Es habitual que las experiencias que ciertos videojuegos provocan en quienes los juegan sean descritas como “catárticas”. La catarsis, en su significado original, es la purificación de las pasiones que las tragedias de la Antigua Grecia buscaban suscitar en los espectadores, despertando su horror y compasión por los destinos que esos personajes sufrían, precisamente, por esos mismos sentimientos. En un sentido más coloquial, la catarsis se relaciona con la liberación de algún tipo de tensión emocional, la reconciliación con sentimientos que consideramos negativos, como la ansiedad, la culpa o el enfado. Son aquellos juegos más “pasionales” los que solemos definir como catárticos, porque hay satisfacción en encontrar la solución de un puzle complejo o en ensamblar un mazo de cartas perfectamente equilibrado, pero es mucho más liberador reventar a escopetazos a demonios malnacidos en Doom o darle un buen jarabe de espadón fulgurante +20 a ese jefe puñetero que casi te hace abandonar tu partida de Elden Ring. De entre todas nuestras bajas pasiones, la catarsis de la ira es seguramente la más fácil de alcanzar en el videojuego y esto tiene mucho que ver con la relación casi inseparable del medio con la violencia.
Hablando de este tema con Clara Doña, ella planteaba que este tipo de violencia tan potente y estetizada resulta satisfactoria por su carácter claramente lúdico, que ella entendía como simulación sin consecuencias de acciones que, en circunstancias normales, no podríamos ni querríamos llevar a cabo; un tipo de fantasía que, al fin y al cabo, no es muy distinta de los juegos de guerra de la infancia de ayer y de hoy, de subirse a toboganes como si fueran atalayas y blandir ramas como espadas mágicas. Aunque ella convenía en que deberíamos plantearnos más por qué la violencia es el lenguaje primitivo del juego (no solo del videojuego), entendía que el quid de la satisfacción está en la ausencia de contrapartidas, lo que permite que liberemos nuestras pasiones y sentimientos negativos sin procesarlas crítica o moralmente. Y, añadía, este disfrute no-brainer se incrementa cuando el despliegue de violencia no solo es no-problemático, sino que está moralmente justificado. Porque un sopapo a un monstruo da gustito, pero una paliza desde el lado bueno de la Historia al más puro estilo Indiana Jones da mucho más.
Pero demos un paso atrás y pensemos: ¿qué avatares suele proponer el videojuego para liberar nuestra ira por medio de la violencia? Al igual que en la gran mayoría de los casos, a través de una figura masculina hegemónica. No es de extrañar, pero, como creo que quedó claro en la introducción a esta serie, la presencia ubicua de protagonistas masculinos tiene implicaciones muy diferentes cuando hablamos de la ira. En el artículo anterior tomamos Jak II como caso de estudio, explorando los rasgos que definían la personalidad de Jak: una combinación de rebeldía adolescente, oposición violenta contra un régimen tiránico y ansias de venganza. La cólera de Jak tenía, en muchos aspectos, una justificación clara (no en vano había sido objeto de brutales experimentos que lo transformaban en un monstruo cuando estallaba su ira), pero, al igual que el público al que apelaba, nuestro protagonista era un adolescente. El carácter problemático de su personalidad, por ende, se entendía y criticaba desde el prisma de inexperiencia, soberbia, egoísmo y agresividad que caracterizaban su subjetividad.
Cuando es un hombre adulto el que manifiesta su ira, más aún si es violenta, las implicaciones son más profundas, tanto en lo social como en lo ficticio. Del adulto se espera, al menos de puertas afuera, templanza y autocontrol; seriedad, podríamos decir. Solo una buena razón puede justificar que esa fachada se quebrante públicamente. En el videojuego (aunque puede hacerse extensivo a otras ficciones), la ira violenta se suele justificar a través de dos elementos: el duelo y el heroísmo. Sean salvadores, antihéroes, exterminadores o angry dads, hacer justicia contra el mal individual o colectivo habilita al protagonista masculino a desatar su cólera por medio de la violencia con tal de deshacer el entuerto de turno. Que algunos de estos sufridores terminen imponiendo de forma hostil su autoridad no merma la fantasía de poder; si acaso, parece consustancial a ella. Y existen personajes femeninos a los que se les pueden imputar algunos de estos rasgos (como Zero de Drakengard 3, Nariko de Heavenly Sword o, por citar ejemplos más contemporáneos, Ellie y Abby en The Last of Us 2), pero la ira violenta no es un puntal de los roles de género femeninos, sino que, más bien, “masculiniza” a estos personajes.
