Ghost of Tsushima tiene tres introducciones. Últimamente pienso mucho en cómo me reciben los juegos, cómo se presentan, como abren sus primeros agujeros y me invitan a encajarme, especialmente en esta esfera del medio tan obcecada en establecer estándares y adelantarse a sus propios futuros. Más allá de la exposición que hayamos podido tener a sus presentaciones y videos promocionales, a las conversaciones en las redes sociales que en juegos de alto presupuesto como este siempre llegan antes que la obra en sí, y al proceso de ir a una tienda, física o virtual, para comprarlo, una vez arrancamos el juego creo que aquí nuestra entrada pasa por tres etapas. El espacio-mundo de Tsushima, la gran baza de este juego para hacerse un hueco en este año tan complicado, en los estertores de la vida de la PS4 y en las afueras existenciales de un The Last of Us Parte II que, al menos en pretensión, ha sentado las bases del mañana videolúdico, nos precede y preexiste de manera manifiesta cuando iniciamos la aplicación. El mundo ya vive y suena allá al fondo de la pantalla cuando nos recibe y nos pide que tomemos un par de decisiones durante un minuto, antes de cruzar el umbral. Luego la cámara baja, sin transiciones y cargada de cinematografía, y comienza la primera hora, la detonación narrativa y espectacular que le da una entidad de AAA bombástico, lleno de fuego, lucha, muerte y superación. Un rato después, una última introducción, el dropeo de título, un momento diseñado al milímetro en el que se superponen un hola y un adiós, justo antes de dejarnos libres en una obra que bien podría venderse como un resumen de cómo hemos jugado a esta consola durante sus casi ocho años de vida. Hola, Ghost of Tsushima. Adiós, Playstation 4.
La primera introducción, la de las decisiones, comienza ante una hilera de estandartes rojos contra un cielo azul oscuro y estrellado, sobre el que cuelga, antes que cualquier otra cosa, el selector de dificultad. (En realidad, lo primero que te preguntan es qué tipo de salida de audio tienes, pero vamos a obviarlo en favor del efectismo). Un tríptico clásico en la manera en que juegos como este sectorizan su demografía: fácil, si buscas «disfrutar de una historia y una isla que explorar»; media, si quieres «una experiencia bien redondeada y un reto moderado», difícil, si «no temes a la muerte y eres lo suficientemente valiente para enfrentar el desafío definitivo». Mientras decides qué tipo de jugadora eres y qué buscas en este juego, en este paso en que Ghost of Tsushima se cataliza a través de lo agresivo que va a ser contigo mientras lo caminas, el viento sopla y las banderolas se mecen a su paso, en una calma virtualmente perpetua. Después, el último selector te pide elegir un tipo de experiencia, y de repente el peso de la decisión se multiplica, como si fueras a darle una forma demasiado definitiva a las casi cincuenta horas que se dice que puede durar esta movida. Aquí hay cuatro opciones que mezclan marcadores dispares, desde el idioma de las voces a los filtros cromáticos, y que van desde el «estándar», a todo color y con voces en tu idioma sin subtitular, al «Cine de samuráis», en japonés subtitulado que alude a una estética de versión original que en realidad no existe, tanto porque este es un juego estadounidense como porque los labios de sus personajes están sincronizados con el inglés, el verdadero modo estándar al que se supeditan todos los demás. Y también está el modo Kurosawa, que es Cine de Samuráis, pero con un «filtro blanco y negro inspirado en las películas del cineasta Akira Kurosawa». No soy experto en el asunto, pero hay una grieta evidente a explorar críticamente en ligar esos baremos estéticos concretos a la obra de un autor como Kurosawa, que va en contra incluso del reconocimiento de todas las demás marcas que esta referencia ha dejado por toda Tsushima. Quien tenga la capacidad de hacerlo, ahí tiene una oportunidad; a mí, en este momento, me interesa más la categorización de la jugadora, del mundo, de las identidades y de algo tan abstracto como la experiencia, todo ello envuelto en el sonido ambiental del mundo de juego, con las banderas ondeando en el aire, con la guerra pospuesta infinitamente hasta que elijas. No estás dentro, todavía, pero el mundo ya existe. El viento ya sopla.
