dejar las comodidades y echarse al monte sin saber cómo se sobrevivirá ni si mañana seguirás vivo. Los nazis no tenían como objetivo reprimir a los franceses: eran de su casta (a no ser que tuvieran alguna tara). Incluso Blazkowicz, a pesar de su apellido polaco, entra dentro de los cánones arios. Pudo no hacer nada y plegarse a la voluntad de sus nuevos amos, incluso medrar en sus filas. Pero es algo que, simplemente, no pudo hacer.
Esto, la situación con respecto a la canción y la música, es algo que ya apela directamente a la relación entre el usuario y Blazkowicz. En todo ese entramado de conocimiento es donde radica la tragedia moderna. En The Old Blood, Blazkowicz todavía no es un partisano, todavía no integra la resistencia dentro del triunfante imperio nazi, pero ya lo prefigura. La música acompaña su destino fatal como profecía, que articula la ruptura de la rueda no ya en la acción en el enfrentamiento entre las soberbias humanas que se creen divinas, sino entre el potencial emancipatorio y el dominio plenamente humanos, corruptibles, que obtienen su fuerza no de la sacrílega divinización, sino del sublime conocimiento de lo inalcanzable inefable. El partisano es lo que ha de venir tras la derrota, y el partisano es lo que asegura la perpetua victoria de los valores que nunca son terminados de conseguir. Como decía Galeano, el horizonte es aquello que nos invita a seguir andando. La tragedia del saber en la Modernidad es la consciencia de que nunca se materializará pleno el ideal, pero que no cejaremos en el empeño. Blazkowicz lo sabe sin identificar muy bien por qué; nosotros lo sabemos no sólo por la prevención del juego secuela, sino además por la canción que nos habla directamente de lo que es luchar a costa de la propia vida por un futuro que nunca veremos.
«El viento, el viento sopla, / a través de las tumbas, el viento sopla. / La libertad pronto llegará, / y entonces volveremos de entre las sombras». Esa es la voz final del partisano, de quien se sabe derrotado, personalmente fracasado, pero que reconoce en su fracaso la potencial victoria de otros. Beckett, «fracasa una vez, fracasa otra vez, fracasa mejor». Es probable que Blazkowicz no sea consciente de la semilla que siembra con su lucha, pero sí está en él el fruto de otros, de sus compañeros y compañeras caídas en combate. No hay futuro sin pasado, y cada derrota es una mano más que se aferra a la cuerda que quiere tumbar la estaca. El jugador lo sabe porque después llegará The New Order y comenzará la resistencia; pero Blazkowicz no, y aun así lucha. Él espera que con el último combate, con ese último esfuerzo, sea suficiente para, si bien no traer de vuelta a todos los caídos, sí que su memoria quede viva en la libertad ganada. Y después poder descansar. Porque eso es cada fracaso: un fragmento de libertad, de tiempo, arrancado de las manos de la muerte, del olvido. Ahí es donde hunde su mirada Blazkowicz cuando es conducido a su siguiente destino, la última misión, mientras escucha a Fergus hablar de su vejiga.