Jugar estas diversas expresiones de ira y violencia puede ser catártico para muchas personas, pero problemático y distanciador para otras. El caso de estudio que quiero presentar aquí buscaba que cualquier persona pudiese vincularse con su protagonista, pero no lo hizo desviándose de la norma sino exacerbándola, dándonos control sobre un hombre extremadamente fuerte, capaz de sobreponerse a un dolor inhumano, marcado por el duelo y la traición y movido por una furia implacable. Y, sin embargo, a través de la magnificación de estos rasgos arquetípicos articula una mirada honesta sobre su propia condición, fomentando una empatía mucho más profunda con su sentimiento y los roles que se imponen sobre su género. Una violencia virtuosa, autoconsciente y moralmente correcta como puerta a la catarsis universal de la ira.
Permitid que os hable de Asura’s Wrath.
Asura’s Wrath: la universalidad del grito reprimido
En CyberConnect2 entienden de dos cosas: guantazos y manganime. Aunque en Japón también se los conoce por la saga de RPG .hack, el estudio se hizo un nombre dentro y fuera de su país con la serie Naruto: Ultimate Ninja, que trasladó el famoso manga de Masashi Kishimoto al videojuego de lucha. Incursiones aún más peculiares en este género serían All-Star Battle y Eyes of Heaven, donde fueron capaces de reproducir las estrambóticas, exageradas y espectaculares reglas del combate de JoJo’s Bizarre Adventure. Su adaptación de la seminal obra de Hirohiko Araki no llegaría hasta 2014 y el título que aquí nos ocupa se remonta unos años atrás, pero basta mencionarlo para dar talla de la estrecha relación del estudio con la animación japonesa, con toda su influencia visual y narrativa. Dicho vínculo sería el detonante de un pitch que empezaron a pergeñar con Capcom allá por 2007, año en que dio comienzo un proceso creativo intenso, entusiasta y con las miras muy altas.
Hiroshi Matsuyama, CEO de CyberConnect2 y portavoz oficioso del proyecto en entrevistas, declaró que la sintonía entre CC2 y Capcom sobre sus ambiciosos objetivos siempre fue total: compartían la idea de cambiar el paradigma del juego de acción abandonando todo convencionalismo, ofrecer una experiencia inédita en el medio y apelar a una audiencia global. Este último punto es, de hecho, la piedra angular del proyecto que hoy conocemos como Asura’s Wrath, pues decidieron conectar con ese público amplio y heterogéneo no a través de estudios de mercado, sino concentrando sus esfuerzos en un sentimiento. Una emoción común a toda experiencia humana independientemente de su cultura, connotada de negatividad pero también cargada de energía para superar cualquier obstáculo: la ira.
Desarrollar un videojuego partiendo de un núcleo temático parece una decisión evidente, pero en la industria es norma que un juego se defina primero por sus mecánicas y la historia o los temas vayan después, para dar estructura y sabor a la jugabilidad; puede parecer una práctica ya obsoleta, pero desarrollos tan tristemente célebres y recientes como Anthem señalan su vigencia y consecuencias. Asura’s Wrath recibió, en palabras de Matsuyama, un “acercamiento inverso al desarrollo”, priorizando radicalmente la narrativa: durante todo un año, el estudio en conjunto escribió la historia de un nuevo mundo, en un intenso toma y daca de ideas entre diversos equipos y Capcom que dio forma a un fascinante universo de ciencia-ficción mística de inspiración budista. Entonces nacieron sus habitantes, seres arraigados en las mitologías hindúes y tibetanas que, merced al inconfundible estilo artístico del proyecto, resultaban innegablemente humanos pero a la vez mucho más que eso, mezcla de máquinas sin creador y esculturas de templos ancestrales desgastadas por los siglos. Y, de entre todos ellos, un protagonista que, más que subvertir los rasgos de sus semejantes, los lleva a un extremo absurdo, épico, revelador.
Este hombre enfrenta obstáculos que parecen insalvables, soportando un dolor inhumano solo para cambiar las tornas de golpe con “comebacks imposibles, resultado de una rabia inagotable frente a la injusticia a la que es expuesto”, haciendo que el jugador sienta y canalice su propia rabia a través de la del protagonista. Este hombre es solo su propia furia y se llama Asura, como las deidades indias de la cólera. En su piel lucharemos hasta adentrarnos en su más ardiente oscuridad.