Con todos los premarcos en su sitio, la segunda introducción ocurre sin transiciones, con la cámara que hasta ese momento apuntaba a los estandartes bajando hacia los preparativos de una batalla histórica. Arriba los japoneses, abajo los mongoles. Hay una arenga, una reafirmación identitaria del primero de los dos bandos que contextualizarán el conflicto de Ghost of Tsushima: muerte, defensa, tradición, honor; son todo palabras, postura, declaraciones; «somos samuráis». Abajo, en la playa, los mongoles observan cómo el más hábil de los contrarios desciende una colina y pide un uno-contra-uno contra su homónimo mongol. Entra Khotun Khan, el gran antagonista del juego, pero él no habla con palabras, sino con actos: prende fuego a quien le reta y le decapita mientras arde y grita; «samuráis, ¿vais a rendiros?». Y arranca la batalla, la cámara vuelve a descender desde una vista general, cargada de cinematografía, y se coloca a la espalda de uno de los samuráis, las barras negras de la cinemática se retiran y recibes, por primera vez, el control. Cabalgas colina abajo, llueven flechas, bolas de fuego y humos espectaculares, hay gritos, explosiones, gente muriendo por todos lados, y una primera indicación: pulsa cuadrado para atacar. El resto es sobrevivir a la batalla, perder a todos tus compañeros, ver cómo secuestran a tu tío, encontrar a tu primera aliada y rearmarte para la reconquista. Todo ello durante esta primera hora de Ghost of Tsushima que, yendo y viniendo entre flashbacks de la infancia de su protagonista, te introduce a su mundo, su conflicto, su forma de narrar y la manera en que te relacionarás durante el resto del juego con el mundo y sus habitantes. Una introducción al tono, al tema y los sistemas mecánicos. De dónde vienes, a dónde vas, a quién tienes que matar. Cuál es el botón para hacerlo.
Con todo eso establecido, y acompañado por Yuna, esa primera aliada cargada de otredad en lo que al contexto samurái se refiere (es pueblo, es ladrona, es mujer), toca empezar el resto del viaje. Tú necesitas rescatar a tu tío, ella a su hermano, y en reconocimiento de la necesidad, dependencia y beneficio mutuos, trazáis un plan, y cabalgáis a ponerlo en marcha, cada una por su lado. Hasta aquí, Ghost of Tsushima ha transcurrido por pasajes cortos, por lugares comunes en forma de sección de sigilo, de tutorial de combate, de orígenes protagónicos, pero ahora toca abrir el mundo, en el más amplio sentido de la palabra. A ello sirve la tercera introducción, que quizá sea la más efectiva que he visto en un AAA en mucho tiempo, no solo por aquello a lo que introduce, sino por la manera en la que opera y manipula las bases de su propuesta estética. Primero hay un plano de set-up paisajístico, con el protagonista cabalgando, muy a lo lejos, por un campo de flores. Corte y fundido al interior de un bosque, en el que aún no podemos dirigir el caballo, pero sí la cámara, y empezar a tener una presencia en la producción de la secuencia. La música va subiendo poco a poco, los taikos (unos tambores japoneses) marcan el ritmo, y la tonadilla de Jin Sakai va en crescendo. La misma orografía parece estar diseñada al milímetro para servir a este instante, con un cambio de rasante que oculta lo que hay pasado el linde del bosque, ese otro campo de hierba y flores blancas que se está acercando. Y justo al salir del bosque, las barras negras vuelven a retirarse, la música rompe, los pájaros vuelan, la vegetación vibra en todas direcciones; «Sucker Punch Productions presenta Ghost of Tsushima». Y entre todo ese despliegue de músculo tecnológico y estético, un pequeño gesto sobresale y amarra todo en un regreso, en una relación íntima con la tierra, en una pretenencia: Sakai, al lado del título del juego, se balancea sobre el caballo, extiende el brazo y pasa la mano por la hierba; todavía no está muerto. Luego silencio, una flauta shakuhachi se va apagando, el sonido de la tierra. El mundo abierto.
Los contrastes entre estas tres introducciones a las que seguro que he dedicado demasiado tiempo y espacio marcan el resto de las cincuenta horas de Ghost of Tsushima, en lo particular, y este punto de paso de la industria AAA hacia esta nueva etapa de su vida, ahora que las nuevas consolas llegan y volvemos a la fase de promesas (y con permiso de un Cyberpunk que, a riesgo de equivocarme, creo que ocupará para siempre un lugar intersticial, entre dos tiempos). Ghost of Tsushima es un juego absolutamente formulaico, un barrido de patrones, tendencias y formas de ser y estar en juegos sobredimensionados que están encajados en demasiadas lógicas superpuestas como para conjugar una entidad propia. Su construcción y estructura se limitan a acoplarse a la inercia de todos estos siete años de exclusivos de AAA, a ser uno de esos juegos que mi compañero Tomás Grau dice que «quieren ser un poco de todo sin mojarse en nada», y cuya geografía es el resultado de aunar unas pretensiones paisajísticas y financieras. Es un mundo enorme, vasto, detallado, absolutamente recorrible, plagado de cosas que hacer, iconos que investigar, cosas que encontrar y maneras de progresar. Un molde sobre el que se extrusiona la identidad particular de ser un samurái, atado a una representación muchas veces sobrecargada que sobrevuela constantemente el orientalismo más evidente, y que se juega como cualquier otro juego que le ha precedido en tiempos recientes. Un título que mira a unas películas concretas, de un cineasta en concreto, sobre la memoria concreta de una época concreta. Una representación de una representación de una representación.
