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Michel Bonardi

Michel Bonardi

El terror de no comprendernos

Hay autores que cambian su estilo con cada trabajo, que buscan decir cosas nuevas, tocar otros temas, distintos géneros, otros enfoques. Cada obra nueva ha de ser para elles completamente distinta a la anterior, como si algo les esperase en otros lugares y no pudiesen permitirse estar en el mismo sitio demasiado tiempo. También hay otres autores que tienden hacia lo contrario: escribir y reescribir siempre un mismo tema, dar vueltas sobre un mismo centro, insistir en él, mirarlo desde todos los ángulos posibles, darle otra vuelta, otro matiz, repensarlo una y otra vez. Michel Bonardi es, sin duda, de los segundos. Su obra completa —hasta el momento, formada por cuatro juegos disponibles su página de itch.io— forma un continuo muy explícito. Desde el primero hasta el último, todos de sus trabajos están conformados por unas señas de identidad que se repiten continuamente: la pátina de tristeza que lo envuelve todo, el aislamiento social y espacial, el desequilibro emocional, la incapacidad de ser que sufren sus personajes. Y todas estas preocupaciones se articulan siempre entorno a un eje que vertebra su obra: el problema de la comunicación —entendido como la incapacidad de entender y ser entendido— y el terror de la soledad.

Ya en Don Blue, su primer juego —un trabajo universitario que tiene más de ejercicio de diseño que de obra personal—, Bonardi quiso hablar sobre la dificultad de comunicarnos y de configurar la propia identidad en base a las relaciones que establecemos con los demás. Para ello creó a Don Blue, un «señor con bigote» que, incapaz de entenderse con los suyos, se marcha para «encontrarse a sí mismo en las nubes». Se trata de un juego de plataformas con toques de aventura conversacional en el que saltamos de nube en nube y recogemos hojas de texto que explican la historia del protagonista. En él podemos ver ya un uso característico de las convenciones del medio para hablar sobre cómo la dificultad en la comunicación puede llevar al desequilibrio emocional, a la soledad, a la tristeza (tan gráficamente representada aquí con el «azul») y a la lucha imposible por construir una identidad al margen de estos problemas. Está también presente la pulsión literaria a través de la cual se suelen dar los datos puramente argumentales: sea a través de cartas, hojas de texto o versos abandonados, la textualidad puramente literaria está en todos sus juegos.

De esta fijación por temas muy concretos e identificables, y de su esfuerzo en girar siempre entorno a ellos, se forma la obra de Bonardi. En ella se reflexiona acerca de las posibles mentiras y malentendidos que surgen en el cualquier contexto comunicativo y a la vez se demuestra cómo, a pesar de los fallos que se dan en el proceso, éste siempre concluye en algo, nunca es del todo inútil. En ese sentido, Michel Bonardi juega magistralmente con la paradoja como motor creativo. La coherencia en sus juegos pasa por reciclarse constantemente sin dejar de apuntar al mismo problema, en la búsqueda infinita de una perfección que se sabe inexistente. Por ello recorrer y pensar sus juegos como un continuo ayuda a entender cómo se ha dado ese empeño de Bonardi por conseguir expresarse, por caminar, contra todo pronóstico, hacia la negación de su propio discurso.

Su segundo trabajo, Eidullion, es un poema interactivo creado con el motor gratuito bitsy, en el que se combina el movimiento simbólico (una gota que se acerca a un corazón es la primera de sus imágenes) a través de una cuadrícula más o menos abstracta con la aparición de los versos del poema. El problema de la comunicación cobra un sentido más radical en unos versos que ponen en foco en cómo construimos nuestra identidad en base a la mirada que otros tienen de lo que somos. Es un poema «sobre la vergüenza, el miedo y la aceptación», que habla sobre nuestra preocupación acerca de cómo nos ven y miran los demás, de cómo nos dibujan nuestras propias palabras y el miedo, tras el empeño de ser capaces de definirnos en nuestras relaciones, a quedarnos solos, mudos, marginados.

Es curioso cómo el giro del primer al segundo juego habla tanto o más que los juegos en sí acerca del miedo a no ser capaces de comunicarnos de forma efectiva. Si en Don Blue Bonardi tomaba un lugar común como las plataformas —quizá el mayor lugar común en la historia del medio— y lo mezclaba con el texto literario, en Eidullion el punto es el contrario: partir de la escritura poética e introducirla en un motor alternativo y poco reconocido en el medio como es bitsy. El objetivo es dar con la fórmula o, como mínimo, investigar formas de expresar una preocupación compartida por ambos juegos. No obstante, es cierto que los dos transmiten la sensación de bocetos, de primeros esbozos, de tímidos intentos, y que la obra de Bonardi no comienza a sentirse cómoda y plenamente convencida de sus capacidades hasta su siguiente juego: Rot.

Con Rot se continúa el viaje que inició Eidullion hacia los espacios alternativos del videojuego. Es un paso hacia una estética propia en el que Michel Bonardi se decide a algunos rasgos muy marcados del horror indie (Paratopic, Anatomy o la reciente Haunted PS1 Demo Disk) e introducir en esta base sus preocupaciones temáticas. El resultado es una historia de aislamiento entre las cuatro paredes de una casa a la que el protagonista acaba de mudarse, en la que el horror supura a través del texto que leemos en algunas cartas que durante algunas semanas ha enviado y recibido con su expareja. Lo interesante es que, al contrario de lo que sucede en otros títulos en que los textos se convierten en meros coleccionables, en Rot se integran plenamente en nuestra relación con el espacio: a media que leamos las cartas conoceremos la historia de Justin y Emma y se revelará el horror que late tras unas paredes que irán transformándose paulatinamente, pasando de lo cotidiano a lo terrorífico y de lo agradable a lo inhabitable.