Exagerar lo familiar como herramienta crítica
La premisa de Asura’s Wrath es simple y conocida: un guerrero respetado por sus pares y temido por sus enemigos es traicionado; su esposa, asesinada y su única hija, secuestrada. Condenado al destierro, deberá superar arduos desafíos para regresar y cumplir su venganza. Un planteamiento común a mil historias, pero que en 2012 hacía pensar especialmente en God of War y Kratos, paradigma del hombre furioso hiperdestructivo del videojuego de la época; una comparación superficial e inexacta, cuando no injusta. A ambos protagonistas les une la divinidad, la pérdida de seres queridos, la traición y la búsqueda de venganza a través de la rabia, pero la tragedia de Kratos desemboca en una fantasía de poder cínica e hipermasculina, marcada por el mismo egoísmo desalmado de los dioses a los que juró destruir y apuntalada por la fuerza bruta (para ajusticiar a sus pares y abusar de sus inferiores) y la misoginia (Afrodita no es una diosa traicionera y maligna si sirve para el “descanso del guerrero”). Asura’s Wrath no está exento de problemas, sobre todo con sus personajes femeninos escasos, pasivos y que habría que mirar con lupa si pasan el test de Bechdel, pero en lo relativo a temas y desarrollo de personajes está moralmente en el extremo opuesto a God of War y toda traza de similitud suele servir como gancho para subvertirse.
La ira de Asura es, en más de un sentido, su razón de ser. El poder innato de su cólera le valió unirse a las filas de los Ocho Generales, semidioses que utilizan su afinidad con uno de los ocho mantras para luchar contra las monstruosas encarnaciones de la impureza del mundo, los Gohma. Cuando tomamos el control sobre él, Asura es un guerrero curtido en mil batallas, pero muy distinto de sus camaradas: no está ciegamente volcado en “la causa” de la lucha contra la impureza, como su viejo amigo y rival Yasha, ni rinde pleitesía a su superior Deus; no se parece a su maestro Augus, un hedonista que no lucha por el bien ni por el mal, sino por el placer excelso de la pelea; y carece de la ambición que llevaría a los otros Generales a usar a Asura como chivo expiatorio de su golpe de estado, asesinando a su esposa Durga en el proceso, y convertirse en dioses drenando la poderosa energía espiritual de Mithra, su hija secuestrada. La ira siempre ha estado en él, pero ahora cobra un significado totalmente nuevo.
El sabor único de la ambientación y la escala de Asura’s Wrath reafirman que no estamos ante la misma clase de juego que God of War. El imperio místico-tecnológico de Shinkoku, sumido en esta guerra perpetua entre los Gohma y los semidioses que protegen el planeta desde su fortaleza humanoide en el espacio, posee un aura distintiva y refrescante en sus referencias culturales y estéticas. El destierro de 12.000 años cayendo hacia el vacío del inframundo que sufre Asura pesa como una condena bíblica y sus proezas se elevan a lo legendario desde que el primero de sus adversarios eclipsa en tamaño al propio planeta. Es aquí donde entran en juego las herramientas del manganime para apelar a un público amplio, no solo inspirándose en su enajenada escala de poder y power-ups furibundos, sino en su estructura. Matsuyama dijo:
Queríamos crear una experiencia que pusiera constantemente a los jugadores en situaciones que les hicieran exclamar: «¡VENGA YA!». Cosas que nadie hubiera visto antes. Primero elaboramos una historia realmente atractiva, que después dividiríamos en una estructura episódica para simular la sensación de estar viendo un drama televisivo. Queríamos encontrar la mejor manera de convertir algo así en un juego que la gente pudiera experimentar con sus propias manos. La idea era dar constantemente a los jugadores la misma sensación que cuando termina un episodio de su serie o anime favorito con un cliffhanger loco y dicen: «Guau, ¿qué pasará la semana que viene?»