No tengo tampoco la capacidad de penetrar en profundidad en cómo es esa representación con manifestada vocación histórica, pero de nuevo, no manejo la materia, y además es una discusión que requiere una cocción algo más lenta, más pausada en el tiempo, más pormenorizada, más de abrir el espectro a voces externas, situadas, afectadas. Hay buenos textos al respecto ya (en otros idiomas), pero de momento nos basta con ir prevenidas ante el cómo y quién ha hecho este juego, aquello de ser un juego vestido de profundamente japonés hecho desde el estado de Washington, por un estudio que fue muy criticado en su anterior juego, Infamous Second Son, por la manera en que representaba a al colectivo nativo americano y sus pocos esfuerzos por partir de una investigación sólida y sensible, a pesar de tenerla literalmente en casa. Soltado este lastre, una de las herramientas más útiles, a mi juicio, para atacar el contraste entre lo estético y lo performativo en Ghost of Tsushima son las reacciones de las otras: ir a ver cómo las demás, cuando juegan, se expresan ante cada uno de esos momentos. En sí mismo es un método útil para acercarse a cualquier cuestión en torno a la experiencia de cualquier videojuego, ya que ver a otres jugar permite cambiar de ojos, de manos, de disfrute, pero aquí siento que es particularmente interesante porque nos da una visión poliédrica de las dos caras del superespectáculo de este AAA. Qué pasa cuando bajan la ladera entre el fuego y las flechas. Qué cuando las flores.
De nuevo, lo fundamental de esto es la manera en que el juego se juega. La mano de Jin que en la primera cesión de control empuña la katana requiere que las jugadoras aprieten aquel botón para moverla, y en el proceso fosiliza el verbo básico de toda la obra, su manera de crear y resolver conflictos, lo que vas a hacer una y otra vez hasta que decidas que te vas a otra cosa. La mano que acaricia las flores va sola: no es una acción, sino una reacción, un gesto que se activará por sí solo cada vez que vuelvas a un campo de hierba como ese de la última introducción, y que triangula existencias: tú, Jin, el territorio. En medio de la explosividad y la inmediatez rabiosa de la bajada a la primera de cien batallas, es habitual preguntarse cómo se juega, cómo se mueve, cómo se lucha, hasta que el cartel del cuadrado acude al rescate, a sofocar agobios cuando jugar es hacer, es confrontar, es superar un reto determinado. En contraposición, en ese otro pasaje en el que todo se reduce a contemplar el despliegue técnico de tantas plantas y tanto viento, jugar se convierte algo que tiene más que ver con ser y estar: un Jin que regresa de entre los muertos se reencuentra con su isla, y celebra su nueva oportunidad sintiendo la hierba en la palma de la mano. No hay efectos concretos, ni recompensas materiales, solo ese gesto, ese instante, ese silencio de después. Cuando la identidad estética (y la estética identitaria) de Ghost of Tsushima se reduce a su paisaje, a su paseo y a su viento, nadie se pregunta cómo se juega. Simplemente ocurre.
Toda esta apertura al mundo y sus postales, no obstante, se supedita inmediatamente al dibujo de su mapa. En Ghost of Tsushima nos guiamos por el viento (al que podemos llamar siempre que queramos, contradiciendo cualquier voluntad naturalista), pero lo hacemos siempre siguiendo iconos, interrogantes, cosas que recolectar. En el pastiche identitario que alimenta la obra hay todo tipo de posibilidades: seguir las puertas torii para rezar en los santuarios, perseguir zorros para encontrar pequeños altares, investigar columnas de humo para encontrar campamentos aliados o enemigos, ir tras el vuelo de los pájaros para todo lo demás, ya sea bañarse en aguas termales o componer un haiku. Todos estos elementos devuelven caras concretas del poliedro de ese pastiche, procesos que podrían justificarse en sí mismos y no estar ligados a un beneficio tácito, pero siempre hay un motivo superior por el que hacerlos: más barra de vida, más capacidad de concentración en el combate, una espada nueva, un talismán que te dé más beneficios cuando le arranques la piel a un jabalí, a un perro o a un oso. La identidad de Jin como samurái (o como fantasma; como individuo navegando el gap entre lo que se supone que debería hacer y lo que es necesario que haga), expresada mediante su acercamiento a cada uno de estos lugares y microeventos, responde más a la seguridad de sus marcos jugables que al estudio y exploración de un espaciotiempo tan concreto como el de la isla de Tsushima cuando los mongoles la invadieron. Porque aquí el territorio, por fastuoso que sea, no se pasea, sino que se cosecha. Los lugares no se visitan, sino que se coleccionan.