Por primera vez, Michel Bonardi se atreve, con estas cartas, a escribir pensando en lo que no se dice. Aquí el problema de la comunicación no es la imposibilidad de realizarla sino la falsedad que puede esconderse tras las palabras. Una aparente cordialidad en los primeros textos pronto se revelará como una forma de enmascarar el odio que el personaje siente hacia sí mismo y el rencor hacia una relación insatisfactoria, en la que ninguno de los actores es capaz de dejar de fingir y expresar lo que siente en realidad. En esta escalada de autoengaño y frustración, la soledad se convierte poco a poco en una amiga de la locura y el miedo y todo lo que esconde la oscura mente del protagonista empieza a salir a la luz. Los jugadores somos partícipes de una caída en el abismo que llevaba años existiendo en el interior del protagonista, un agujero que se ha ido expandiendo, abarcándolo todo, haciéndose más y más grande.

En su siguiente juego, Bonardi partirá de lo construido y lo destruido en Rot. La tensión entre el horror y la poética seguirán siendo protagonistas en We Don’t Talk About It, una secuela de Rot (en palabras de su autor) que recoge el estilo y los temas de su antecedente para darles un giro radical. En este caso, el protagonista no está encerrado en su propio hogar sino en una sala de hospital, en la que, movido por problemas económicos, se ha sometido a un tratamiento farmacéutico en pruebas. Veritol es una pastilla que se ha desarrollado con la finalidad de «mejorar el entendimiento humano de conceptos abstractos», por lo que supone el disparador ideal para que Bonardi ponga patas arriba, de forma consciente, todo lo que hasta ahora ha conseguido su obra.

Los primeros minutos de juego son muy semejantes a Rot: la pastilla nos hace sufrir una especie de alucinaciones que nos llevan, de nuevo, a estar encerrados en casa. Allí se repetirá el proceso de acercamiento hacia el terror, en forma de espacio que va deformándose y filtrando la tensión que bajo él se escondía. En ese sentido, la primera mitad de We Don’t Talk About It es básicamente una reiteración en la misma propuesta: la soledad, el engaño, la poca fiabilidad de las palabras, el miedo a no ser comprendido…

Hasta el momento en que Michel Bonardi se atreve a girar su discurso sobre sí mismo. No tendría sentido hablar durante cuatro juegos de las carencias en el lenguaje y el miedo a no ser capaces de comunicarnos sin que esas reflexiones no abarcasen también las líneas de comunicación que construye la propia obra. Y así ocurre. De pronto, las alucinaciones fruto del fármaco nos transportarán a una exposición llamada «La desesperación y sus sujetos: explorando el miedo a través de la interactividad», en la que básicamente podremos recorrer, como si de un museo se tratará, las salas, personajes y objetos que habíamos ido visitando a lo largo de este mismo juego y su precuela.  En esta exposición Bonardi reflexiona explícitamente acerca de su obra, diseccionando con frases precisas cada uno de los elementos expuestos, revelando sus significados, rompiendo la imperfección del acto comunicativo. Y haciendo surgir, al mismo tiempo, nuevas preguntas: ¿de qué habla una obra que quiere ser poco más que un estudio sobre sí misma?, ¿qué quiere decir un autor cuando dedica un juego a analizar su propio discurso?, ¿por qué ha elegido el contexto de exposición artística como espacio en el que construir esta reflexión?

Son muchas preguntas las que podemos hacernos entre las salas y los pasillos del museo. Quizá tantas como se hiciera el propio Michel Bonardi cuando creaba el juego. Y quizá no haya una respuesta correcta para ninguna de ellas. Como si este metadiscurso en el que se convierte de pronto la obra de Bonardi, este juego de textualidades en el que el horror jugable se mezcla con las convenciones artísticas no fuese otra cosa que un paso más en la búsqueda por expresar la preocupación de siempre: el problema de la comunicación. O quizá lo contrario: no una forma de búsqueda sino una forma de perdición, de perpetuar, usando para ello todos los elementos a su alcance, el fallo, el error, la traición de la palabra. Como si We Don’t Talk About It no tuviese ningún interés en ofrecer respuestas sino más y más dudas.

Creo que, si la obra de Michel Bonardi es un ensayo sobre el terror de sentirnos incapaces de comunicar lo que sentimos, cualquier otro giro más clarificador quedaría fuera de su propio discurso. Qué mejor forma de cerrar que plantear preguntas, invitar a les jugadores a reflexionar alrededor de estas, a hacer las suyas propias, a sentirse parte del miedo a no entender nada. Porque si el problema de la comunicación es su imperfección, también es esa su mejor baza, la que permite que la rueda siga girando, que siga habiendo preguntas por responder, versos por escribir, plataformas que recorrer. Lo contrario, paradójicamente, sería el silencio, una comunicación tan perfecta que acabase por no tener sentido. Y entonces no habría soledad ni miedo, pero tampoco habría poemas ni videojuegos.