Los tropos y rasgos tonales del sh?nen, con su equilibrio entre acción desenfrenada, intermedios ligeros y narrativa dramática, bailan la cuerda floja entre la familiaridad con lo “muy japonés” (aunque a Matsuyama le resultaba difícil saber qué significa eso a estas alturas) y esa apelación universal a la que tanto aspiraban. Lo interesante es que de esta estructura episódica se desprende un efecto secundario que repercute en su accesibilidad, con todas las connotaciones de la palabra. Al igual que el anime de la temporada al que entras por recomendación de tus amigos, Asura’s Wrath se puede disfrutar de veinte en veinte minutos; un ritmo asequible para cualquier persona, juegue o no videojuegos habitualmente, porque lo importante sigue siendo que todo el mundo pueda acercarse a esta historia. La satisfacción de la victoria, el desbloqueo de recompensas y la promesa de descubrir más sobre este mundo y quienes lo habitan son los únicos incentivos que necesita para que sigamos jugando.
Y, por fin, toca responder a esa pregunta: ¿cómo se juega a Asura’s Wrath?
Poder divino al alcance de todas las manos
Traducir fielmente el poder devastador de un dios de la ira a una interacción jugable es difícil. En CyberConnect2 querían asegurarse “de que el jugador se vuelve uno con Asura en el torbellino de dramatismo épico que atraviesa”, un tipo de inmersión que apunta más allá de lo puramente mecánico. Quizá por eso, y dada la prioridad que el estudio dio al apartado narrativo, Asura’s Wrath trenza tres estilos de juego que, lejos de ser innovadores y complejos, comparten el ser simples, accesibles y familiares para un público amplio: beat ‘em up en tres dimensiones, shooter sobre raíles y quick-time events (QTEs) cinemáticos. Y cabe incidir de nuevo en la familiaridad de estas mecánicas, que le sonarían incluso a quien solo haya pasado alguna vez por un arcade, pues reducir la barrera de entrada significa que un mayor público podrá acercarse a esta historia y a la catarsis universal de la ira a la que esta aspira.
Y es que la representación de dicha ira como herramienta ofensiva contrasta notablemente con otros referentes en la ficción, particularmente en el videojuego. Mientras que este sentimiento suele asociarse con la explosividad, el descontrol y la destrucción desmedida, la ira de Asura no es exactamente un subproducto indeseado de sus experiencias: es la energía que lo alimenta, el lenguaje en que se expresa, su modo de luchar contra lo que considera injusto. Si sumamos estos factores a la siempre creciente justificación moral de su cólera, podríamos decir que la suya es una ira virtuosa (por jugar con el doble sentido del término inglés righteous). Lejos del inestable, instintivo y brutal estallido de aquel Jak Oscuro que no distinguía culpables de inocentes, nuestro control de Asura en combate es preciso y coherente. A través de esquemas de control simples e intuitivos (que pese a todo requieren cierta habilidad en peleas clave), atacamos a nuestros enemigos y la ira de Asura va aumentando hasta que podemos desencadenar un estallido de poder (burst) que marca un punto de inflexión en la jugabilidad y hace avanzar la narrativa. Entra en juego el elemento más contencioso de Asura’s Wrath: los QTEs.
Asura’s Wrath se ha descrito una y otra vez como un videojuego con una historia cautivadora y una estética inconfundible, pero no interesante ni expresivo en lo jugable, un “anime interactivo” en el que de vez en cuando pulsamos botones para hacer avanzar las escenas, plagando de QTEs la jugabilidad según el signo de los tiempos. Aunque es falso que estas mecánicas conformen el grueso de la interacción, sí acaparan las escenas cinemáticas, donde se desarrolla la acción más alocada. Representar esa acción en la jugabilidad convencional rompería nuestra unificación jugable con Asura, porque seríamos incapaces de seguir el ritmo de su habilidad divina; y es que, paradójicamente, Asura se vuelve cada vez más fuerte gracias a la persistencia de aquello contra lo que lucha. Su confusión perpetua ante las acciones de sus semejantes, la ruptura de la fachada de protección magnánima de los semidioses sobre los humanos (herramientas sacrificables en su sagrada “misión”) y la verdad de lo que ocurrió el día de su traición no hacen más que acrecentar su ira y, por lo tanto, su poder. Gracias a lo que Writing on Games describía como el “compromiso con los QTEs como decisión estética”, Asura’s Wrath nos pone al nivel del dios que encarnamos.