Esto es algo que lleva la reflexión a su condición de (último) exclusivo de Playstation 4, a ser una especie de párrafo conclusivo a un texto videolúdico formalmente repetido hasta la saciedad. Ghost of Tsushima refina sus esquemas preexistentes, al menos hasta cierto punto, pero al mismo tiempo termina por aterrizar la noción de que en el seno del AAA todas las identidades se juegan igual, todos los mundos se construyen igual, todas las historias se cuentan igual. La paternidad (God of War), la venganza apocalíptica (The Last of Us Parte II), la fricción entre la seguridad doméstica y la catársis de la aventura (Uncharted 4), un coming-of-age superheróico (Spiderman), un conflicto histórico como el de Ghost of Tsushima… Todo está cortado por el mismo patrón, las mismas maneras de moverse, la misma globalización lúdica que se lleva por delante cualquier posibilidad de que germinen poéticas específicas y libres. Ser samurái como Jin es igual que ser padre como Kratos: ve, pégate, mira una escena, mejora tus habilidades, repite. Aquí el paisaje parece ser central, pero poco a poco va quedando apartado a un lugar secundario, a ser una exhibición que ocurre de fondo mientras haces una y otra vez lo mismo, misión tras misión, relato tras relato, sin que haya casi ningún encuentro con alguien que no pase por luchar con alguien. No importa si estás en una actividad principal o ayudando a algún habitante de una aldea remota: tarde o temprano aparecerá algún mongol, un bandido, un samurái renegado. Y la mano de la espada se interpondrá a la de las flores.
Así, creo que es inevitablemente paradójico que en esta voluntad del AAA por abarcarlo todo, de aglutinar expresiones, detalles y posibilidades, los pequeños tiempos y gestos intermedios se pierdan por el camino. La lucha perpetua es comprensible: estamos en guerra, los caminos son peligrosos, la noche alberga monstruos. Pero un conflicto como este tiene muchos momentos, matices, tiempos: una madre, aliada nuestra, encuentra a sus hijos ahorcados y tiene que cavarles una tumba; corte a tumba cavada, sin proceso, sin duelo, sin matices; solo hay inmediatez, venganza, siguiente misión en la que hablaremos, perseguiremos unas huellas o investigaremos una localización, lucharemos, y quedaremos para la próxima. Y es que Ghost of Tsushima, cumbre tecnológica de toda una época, capaz de renderizar en tiempo real miles y miles de árboles, hierbajos y flores, con todo el hiperrealismo de sus rostros, de sus ropas y sus lugares, apenas nos da herramientas para construcción de sentido. Y lo que sí hacemos se repite tantas, tantas veces, que acaba por perder toda su significación más allá del puro completismo, de lo legendario y lo ornamental. Cada vez más alejados de la capa existencial del mundo, acumulamos: somos más fuertes, más hábiles, más absolutos. Pero ni siquiera podemos reflexionar sobre lo cansadas que estamos mientras nos bañamos sin que sirva para algo. Ni componer un poema a la soledad, a la derrota o a la muerte. O hablar con algún paisano.
Suelo decir que el AAA es un medio cultural que no para de caer en picado. Como industria que fagocita, consume y homogeniza contextos e identidades, muchas veces de maneras cuestionables (pienso en la representación trans en The Last of Us Parte II o el antes mencionado tratamiento del colectivo nativo americano por parte de Sucker Punch), cada vez me cuesta más ver una salida a su laberinto autoconstruido. En su carrera interminable hacia mundos cada vez más grandes, más espectaculares y más llenos de contenido, las pequeñas excepciones que (de)construyen hacia el silencio (existencial, poético, mecánico), como The Last Guardian, Death Stranding o Breath of the Wild creo que serán las que más conversación provoquen con los años, a pesar de que en mayor o medida carguen con fósiles de un lenguaje dado por supuesto; esa asunción de que jugar es reto, es confrontación, es actividad y ruido. Ghost of Tsushima arranca desde la soberbia ilusa de su selector de experiencia, para luego ponerte una katana en una mano y un campo de hierba en la otra; un botón para matar y un gesto para invocar el viento. Paisajes increíbles, luchas interminables, fórmulas inquebrantables. Samuráis, ladrones de tumba, y superhéroes. Diferentes lugares, distintas actividades, diversas identidades. El mismo juego.