Aunque en la superficie parece que nos están poniendo una película, cada aspecto del explosivo movimiento de Asura requiere algún tipo de interacción del jugador y, esto es importante, una que es coherente con el modo en que has controlado la sección de brawler que vino antes. Algo tan sencillo como mapear los QTEs con los botones que normalmente pulsarías para llevar a cabo esas acciones eleva el juego por encima del acercamiento “Simón Dice” que vemos en tantos otros títulos. Nunca se da la situación de que estés demasiado ocupado centrándote en qué comandos introducir para prestar atención al caos que deberías estar causando; todo goza de una claridad que te permite empaparte de la acción en pantalla y mantenerte totalmente alerta de lo que se espera que hagas a continuación para que tomes más directamente el control de la demencial narrativa que se despliega ante ti. Esto es el QTE como una forma de arte, el ideal de lo que el concepto debería representar.
Los QTEs, decía Hiroshi Matsuyama, tienen un diseño consciente y un timing “creado cuidadosamente” para despertar en los jugadores “el impulso de actuar en momentos cruciales” (representando con los joysticks la colocación de las extremidades o replicando un esfuerzo sostenido exigiendo machacar un botón hasta la angustia) y fundirse así con Asura en el maremágnum de caos y violencia en que se sumerge. Un sinsentido cada vez mayor, porque las amenazas no hacen más que crecer desafiando nuestras expectativas y Asura debe estar siempre a la altura. La contrapartida de sobreponerse a estos hercúleos desafíos gracias a la ira que lo mueve es su propio y constante deterioro.
Ese fuego no te mantendrá caliente
Cuando regresaba a su hogar tras una larga jornada de defender Shinkoku de los Gohma para reencontrarse con Durga y la recién nacida Mithra, Asura sentía miedo al tomar a su pequeña con unas manos que solo usaba para destruir y matar. “No sé qué hacer cuando llora”, decía a su esposa. “Lo mejor que puedo hacer es pegar a quien le haga llorar”. Asura se enfrenta a su vida, que es la guerra, con los puños por delante porque el sufrimiento de su mundo lo enfurece y lo único que sabe hacer para intentar remediarlo es pelear. A medida que ahonda en ese dolor, su venganza deja de ser personal y el mundo al que quiere proteger crece y crece al mismo ritmo que el mal que lo aflige.
La ira que lo empuja a través de cualquier obstáculo que se le ponga por delante no tarda en hacer mella en Asura: su ropa está polvorienta y hecha jirones tras tantos siglos peregrinando, cada vez más grietas asoman en su piel de piedra, lucha con tal ferocidad que ve hechos añicos sus brazos de oro y, ante la aparición en la lejanía de una nueva amenaza, blande con los dientes una espada rota y corre en la dirección del peligro. Al exagerar hasta lo inhumano el estereotipo de padre coraje de película de acción, siempre capaz de sobreponerse a su propio dolor con tal de rescatar de las tinieblas aquello que ama, ese modelo de hombre se revela incompatible con su propia vida, pero Asura soporta la contradicción de elevar ese modelo al nivel de efigie al mismo tiempo que lucha por romperlo.
Así, cuando Augus dice a Asura que la lucha es “donde los verdaderos hombres deben estar”, su respuesta textual es “¡Me importa un carajo!” y, después de derrotar a su maestro, cumple su última voluntad recorriendo el camino que él considera que debe. Más adelante, es llevado ante una población humana que lo adora como un dios y siente rechazo, no porque vea a los humanos como inferiores, sino porque ningún ser, por poderoso que sea, merece que otro se arrodille ante él. Acto seguido, las Siete Deidades masacran a esos mismos humanos indefensos con tal de matar al semidiós caído, sin fingir la menor piedad por quienes se humillan con fervor incluso antes de ser asesinados, y Asura aúlla al cielo ensombrecido de bombarderos: “¡No hacen falta dioses que solo quitan, dioses de la muerte!”. La traición que quiere enmendar ya no es la suya, porque nadie que viva bajo el yugo de los dioses encontrará la paz. El sufrimiento del mundo lo envuelve todo pero él es incapaz de ponerle fin. Entonces arde el fuego en él.
Hasta ahora, con mejor o peor fortuna, Asura estaba haciendo uso de su ira para avanzar, pero ahora es la ira la que lo controla a él; por eso, tras rozar con los dedos la destrucción de la que es capaz en esta nueva forma, pronto perdemos el control sobre nuestro personaje. Consumido por el infierno de su propia rabia, Asura estalla en llamas desde dentro: su piel se carboniza y petrifica como una coraza monstruosa y, entre zarpazos y relámpagos, lanza gritos de dolor que suenan mudos y lejanos, porque ha caído a lo más hondo de su abismo interior. Desde ese vacío abrasador pide auxilio y nosotros, los jugadores, podemos rescatarlo, pero ¿cómo, si no podemos controlarlo?
Guys being dudes
Yasha es más que un viejo conocido y camarada de Asura. Llevan literalmente siglos unidos por la batalla, pues se conocen desde que entrenaban bajo la tutela de sus veteranos Generales, pero también por Durga, quien no solo es esposa del semidiós caído sino también hermana de Yasha. La disparidad de sus personalidades (el mantra de Yasha es la melancolía), su elongada rivalidad no siempre deportiva y en general su relación ambivalente, pero siempre íntima, reproduce una dinámica clásica del manga sh?nen, con ejemplos paradigmáticos como la mutua gravitación del impulsivo Naruto y el taciturno Sasuke o la tensión homoerótica que impregna la competición entre Light y L en Death Note. Aunque estos ejemplos no son intercambiables, todos ellos están arraigados en las vivencias compartidas de ciertas masculinidades, en especial aquellas relacionadas con la lucha.
Siete de los Ocho Generales son hombres y a Olga prácticamente no la vemos pelear (aunque sí comandar), así que estos guerreros pasan una parte muy importante de su vida casi eterna codo con codo con otros hombres… guerreando. Cabe decir que, lejos de reprimir sus sentimientos, la batalla es el espacio donde estos hombres los manifiestan, pues aquello que da poder a los semidioses para derrotar a sus enemigos es la expresión de sus emociones más arraigadas, desplegadas en la acción y no desde la vulnerabilidad. En su profundo contraste, Asura y Yasha se conocen de un modo que, se nos hace ver, solo los hombres comprenden; tan compenetrados están que, cuando nuestro protagonista está fuera de sí, el juego nos cede el control de su hermano de armas.
La persistencia de Asura en su lucha y las represalias cada vez más desmedidas e inhumanas que las Siete Deidades toman contra él quebrantan poco a poco la fe de Yasha en la causa, lo que hará que su camino se cruce con el de ese Asura irreconocible y trastornado por su furia incontrolable. Incapaz de hacerle entrar en razón, Yasha le devuelve los golpes, frustrándose tanto que se contagia de su ira, con lo que logra dejar al monstruo fuera de combate. El momento, gobernado por la competición y el choque como tantos de sus otros encuentros, está cargado de intimidad y mutua comprensión: Yasha ve que estaba equivocado al considerar a Asura un traidor todos estos milenios y que la voluntad del caído es aún más inquebrantable que la suya porque tiene razón (“¿Acaso posees algo que nosotros no tenemos?”), pero que eso no lo salvará de destruirse a causa de su propio poder. En lugar de quitarle la vida, Yasha expulsa al monstruo y regala a Asura su primer momento de descanso en eones.
Los momentos de mayor debilidad de Asura despiertan en Yasha el impulso de cuidar de él, no solo porque sea la última esperanza de este mundo, sino por el vínculo que los une. Hay algo profundamente íntimo en cómo Yasha abre el cuerpo biomecánico de su camarada para otorgarle el mantra de las incontables almas acumuladas por los semidioses durante estos milenios y, para garantizar que Asura tendrá el poder necesario para superar el desafío que le aguarda, su propio reactor de mantra, arrancado de su pecho. Cuando Asura despierta, ignorante de la situación, Yasha lo reta, como en los viejos tiempos, a un último combate para dirimir por fin quién es mejor guerrero de los dos; otro tropo del manga tan clásico como efectivo. Asura está a punto de vencer y la mortal herida de Yasha queda expuesta, revelando así el sacrificio que ha hecho por el mundo, por Mithra… por él. “Siempre fuiste un hermano, nunca un enemigo” son palabras que Asura pronuncia cuando Yasha ya se ha desvanecido como un fantasma, porque sus puños hablan mejor que él. Ese es el último gesto que comparten: una mirada y un choque de puños. A veces, entre hombres, con eso queda todo dicho.
Incluso cuando, como Asura, tienes mucho por decir pero nunca has sabido cómo.
No más lágrimas
En sus dos descensos al inframundo, Asura es interpelado por una araña dorada que habla a nuestro protagonista del poder de su ira, espoleando ese sentimiento para hacerlo regresar al mundo de los vivos y cumplir su venganza. Este sospechoso personaje es discreto y consigue que tanto Asura como nosotros nos olvidemos de él, hasta que aparece triunfalmente después de la destrucción de Vlitra para secuestrar de nuevo a Mithra y revelar su identidad: Chakravartin, creador del universo, quien dio vida a los Gohma para que se alzara un guerrero capaz de superar su desafío y demostrase ser digno de gobernar Gaea en su nombre. Las proezas de Asura hacen de él un Redentor con la fortaleza para guiar este mundo, pero ese no es el deseo de nuestro héroe. Y esa terquedad, que contraria tanto a Chakravartin como para querer destruir el mundo y empezar de cero la búsqueda de un heredero, los llevará al combate final. La historia no podía llegar más alto: Asura, el caído, el destructor, el necio, contra el único y verdadero dios.
El Asura que se prepara para esta batalla final es muy diferente del semidiós renqueante y confuso que trepó desde el infierno doce mil años después de su exilio y no solo es por el poder bruto que ahora lleva dentro. La experiencia ha templado su ira como una espada, que ahora quema menos pero corta más, y se dirige a su destino sabiendo que los ojos de vivos y muertos están puestos en él y le desean suerte. Chakravartin, en su reino ilusorio fuera de la realidad, se revela enseguida superior a este Asura ascendido y reluciente, degradando sus atributos divinos golpe a golpe. Pero Asura, con sus brazos de oro destrozados, la piel agrietada y una rabia pura y candente, sigue adelante pese a todo y comienza a doblegar a su oponente, incrédulo ante un poder que parece crecerse ante la adversidad.
Asura es más fuerte que nunca porque por fin ha encontrado el punto de encuentro entre su venganza y la justicia por el sufrimiento del mundo, la razón de su ira: un dios egoísta, traicionero y despiadado, que impone su voluntad a cualquier precio y piensa que el mundo necesita ser manipulado. No es que no quiera ser un dios, sino que quiere abolir la propia divinidad como principio regulador del universo. En unas pocas palabras y una lluvia de puñetazos, Asura se revela como un absoluto antisistema: “¡Siempre hay un necio que quiere gobernar el mundo, forzando a los demás a hacer lo que ellos no pueden! ¡Por eso no rezo a nadie ni me rezarán!”. Pese a las súplicas de Mithra, que le advierte en vano de que matar a Chakravartin terminará con el mantra y, por tanto, con su vida, Asura asesta el último puñetazo al creador y todo su reino se desmorona, pero también sus normas y el dolor que causaban. Justo antes de morir, Asura es capaz de calmar el llanto de Mithra, de mirarla con ternura y acariciarla sabiendo que no va a romperla, porque ella es fuerte y él ha conseguido que sus emociones sirvan no para destruir, sino para proteger. La vida del dios de la ira se desvanece, pero lo hace porque su rabia al fin ha desaparecido y ha alcanzado la paz.
El último capítulo de Asura’s Wrath se titula “Una vida bien vivida” y el juego termina con una Mithra adulta en un mundo pacífico y seguro, contando a unos niños que así fue como vivió su padre, porque eso es lo más importante que hizo: vivir para luchar por lo que es correcto, para que nadie más sufra lo que ha sufrido él. Y es que Asura’s Wrath no tiene ningún reparo en postular que los designios divinos son inherentemente tiránicos, que una sociedad organizada en torno a tamaña desigualdad solo puede producir dolor. La muerte de Asura, con toda la belleza y emotividad del momento, no es el hermoso broche de una historia de autodescubrimiento y reconciliación, sino un trágico sacrificio para destruir de una vez por todas un sistema monstruoso que forzaba a los más débiles a vivir y morir de rodillas. Que Asura no sea capaz de expresar sus sentimientos más vulnerables, de mostrar su enorme afecto como él desea, hasta el último momento de la vida de quienes ama o de la suya propia es… devastador. Pero, si todo va bien, los sentimientos más poderosos ya no serán armas de destrucción masiva, ni sus portadores, máquinas de guerra. Los hombres aprenderemos a cuidar, a cuidarnos, a pelear junto a quien amamos por un mundo mejor sin destruirnos en el proceso.
Sigo pensando que me gustaría abrazar a Asura. No dejo de pensar en él.